viernes, 9 de septiembre de 2016

Hace falta valor

«[Kitty] Estaba llena de esa animación y agilidad mental que se despierta en los hombres en la víspera de un combate, de una lucha, de un momento peligroso y decisivo de su vida, una de esas ocasiones en las que los hombres prueban su valor para siempre y que acreditan que todo su pasado no ha transcurrido en balde, sino que sirvió de preparación para tal momento.»

Anna Karenina, León Tolstoy

domingo, 4 de septiembre de 2016

La presunción mató al erizo



"La elegancia del erizo" es la segunda y más famosa novela de la escritora francesa Muriel Barbery publicada hace ya diez años, leída por millones de personas y traducida a montones de idiomas.

Hace unos meses, alguien me contó que se la había agenciado en francés y que no había podido pasar de las primeras páginas, no porque no le hubiera gustado, sino porque los parlamentos de una de las protagonistas eran tan complejos que no los entendía bien y prefería leer una traducción a su idioma. Me la regaló. Como da la casualidad de que estoy practicando francés, empecé la novela, cuyo argumento cuento a continuación. Admito que tuve que leerla con el diccionario en la otra mano, porque es complicada de narices, pero también admito que el esfuerzo mereció la pena.

La portera de una mansión del centro de París cuenta, a base de elegantísimos monólogos interiores, que a pesar de su humilde condición es toda una erudita, una intelectual que ha leído por su cuenta todo lo que hay que leer: literatura, filosofía, tecnología, historia y demás. Estas aptitudes son su secreto mejor guardado y jamás se lo ha contado a nadie, ni a sus mejores amigos, y procura que nadie se dé cuenta tampoco. Ahora bien, en sus monólogos interiores no tiene empacho en afirmar, porque es verdad, que en una conversación podría dar mil vueltas a cualquiera de los señorones que viven en el edificio donde trabaja de portera. Pero resulta que nació pobre, fea y con problemas de socialización, consiguió casarse pero enviudó pronto y, en resumen, la vida jamás le ha sonreído. Por eso, y por su superioridad intelectual, desprecia olímpicamente a los inquilinos del inmueble donde vive y a toda la clase alta de París. He aquí el erizo (elegante) de la historia.

En el mismo edificio vive una niña de 13 años que, ah, coincidencia, también considera que tiene un intelecto superior a la media y también desprecia el estilo de vida sofisticado de su familia, de sus vecinos, de los amigos de su familia y de la alta sociedad en general. La niña ha cavilado mucho sobre la vida y la razón de ser de la humanidad y ha llegado a la conclusión de que, dadas las circunstancias, lo más lógico es suicidarse y prender fuego al edificio, cosa que tiene previsto hacer en fecha próxima.

La portera está al tanto de la existencia de la niña y viceversa, pero ahí termina la relación entre las dos. A base de monólogos (los de la portera pensados, los de la niña escritos como "pensamientos profundos" o entradas de su "diario del movimiento del mundo"), la autora nos va descubriendo a estos dos personajes sin que haya apenas contacto entre ellas, más allá de un buenos días en el portal. Pero un día pasa algo: un factor externo hace que se comuniquen y que puedan compartir sus puntos de vista, a la sazón muy parecidos. Y hasta ahí puedo leer para no destripar el meollo de la historia.

Los fragmentos difíciles, y a veces demasiado difíciles, que nos detuvieron al comprador de la novela y a mí son los de la portera-erizo. El grado de erudición de la conserje es tal que, en varias ocasiones, uno no tiene más remedio que empezar a leer en diagonal o resignarse a ir pasando por encima de un montón de palabras que seguramente tendrán un significado y un sentido, pero que al humilde lector se le escapan. Peor se pone la cosa cuando uno lee algo que le obliga a consultar otros libros (me pasó varias veces) para entender por dónde van los tiros. Uno se siente tan ignorante y tan despreciado como los distinguidos habitantes del edificio. A pesar de estos tropiezos, la historia de los dos personajes es interesante, muy interesante, porque tanto la portera como la niña están definidas a las mil maravillas. Es cierto que son estereotipos, pero sus voces son tan humanas y tan verosímiles que uno rezuma empatía mientras lee. Lo malo es que la autora, una vez presentados estos dos tipos humanos, y una vez introducido el elemento de crisis, que no mencionaré para no destripar el argumento, no quiere, no puede o no sabe salir de ahí. Lo único que consiguen estos estereotipos ante el nuevo factor es hacerse cada vez más previsibles, cada vez más enrevesados y cada vez menos verosímiles. Pasadas las ciento cincuenta páginas (a ojo de buen cubero), la escritora ha tirado tanto de la cuerda y ha forzado tanto la máquina que uno empieza a perder el interés. Cuando me faltaban muy pocas páginas para terminar el libro, me preguntaba a dónde iba a parar el asunto, con la terrible sospecha de que iba a parar en seco y de mala manera.

Por eso, porque en la segunda parte no hay ideas ni historias que contar, esta novela que comienza con una fuerza fabulosa y engancha desde el primer párrafo luego languidece, desespera, cansa y decepciona en la segunda parte, para dejarnos con un final que no está, en mi opinión, a la altura de las circunstancias. Me temo que ese remate sin garra se debe a que la autora nos comunica la idea fundamental de la novela en las primeras cien páginas, y de ahí en adelante no hace más que buscar la puerta grande para salir a hombros del libro, pero en esa búsqueda se enreda en un berenjenal y no tiene más remedio que usar un final propio de una película de Hollywood que no hace justicia en absoluto a la excepcional primera parte del libro. En mi opinión, lo único que cabía hacer con esta historia era cerrar por fuera la puerta de la realidad cotidiana. Esa puerta es la más jodida y la más frecuente, y también la única que, a mi modo de ver, habría cuadrado con esos dos personajes de los que, todo hay que decirlo, no me voy a olvidar nunca.

martes, 16 de agosto de 2016

Voluntad y realidad


Un día despertó y se dijo: «voy a hacer esto».

Unos días más tarde, de camino a casa, se acordó y pensó: «sí, sí, voy a hacerlo».

Pasaron los meses y, una noche, se durmió soñando en eso que iba a hacer, cómo lo iba a hacer, con quién y a qué hora, hasta que el sopor le robó la conciencia.

Así es como la determinación se fue convirtiendo en idea, en memoria.

Con el correr de los años, llegó un momento en que ya no supo si lo había hecho o no, si aquella nebulosa que tenía en la cabeza era realidad o imaginación.

Y en ese momento sintió que le dolía un poco el corazón.

martes, 21 de junio de 2016

La locura de la soledad multitudinaria... o algo así

Buscando en los archivos del Guardian, me topo hoy con una cita, al parecer muy conocida, de Henry Miller, que se aleja de las obviedades habituales que se dicen sobre esta ciudad y me hace sentir como si estuviera delante de un espejo.

New York has a trip-hammer vitality which drives you insane with restlessness, if you have no inner stabilizer…. In New York I h ave always felt lonely, the loneliness of the caged animal, which brings on crime, sex, alcohol and other madnesses.

(Nueva York tiene una vitalidad de martillo pilón que te vuelve loco de impaciencia, si no tienes un estabilizador interno... En Nueva York me he sentido siempre solo, con esa soledad del animal enjaulado que te empuja al crimen, al sexo, al alcohol y demás locuras.) (Traducción mía)



martes, 14 de junio de 2016

La verdad histórica


«A José de Jesús lo tranquilizaba el convencimiento de que la historia se escribía de ese modo: con omisiones, mentiras, evidencias armadas a posteriori, con protagonismos fabricados y manipulados, y no le producía ninguna turbación su empeño en corregir la historia de su propio padre: los dueños del poder lo hacían constantemente y la verdad histórica era la puta más complaciente y peor pagada de cuantas existieran... Pero aquellos papeles extendidos sobre la cama del hotel escondían la capacidad de poder cambiar la vida de muchas personas inocentes y además tenían sobre sí el peso de la decisión de su férrea abuela María de la Merced de mantenerse ocultos en el seno de la familia y únicamente ser difundidos cuando llegara el momento fijado, al cumplirse los cien años de la muerte del poeta.»

Leonardo Padura, La novela de mi vida

domingo, 12 de junio de 2016

Teherán está lleno de lolitas (y 4)

El epílogo de esta serie sobre Azar Nafisi no podía ser más que otro libro. Poco después de haber terminado todas las novelas que se citan en Reading Lolita in Tehran y el libro mismo, la biblioteca pública de mi ciudad anunció que Nafisi presentaría en persona su nuevo libro, titulado The Republic of Imagination. Compré la entrada y me di el gran placer de estar a tres filas de distancia de la escritora y profesora de literatura durante un par de horas.

A la salida, compré el libro (era una ocasión especial) y le pedí un autógrafo, en inglés y en persa. Hablamos unos minutos, sobre todo de la forma en que los americanos pronuncian los nombres y los apellidos extranjeros y de los problemas y trabajos que nos dan esas pronunciaciones. Luego nos despedimos y seguimos cada uno con lo suyo: ella de exiliada y yo de expatriado, que no es lo mismo, ni mucho menos.

Si Reading Lolita in Tehran es la obra con la que Nafisi intenta explicar, a través de la literatura en inglés, la revolución iraní y la trasformación de la sociedad y la cultura de su país natal, The Republic of Imagination es el libro en el que la misma escritora se pregunta por qué ha decidido, después de tantos años, someterse a la ceremonia, que antaño le pareció absurda, de jurar lealtad a la bandera de los Estados Unidos y adoptar la nacionalidad de su país de adopción. Lejos de ser un alegato a la democracia, la libertad y las oportunidades, The Republic plasma las peculiaridades de los estadounidenses desde prismas muy poco comunes, y por eso es un libro tan rico y tan interesante: porque mira a donde no mira casi nadie. No se molesta en huir de los estereotipos, las frases hechas y las mentiras que, de tanto repetirse, se han convertido en verdades (todos somos iguales, cualquiera puede ser presidente, todos los extranjeros son bienvenidos, aquí hay libertad de verdad, etc.), puesto que el libro se ocupa, precisamente, en la gente que, como ella, no cuadra en todas esas ideas preconcebidas. En la gente que se queda al margen de la cultura dominante y, sobre todo, en quienes, por muy diversas razones, tienen serias dificultades para encontrar un lugar cómodo en la sociedad estadounidense.

En esta ocasión, los autores principales en los que Nafisi basa su análisis socio-literario son Carson McCullers, Mark Twain, James Baldwin y Sinclair Lewis. Este último, al que ya reseñé en el blog hace cuatro años, es un ejemplo radical de rechazo social para un autor que, fuera de su país, resultó tener trascendencia suficiente como para recibir el premio Nobel de literatura. Los otros tres, en sus estilos peculiares, también fueron notables elementos de fricción social y cultural en un país que se las da de demócrata e igualitario, pero en el que aún queda mucho por hacer a ese respecto.

Con The Republic hice lo mismo que con Reading Lolita: fui a la biblioteca y leí primero los libros fundamentales de los cuatro autores para disfrutarlo más. Debo decir que lo disfruté más que el primero y que mi conocimiento del panorama literario americano se ha enriquecido muchísimo. Es un placer leer a tan buena lectora.

viernes, 3 de junio de 2016

Teherán está lleno de Lolitas (3)

Como explicaba en el post anterior, en “Reading Lolita in Tehran” Azar Nafisi mezcla cuatro ingredientes continuamente. Simplificando mucho, podríamos decir que son la imposición de una forma de vida artificial, la muerte de los ideales a manos de la realidad, el sufrimiento como mal hábito y la necesidad de usar la imaginación para huir de una vida represiva y demoledora. Esta mezcla se hace más intensa en el último capítulo, cuando los acontecimientos parecen forzar a la autora a tomar una decisión radical respecto de su situación en Teherán.

En varios momentos del libro, cuando las cuestiones éticas o filosóficas la abruman, la profesora consulta a un amigo al que llama my magician. No podemos saber si este personaje es real o ficticio, aunque la autora afirma que en su libro no hay más ficción que la literatura que propone leer. Sea real o inventado, este hombre es un puntal de la narración y, en mi opinión, es el más conseguido de todos. Comparte con ella la pasión por la literatura y las ideas de libertad y democracia. También es una especie de consejero espiritual con el que comenta sus alegrías y frustraciones. No pueden hablar sin más, puesto que no es su marido y está prohibido que las mujeres hablen solas con hombres que no sean de su familia. Por lo tanto, se encuentran en un café y hacen creer que están casados, o que son hermanos, o algo por el estilo.

En una ocasión, ella le plantea que se siente dividida entre seguir luchando contra las imposiciones absurdas del régimen con sus pequeñas rebeldías, como las clases a domicilio, o dejar la docencia por completo porque no quiere colaborar con el régimen de ninguna de las maneras. He aquí lo que le dice su “mago”:

–Pero claro –se burló–, la dama que no para de alardear de lo mucho que le gustan Nabokov y Hammett me dice ahora que no deberíamos hacer lo que nos gusta. ¡Eso sí que me parece inmoral! Así que ahora tú también te unes a las masas –dijo más serio–. Lo que has absorbido de esta cultura es que todo lo que nos da placer es malo, y es inmoral. Tú eres muy moral si te quedas sentada en casa, mano sobre mano. Si lo que quieres es que te diga que tienes el deber de enseñar, te has equivocado de persona. No te lo voy a decir. Lo que te digo es que enseñes porque te gusta: porque rezongarás menos en casa, porque serás mejor persona y porque probablemente tus alumnos también se divertirán y hasta puede que aprendan algo. (Traducción mía.)

Así aborda el mago el dilema constante de la moralidad: agarrando el toro por los cuernos. Si uno hace (o deja de hacer) lo que tiene que hacer por lo que pueda pasar con los factores externos, el resultado siempre será insatisfactorio porque no controlamos esos factores externos. Entonces, ¿estoy colaborando o no con el statu quo? ¿Qué pasará conmigo? ¿Qué pasará con los que me rodean? No hay más remedio que ser consecuentes e intentarlo, o seguir rezongando. Creo que estas situaciones se nos plantean muy a menudo en la vida, y que en este libro Azar Nafisi se encuentra con un problemón existencial que le cuesta mucho superar. El mago la orienta, pero se niega a darle la solución, que al final toma ella sola.

Algún tiempo después, en otra conversación clandestina, los cuatro temas del libro se entremezclan de una forma muy interesante:

–¿Pero no te das cuenta [le dice la autora al mago] de que al intentar que ellas [las chicas que van a las clases] entiendan esto, podría hacerles más daño que beneficio? –dije, quizá de forma bastante dramática–. O sea, que al estar conmigo y escuchar mis experiencias, van creando esta imagen acrítica, luminosa del otro mundo, de Occidente... Yo, no sé, yo creo que...

–Te refieres a que les has ayudado al crear una fantasía paralela –dijo–, una fantasía que va en contra de la fantasía en la que la República Islámica ha transformado nuestras vidas.

–¡Sí, sí! –dije, emocionada.

–Bueno, para empezar, no todo es culpa tuya. No hay quien pueda vivir y sobrevivir a este mundo de fantasía. Todos necesitamos crear un paraíso para escaparnos. Y además –añadió–, sí que puedes hacer algo.

–Ah, ¿sí? –pregunté con interés [...].

–Pues sí, y de hecho ya lo estás haciendo en esas clases, si no las echas a perder. Haz lo que hacen todos los poetas con sus reyes-filósofos. No tienes que crear una fantasía paralela de Occidente. Dales a esas chicas lo mejor que puede ofrecer ese otro mundo: dales ficción pura. ¡Devuélveles la imaginación!” –concluyó triunfante, y me miró como si esperara una ovación con hurras y aplausos por sus sabios consejos–. Ya sabes que te vendría muy bien hacer lo que dices, para variar. Sigue el ejemplo de Jane Austen –dijo con un tono que me pareció algo así como munificencia paternalista–. Antes nos dabas la tabarra con que Austen hacía caso omiso de la política, no porque no tuviera ni idea, sino porque no permitía que la sociedad que la rodeaba engullera su trabajo, su imaginación. En aquellos tiempos, con el mundo enzarzado en las guerras napoleónicas, ella creó su propio mundo independiente, un mundo que tú, dos siglos más tarde, en la República Islámica del Irán, enseñas como ideal ficticio de democracia. ¿Te acuerdas de todas aquellas charlas tuyas de que la primera lección para luchar contra la tiranía era hacer lo que uno tiene que hacer y satisfacer la propia conciencia? –continuó pacientemente–. Hablas y hablas de espacios democráticos, de la necesidad de espacios personales y creativos. ¡Bueno, pues ponte a crearlos! Deja de rezongar y de dedicar toda tu energía a lo que dice o hace la República Islámica y empieza a concentrarte en tu Austen. (Traducción mía.)

El mago puede llegar a ser demoledor, pero nunca injusto. En realidad no dice más que lo que ella espera que le diga: haz en conciencia lo que tienes que hacer, no esperes que llegue alguien que lo haga por ti. Le da la empatía necesaria para seguir adelante y después desaparece.

El desenlace del libro, que no cuento por si acaso, es previsible, pero no por ello menos emocionante. Lo que empieza como una tranquila sesión de reflexión sobre una novela en el salón de una casa se convierte en toda una aventura. Nafisi dice en sus entrevistas que ella no se considera escritora, pero tiene muy buen estilo cuando se propone crear tensión narrativa.

Para concluir diré que este libro de Azar Nafisi, junto con su segundo volumen titulado “The republic of imagination” (del que seguramente hablaré en otro momento), me han hecho leer más literatura en estos dos últimos años que todos los profesores que he tenido juntos. La forma que tiene de analizar los estados mentales de los personajes, de sus interacciones y de sus sentimientos me ayuda a leer de otra manera y me anima a releer como no lo había hecho antes. Una gran maestra, sin duda.

miércoles, 1 de junio de 2016

Teherán está lleno de Lolitas (2)

Dos temas dominan en “Reading Lolita in Tehran”: la sumisión y la desobediencia ante una serie de normas que se consideran injustas o incluso absurdas, y el dilema moral del compromiso y la acción, es decir, de si, ante unas circunstancias impuestas con las que uno no está de acuerdo, se debe hacer algo o dejar las cosas como están.

En el caso de Teherán a principios de los ochenta, la desobediencia y la acción social habían llegado a límites insospechados: copiar un casete de los Beatles o llevar pantalones demasiado coloridos o ceñidos debajo del fustán (las mujeres) eran motivo de detención e interrogatorio. En nuestros países, el equivalente sería preparar un plan subversivo para subir a un avión con una botella de zumo y un cortaúñas, por ejemplo. La diferencia es que esas normas absurdas para subirse a un avión no nos afectan más que unos pocos días al año, pero cuando las normas alcanzan hasta los más mínimos detalles de la vida cotidiana y de la intimidad personal, es fácil que ese absurdo genere todo tipo de problemas.

El primer capítulo, titulado “Lolita”, es una introducción que presenta las circunstancias inmediatamente anteriores al exilio de la autora. Nafisi describe cómo la imaginación calenturienta de Humbert, protagonista del libro de Nabokov, va creando una imagen de su hijastra, Lolita, en la que proyecta sus ideas obsesivas y sus deseos sexuales. Al mismo tiempo, con su actitud autoritaria va obligando a la niña a convertirse en eso que él ha imaginado, es decir, a convertirse en su amante, con independencia absoluta de las ideas y deseos de la niña. El paralelismo con la vida en Teherán es bastante obvio. Las alumnas que visitan a la autora en su casa también llevan una vida que responde a la actitud autoritaria del estado. Están obligadas a cubrirse continuamente y no pueden ponerse nada que las haga atractivas; deben mirar siempre hacia el suelo; tienen prohibido salir con hombres que no sean de su familia, bailar, cantar, etc. El régimen les impone una imagen de sí mismas, una imagen creada por el gobierno teocrático que no tiene nada que ver con lo que ellas son o querrían ser, pero que están obligadas a reproducir. Es un teatro, pero un teatro forzoso: deben disfrazarse todos los días según los deseos de los gobernantes y, en el momento en el que ponen el pie en la calle, actuar conforme a un ideal de persona que se impone por la fuerza desde un poder absoluto y represivo. Esta situación genera, tanto en Lolita como en las jóvenes iraníes, una especie de esquizofrenia existencial entre la vida íntima y la vida pública que acaba por tener graves consecuencias. Lo privado se hace clandestino e inconfesable y lo público se hace artificial y obligatorio. La vida, despojada de espontaneidad y de imaginación, se convierte en un castigo.

El segundo capítulo, titulado “Gatsby”, cuenta cómo el personaje neoyorquino de Fitzgerald persigue su sueño con pasión, sin límites y, cuando lo alcanza, cuando por fin consigue lo que quiere, su propio éxito acaba con él. Con el glamuroso y desventurado Gatsby ilustra Nafisi la inesperada evolución de las revueltas contra el Sha de Irán, que comenzaron como una rebelión popular generalizada contra el régimen totalitario y arbitrario de aquel gobernante y pronto se transformaron en una guerra abierta entre facciones revolucionarias. Al final, los islamistas se llevaron el gato al agua y lograron, mediante la amenaza, la violencia y la represión, imponerse a las demás facciones, sobre todo a las que querían un gobierno laico al estilo europeo. Esas facciones, nos cuenta Nafisi, eran como Gatsby: estaban tan ensimismadas con su sueño revolucionario que, cuando llegó el momento de poner los pies en la tierra y actuar con racionalidad, no fueron capaces de adaptarse y llegaron otros factores que los barrieron del mapa. Sus ideales no lograron salvarlos de una realidad despiadada.

Henry James y su visión de la guerra dominan un tercer capítulo triste y angustioso, dedicado a la guerra Irán-Iraq. Quienes leyeran las noticias de aquella época recordarán el término “la guerra de los misiles”, “la guerra de las ciudades” y el nombre imborrable de los misiles Scud. Los dos países disparaban continuamente misiles balísticos de largo alcance hacia las principales ciudades del enemigo. Vemos cómo Azar tiene que recoger a sus hijos y llevárselos al refugio subterráneo, con frecuencia en plena noche, mientras las brutales explosiones sacuden Teherán. En una ocasión, cuando los vecinos emergen del sótano ven que el edificio de enfrente ha sido reducido a escombros. Lo más triste es que se trata de una guerra olvidada incluso por el propio régimen iraní, que no toma medida alguna para proteger a su población de la incesante lluvia de misiles e incluso celebra las bajas como martirios agradables a Dios y divulga eslóganes en los que anuncia las muertes de los muchachos en el frente como grandes victorias para Irán. El paralelismo con la obra de Henry James reside en una característica de este autor que ha servido tanto para criticarlo como para alabarlo: la “ausencia de vida” de sus novelas. Se dice que los personajes de James tienden a soportar la injusticia y la guerra sin opiniones claras, sin grandes pasiones y sin reacciones decididas. En las muchas guerras que le tocó vivir, James nunca quiso tomar partido y nunca dijo estar de ninguno de los dos lados, pero sí criticó de forma acerba la sinrazón de todo aquello. De la misma manera, los habitantes de Teherán se vieron obligados a vivir una guerra que no entendían y en la que apenas participaron. Incapaces de sentir solidaridad alguna por un gobierno que los ignoraba, esperaron con paciencia que aquel sinsentido terminara, como de hecho ocurrió en cierto momento, y siguieron con su vida cotidiana sin pensar mucho en el significado de aquella etapa de absurda destrucción.

En “Austen”, el cuarto y último capítulo, Nafisi pregunta a sus alumnas sobre su vida personal y sentimental y descubre que no solo tienen grandes dificultades, sino que una buena parte de su tensión procede de esas relaciones personales que, por necesidad, son artificiosas e insatisfactorias. Lo mismo se puede decir, claro está, de muchas de las relaciones que describe Jane Austen en la Inglaterra victoriana. De ahí que esta sea la autora elegida para ilustrar la dificultad que tienen los iraníes (y sobre todo las iraníes) para relacionarse entre ellos. Muy en particular, las parejas, los matrimonios y los amigos de distinto sexo se encuentran con la necesidad de expresar sus sentimientos en un entorno delimitado por los tabús y los dogmas del gobierno teocrático. El deseo de marcharse del país para liberar esas relaciones y el hecho de que el exilio suele destruir esas relaciones (porque no todo el mundo quiere ir al extranjero) está siempre presente como una espada de Damocles. En Austen también hay unas tensión constante entre los sentimientos personales y las obligaciones formales que imponen los códigos de conducta británicos, y el deseo constante, y constantemente reprimido, de romper con la etiqueta y vivir con naturalidad.

Como he dicho antes, el libro se puede leer sin haber repasado la literatura de los cuatro autores principales, y de muchos otros que van menudeando por las páginas. Si uno los conoce, la lectura se hace mucho más rica e interesante, pero no es imprescindible porque también hay situaciones, escenas y, sobre todo, personajes, que dan también un tono novelesco al libro. De uno de esos personajes, uno que no tiene nombre y que la autora solo llama my magician, escribiré en el post siguiente.

lunes, 30 de mayo de 2016

Teherán está lleno de Lolitas (1)

Ya he contado en este blog que, desde que vivo donde vivo, apenas compro libros porque las bibliotecas públicas son fastuosas y porque mis generosos y desprendidos vecinos tiene la sana costumbre de dejar en la puerta de su casa los libros que ya han leído. Así he ido encontrando muchos de los títulos que comento en Escalera, y así mantengo intacta mi tendencia a la lectura anárquica y desestructurada.

Hace unos tres años iba yo cargando con las bolsas de la compra cuando de repente vi un volumen oscuro, oscurísimo, tirado en el escalón de uno de esos brownstones clásicos del barrio. Sin color, sin marcas, apenas se veían unas letras doradas en el lomo. La portada y la contraportada eran de color granate. Lo tomé, por supuesto, y leí en el lomo el nombre de la autora, Azar Nafisi, y el título del libro, “Reading Lolita in Tehran” (“Leer Lolita en Teherán”). No me sonó de nada, pero como me encantan las cosas raras, lo metí en la bolsa con la lechuga, el pan y el zumo.

Empecé a leer con curiosidad pero sin mucho convencimiento. La autora recibía en su casa de Teherán a cuatro chicas jóvenes, servía té y planteaba una conversación sobre la vida cotidiana y unas lecturas de literatura inglesa. Por motivos que no vienen al caso, no me interesó en ese momento y lo dejé. Casi un año después lo volví a abrir y esta vez fui leyendo con más paciencia, como corresponde a un libro que no es una novela sino una crónica o unas notas personales. Entonces vi otra cosa: vi una profesora de la universidad de Teherán, poco después de la revolución islámica, que invita a cuatro alumnas a estudiar en su salón lo que hasta hace poco era su clase normal de literatura inglesa y ahora es una actividad clandestina, subversiva, quizá delictiva y bastante peligrosa para todas ellas. Vi cómo, en aquel salón, esas cinco personas reconstruían durante un par de horas la vida que les habían robado en menos de dos años las autoridades religiosas de su propio país. Y ahí sí, me puse a leer con muchísima más atención.

Este libro, que no es una novela, está escrito en inglés y no en persa aunque su autora es de Irán. Nafisi, profesora de literatura inglesa, reside en los Estados Unidos desde principios de los ochenta y adoptó la nacionalidad de ese país hace bien poco (de eso hablaré en otro post, supongo). El libro lo escribió cuando ya estaba en el exilio. Ironías de la vida, aunque no es una novela, por culpa de este libro he leído una cantidad ingente de novelas, porque resulta que es, al mismo tiempo, un tratado de historia reciente de Irán y una lección de literatura inglesa.

Nafisi escoge cuatro autores de lengua inglesa para describir el proceso histórico de la revolución islámica en Irán, vista desde la perspectiva peculiar de quien enseña una materia (literatura extranjera) que la ideología dominante de la revolución (el extremismo islámico) rechaza por ceñirse poco y mal a sus ideas y sus dogmas. A partir de sus análisis literarios, explica con maestría los procesos sociales, políticos e individuales que se van sucediendo desde las primeras revueltas contra el Sha hasta la instauración definitiva del régimen de los ayatolás y la posterior guerra contra Iraq. Los personajes literarios, sus pensamientos y su forma de actuar, nos dan la clave para entender qué está pasando en Teherán en 1978 y años sucesivos.

El libro es un ingente comentario de texto que se lee casi como una novela porque está mezclado con la descripción de una época trepidante de la historia iraní. Llaman mucho la atención las descripciones de la vida cotidiana, de cómo esa vida cotidiana va mutando y transformándose, casi día a día, al ritmo de los acontecimientos políticos. Termina con la marcha voluntaria de la autora, primero a Europa y luego a los Estados Unidos. Está narrado en primera persona e incluye muchas reflexiones personales que enriquecen la lectura.

En cada capítulo, Nafisi explica lo que ha pasado durante unos meses, tanto en el plano político como en su vida personal. Luego se reúne con sus alumnas y se dedica a interpretar esa evolución buscando paralelos en los personajes de tal o cual novela. Cuando me di cuenta de la mecánica del libro, decidí visitar la biblioteca y leer a los cuatro autores que utiliza antes de seguir adelante: Vladimir Nabokov (en concreto “Lolita”), F. Scott Fitzgerald (y sobre todo “El gran Gatsby”), Henry James y Jane Austen. Me di un buen baño con cada uno de ellos y después volví al libro. Entonces sí que empecé a disfrutar y aprovechar a fondo lo que estaba leyendo.

En el próximo post explicaré los cuatro capítulos del libro.

jueves, 26 de mayo de 2016

El soldado Murakami

Atenas, seis de la mañana. En un lateral de la plaza Sintagma, donde apenas hay un alma a estas horas, hay un japonés más bien feo y bajito que solo viste calzado deportivo y un pantalón corto. Discute con otros dos japoneses, estos vestidos de forma más convencional, que a juzgar por la camioneta de la que han salido deben de ser el equipo de una unidad móvil de la NHK, televisión nacional japonesa. Si entendiéramos japonés sabríamos que el hombre del pantalón corto increpa al cámara y le repite: «yo he venido aquí a correr la carrera y no a engañar a la gente». El cámara se disculpa sin cesar y promete filmar la carrera completa. Poco después, el hombrecillo echa a correr por las calles de la capital griega, rumbo al noroeste, hacia la localidad histórica de Maratón, que supuestamente se encuentra a 42 km de distancia. Protegido del intenso tráfico de las autopistas tan sólo por la camioneta de la NHK, que lo sigue de cerca, el corredor va contando cadáveres de perros y gatos por el arcén. En unos minutos el sol se levanta y empieza a sentirse el implacable calor mediterráneo de primeros de agosto. El hombre del pantalón corto se pregunta si ha sido buena idea correr de Atenas a Maratón en esa época del año...

Esta es una de las muchas y muy jugosas anécdotas que cuenta Haruki Murakami en un libro que tituló, parafraseando a Raymond Carver, «De qué hablo cuando hablo de correr». El corredor es él mismo y la historia es real, tan real como la vida misma, y el final de la historia es estupendo también.

(Nota para quienes hayan corrido alguna vez un maratón, un ultra o un triatlón: recomiendo leer este libro, aunque solo sea por la descripción, a mi modo de ver magistral, que hace de las sensaciones por las que atraviesa en su primer maratón, en su primer y único ultra [100 km] y en varios triatlones.)

Murakami dice en la introducción que ese libro no son sus memorias y lo repite muchas veces a lo largo del libro. Afirma que no es más que una reflexión sobre el hábito de correr y que lo escribió a base de notas sueltas e ideas que se le fueron ocurriendo durante los meses en los que estuvo entrenando para correr el maratón de Nueva York (2006). Aun así, lo cierto es que al terminar la lectura uno cree tener una idea bastante cabal de lo que ha sido la vida de este autor desde su época universitaria hasta el momento actual. Ese hábito, el de correr casi todos los días de la semana, es el hilo conductor que utiliza para contarnos muchas más cosas sobre su vida y su personalidad.

Por motivos culturales, es previsible que un japonés sea disciplinado y estricto consigo mismo, lo cual va bien con el deporte. Es previsible, pero a mí me pilló desprevenido el grado de disciplina y exigencia que describe este hombre en todas las facetas de su vida, incluida la escritura. Como si fuera demasiado.

Explica Murakami que de joven se dedicaba a regentar locales nocturnos de jazz en Tokio, pero que un día le dio la ventolera, lo dejó todo y se puso a escribir. Así, tal cual. Sin preparativos, sin drama, sin dudas, sin nada. En seco. En otras palabras, su descripción me dio a entender que escribió esa novela igual que se corre un maratón, pero sin entrenar.

Se cansó, claro que se cansó. Como bien explica en muchas ocasiones, tanto al escribir una novela como al correr un maratón, uno casi siempre se agota antes de terminar y tiene que sacar fuerzas de flaqueza durante el último tramo. Pero la terminó, y supuestamente sin preparativos.

Dice también que en ese momento, con la novela terminada y enviada a una editorial, no le importaba que se la publicaran, que ni siquiera le importaba que a la gente le gustara o no. Lo fundamental para él era haber terminado lo que se había propuesto y hacerlo lo mejor posible. También en esto su experiencia literaria coincide con los maratones porque, como sabrá quien haya participado en uno, al llegar a la meta la sensación de alivio es infinitamente superior a la sensación de satisfacción y lo primero que se pregunta es “qué tiempo he hecho”.

A mí esto me fascinó: me impresionó mucho que solo con disciplina y fuerza de voluntad pudiera empezar y terminar una novela partiendo de cero.

Desde la perspectiva hispana o latinoamericana, esto de usar la disciplina y la constancia como instrumentos fundamentales en lugar de la inspiración, el talento o la imaginación resulta bastante raro. Aclara Murakami que él no tiene ninguna de las dos cosas: ni inspiración, ni talento, y que tiene que hacer un esfuerzo extra para compensar esas carencias. Los bares nocturnos que regentaban me hicieron pensar que provenía de un estrato social popular, quizá barriobajero, y que carecía de vínculos culturales. Sin embargo, he sabido después que tanto su padre como su madre eran profesores de literatura japonesa. En el libro menciona el jazz y su gusto por escritores como Carver (obvio), Fitzgerald y otros, pero no dice que en su juventud leyó cantidades industriales de literatura europea y estadounidense y que consumía, y aún consume, música, cine y demás expresiones creativas occidentales a un ritmo impresionante (sí menciona su inabarcable colección de vinilos y su tendencia compulsiva a comprar todos los que encuentra, pero como hecho contemporáneo). Todo ese bagaje cultural está sin duda en sus novelas, pero al contar la historia de cómo empezó a escribir, uno se queda con la idea de que la primera novela salió de la nada, como si hubiera sido un conjuro. Por toda explicación nos dice que ese empleo le obligaba a tratar con muchísima gente y que por eso entendía la psicología humana lo suficiente como para crear personajes sólidos.

Trabajo diario, constante y duro para alcanzar objetivos concretos y muy precisos, sí, con calendarios, horarios y demás métodos que no solemos asociar a la creación literaria, sí. Pero no es verdad que partiera de cero, no es verdad que tuviera las manos vacías: el sustrato cultural de Murakami era denso y consistente mucho antes de que le diera por ponerse a escribir.

Sorprende también que el propio Murakami nos cuente que todos los años pasa unos meses en Boston en calidad de profesor invitado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las universidades más prestigiosas del mundo. Si damos por buena la descripción de su vida sencilla y espartana, ¿de qué podría hablar en el MIT este expropietario de bares de jazz venido a más gracias a un golpe de suerte con su primera novela? ¿De las ideas que se le ocurren cuando va corriendo? ¿De lo disciplinado que es? Pues no. Como atestiguan sus libros de ensayo, sus traducciones y el resto de su producción escrita, el tipo es brillante y tiene unos conocimientos excepcionales de literatura, música y arte contemporáneos, aunque se empeñe en demostrarnos su humildad y su sencillez, aunque insista en que todo lo que hace y todo lo que logra se debe solo al esfuerzo y la constancia.

No pretendo quitarle al autor su ilusión de pensar que es solo la disciplina lo que le ha permitido llegar hasta donde está. Tampoco se me ocurriría tratar de emborronar esa vida sencilla, sacrificada y metódica que nos presenta en el libro, tan sencilla, sacrificada y metódica como es correr un maratón. No, no quiero cambiar nada porque el libro es excelente, lo disfruté como un niño, me lo leí de un tirón y me inyectó una enorme dosis de moral e inspiración para la vida en general. Ahora bien, sí quiero advertir a los lectores que, si después de haber leído el libro se les ocurre consultar más datos sobre el autor (datos que no haya escrito él mismo), es posible que se les desdibuje la frontera entre el escritor Murakami, de carne y hueso, y el soldado Murakami, protagonista indiscutible de la historia que se cuenta en ese libro.

viernes, 20 de mayo de 2016

Sin hogar



Hace más de un año que no veo a Richie, el vagabundo del carrito que vendía rosas en la esquina de la calle 42. En su momento, convertí a Richie en un personaje de cuento y lo involucré en una trama de intriga diplomática, aprovechando que entre su esquina y el edificio principal de la ONU no hay más que unos pasos.

También lo he usado como inspiración para otros episodios de ficción que he escrito en este blog. No es que lo eche de menos, porque nos siguen sobrando vagabundos en esta ciudad y ahora, con el buen tiempo, salen de los túneles y se los ve por todas partes. Cuanto más elegante o más turística sea la zona, más vagabundos hay, porque ahí es donde la gente tira más comida y da más limosnas. Si uno quiere ver a los mendigos más famosos de Nueva York, no tiene más que pasear un poco por Times Square, los alrededores del Empire State Building y la estación Grand Central. Los baños públicos son un excelente punto de observación, porque ahí es donde suelen hacer sus abluciones por la mañana. En verano, abandonan temporalmente esos lugares y prefieren lavarse de madrugada en las fuentes de los parques, antes de que llegue la oleada de teléfonos y cámaras digitales.

En fin, hoy me quedé mirando a uno que no conocía, uno bajito, rechoncho, con cara de resignación, que lleva un bastón y camina muy despacio. Viste una cazadora de los Nets y, en su lenta caminata, siempre hace una pausa para conversar con la misma cabina telefónica (la de la esquina de la tercera avenida y la calle 45) y con el mismo poste del andamio que hay frente al restaurante Tulsi, en la 46. Se detiene, mira con parsimonia a la cabina o al poste y, antes de empezar a hablar, se apoya bien en el bastón levantando al mismo tiempo el dedo índice de la mano que le queda libre. Habla bajito, sin prisa, razonando con la cabina (con el poste), como esperando que asienta o que le conteste. Mientras lo miraba, me he quedado pensando en él, en todos los que son como él, incluido Richie, y de repente he oído las voces que me susurraban al oído.

Son voces de muy lejos, de 1986, y de otro continente. Ese año, Paul Simon saltó (de nuevo) a la fama con un disco titulado Graceland en el que incluyó mucha y muy buena música africana. En una de las canciones participa un grupo clásico y mítico del género South African township music llamado Ladysmith Black Mambazo, y con las voces de ese grupo cantó Paul Simon esa canción que se me vino a la mente mientras miraba al hombre que razona con las cabinas de teléfono.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Gente imposible

La oscuridad de los túneles del metro me fascina desde que era muy pequeño. Entonces, igual que ahora, me quedaba mirando aquella boca negra, insondable, totalmente plana y vacía o, más bien, llena de negrura, y me imaginaba todo lo que pasaba allí dentro. Me gustaba sobre todo ver aparecer aquellos dos puntos minúsculos que eran los faros del tren (los ojos del tren, nos mira el tren, nos busca con la mirada) al fondo del túnel, tan tenues, tan poca cosa que apenas lograban penetrar la densa oscuridad que los rodeaba. Los faros iban sujetos a dos hilitos brillantes, los raíles, y se iban haciendo cada vez más grandes, cada vez más reales, hasta que uno o dos segundos antes de entrar en la estación se distinguían por fin los colores, rojo y blanco, de los vagones que llegaban tronando y resoplando.

Hoy es más o menos igual, aunque haya un poco más de luz. La estación y el tren, iluminados y brillantes, son como cápsulas de supervivencia en las que atravesamos ese mundo desconocido e inefable en el que con toda seguridad habitan nuestras peores pesadillas. Esa masa plana de negrura, rasgada de vez en cuando por alguna misteriosa luz de color, por algún cometa en forma de lámpara o de semáforo, nos vigila, o nos acecha, y nunca se decide a atacarnos. Nosotros, con la confianza que da la claridad, nos sentimos seguros, tranquilos, incluso relajados, leemos un libro, oímos música o sencillamente perdemos la mirada para no encontrarnos con los ojos de los demás pasajeros. Y así la negrura nos engulle sin violencia, nos digiere y por último nos vomita en otro arco de luz, en otra estación.

Si uno pone atención, puede ver cosas en ese trayecto invisible. Si uno fija la vista en la oscuridad y deja que se dilaten las pupilas, puede ver los tubos, los cables, las misteriosas hornacinas excavadas o esculpidas en las paredes de los túneles. Uno puede ver, dentro de esas hornacinas, grafittis y firmas hechas con pinturas de spray, algunas muy recientes, otras casi borradas por la mugre y el polvo, ese polvo de hierro que despiden las ruedas de los vagones y que da a los túneles su espeso tinte opaco. Uno imagina, pues, que hay quien pasea por esos túneles, bote de pintura en ristre, para ilustrar con su arte la oscuridad más absoluta.

Si uno pone atención, puede llegar a distinguir escaleras, portillos y otros accesos en esos túneles. Entonces los carteles de “prohibido pasar” que se ven en las estaciones y que, en principio, parecen ridículos (¿quién se metería en la boca del lobo?), cobran mucho más sentido. Poco a poco la curiosidad se aviva. La curiosidad hace que nos coloquemos al borde del túnel, donde se chocan la pared pintada de la estación y la pared ennegrecida del túnel, como una alegoría del bien y del mal, del día y de la noche o de la vida y la muerte. Hace que nos quedemos ahí, esperando a que las pupilas se dilaten y empiecen a aparecer los contornos, los reflejos y los volúmenes. Y un día, por casualidad, se ve algo. Se ve a alguien. Durante una fracción de segundo, una silueta que no puede existir: un ser (¿humano?) que no puede estar ahí. Apenas un hombro y una cabeza, quizá un brazo. Y nada más. ¿Es posible? No parecía una alucinación. No. Parecía un ser. Luego llegó el tren y rompió la negrura

Desde entonces no dejo de mirar por las ventanas todas las tardes, todas las mañanas. No dejo de mirar a la boca de los túneles, como cuando era pequeño. Me cubro la cara con ambas manos para protegerme de la luz y busco, busco, busco. Busco ratas. Topos. Murciélagos. Cavernícolas. Gente. Ahí dentro. Gente imposible en un mundo invisible.