—No se puede, le digo, no se puede hacer eso. Es indigno y, si fuera supersticioso, como tú, diría que te puede atraer la mala suerte.
A Valentín la mirada socarrona y sobrada se le torna de inmediato preocupada y angustiosa. Si hay algo en este mundo que le dé miedo, pero miedo de verdad, es la mala suerte. Un mal de ojo, una maldición dirigida a no se sabe bien quién, un espejo roto, una escalera o un gato pueden convertir a este pedazo de hombretón en un chiquillo asustadizo.
—No me digas eso, que me jodes la tarde, macho.
—He dicho si fuera supersticioso, que no lo soy.
—Entonces a qué te refieres —pregunta alterado.
—Me refiero a la dignidad del comensal: vienes aquí, te tomas la sopa que más te gusta, la disfrutas como un cerdo...
—Oye, oye —me interrumpe.
—Bueno —concedo y sonrío; pienso un poco—, como un cerdo, no: como un rey, como un pachá, como un emperador o como un almirante de la mar océana.
—Ese último me ha gustado —me vuelve a interrumpir. Yo asiento y hago una pausa.
—Pues terminas de comer como un almirante de la mar océana, y en ese estado de satisfacción y plenitud llega la cuenta con las dos galletitas de la suerte, una para ti y otra para mí. Coges una, la abres y la lees. Si te gusta, haces observaciones sobre lo agudo que es el escritor, o bien te ilusionas con lo que está por venir, o haces un chascarrillo porque el texto de la galletita tiene un doble sentido que viene muy al caso con una circunstancia del trabajo, de la familia o del barrio. Hasta puede que la guardes unos días en el bolsillo de la chaqueta, o que la claves en el panel de la oficina con una chincheta para que, de tanto verla, se te quede para siempre en la memoria.
Hago otra pausa. Miro a Valentín y me doy cuenta de que no solo sigue la explicación sino que la está disfrutando: ya no hay nervios y sonríe. Todo lo que digo son cosas que le he visto hacer cuando venimos al restaurante chino. Estoy preparando el terreno y ahora viene lo peor, lo que le borrará otra vez la sonrisa de la cara.
—Pero si no te gusta, como la de hoy, ¡ah, si no te gusta la arrugas, la tiras y dices bah! Pues no, Valentín, la suerte es la suerte, y puede ser buena o puede ser mala. Y la suerte no es que te toque frasecita buena o frasecita mala, no. La suerte es lo que va dentro de la galletita, sea favorable o sea desfavorable, te agrade o te desagrade, te entretenga o te aburra. O la digieres, o estás faltando a tu dignidad de comensal.
Se pasa Valentín los dos minutos siguientes haciendo muecas, iniciando reproches que no termina, alzándose de hombros y manoteando al aire (en una de esas casi vuelca uno de los tazones de sopa que van y vienen sin cesar en las hábiles manos de los camareros de este diminuto restaurante). Al final, vencido y humillado, se agacha y recoge el papel arrugado que había quedado junto al pie de la mesa. Lo despliega con desgana y lo aplasta con los dos pulgares sobre la mesa. Hace una mueca grotesca y afecta la voz para leer en voz alta: "Te toca hacer una pequeña donación. Es justo y necesario". Y añade, de su propia cosecha: "tócate las narices".
De camino a la oficina va enumerando las posibilidades: que si esta ONG que me han dicho que no estafa, que si una orden religiosa que mi tía siempre dice que andan con el agua al cuello, que si fulanitos sin fronteras. Yo divago también, pero no con las instituciones que reciben donaciones, sino con la mente de Valentín. Es tan crédulo, o quizá tan pusilánime (o peor aún, las dos cosas), que dentro de un par de horas, cuando me decida a explicarle que todo eso de la dignidad del comensal de restaurante chino es una patraña que me he inventado para pasar el rato y no hablar del trabajo, ya habrá hecho la donación.
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