lunes, 2 de noviembre de 2009

La vieja

La vieja le acaba de pedir algo al hombre que va unos veinte metros delante de mí. Lo ha increpado en voz alta, con descaro, poniéndose en su camino, pero él ha seguido caminando y apenas si se ha desviado unos centímetros, sin inmutarse. Ella ha soltado la presa con rapidez y se ha vuelto hacia mí. Ahora la tengo enfrente: si sigo andando, me chocaré con ella. Me empieza a hablar en la distancia, y aunque el ruido de la ciudad no me deja oír, entiendo que me pide algo para comer, dame algo, dame unos dólares, dice. Yo, como el otro hombre, sigo andando, pero sí me inmuto.

Tendrá setenta y muchos años. Está encorvada, sucia y enfadada. Mira a los ojos y habla a gritos. Me recuerda a mi abuela. Dame algo, dame diez dólares, dice, y a mí me da la risa. ¿Diez dólares? Me detengo y la miro de frente también. Ella, sin asomo de malicia, pero con cara de muy mala leche, me sostiene la mirada y asiente: sí, diez dólares, ¿no tienes diez dólares? Me pone una mano en el brazo izquierdo. Estoy a punto de decirle que no los tengo, pero me retracto y contesto que sí, que tengo diez dólares, pero que no son para ella. Entonces sube todavía más la voz y me pregunta por qué, por qué no le puedo dar diez dólares, y sigue lanzándome frases, diciendo dame diez dólares, algo tendré que comer, ¿no? Yo no salgo de mi asombro, pero de repente me doy cuenta de que me está sujetando el brazo con mucha fuerza. Me sobresalto, miro alrededor por si acaso tiene algún ayudante y no me he dado cuenta. No veo a nadie sospechoso. Ella me pregunta qué me pasa, es que ella me da asco o me da miedo o qué me pasa, por qué no le doy los diez dólares. Un poco aturdido ya por la insistencia (el portero del edificio de al lado nos está mirando), meto la mano al bolsillo. Ella se calla de inmediato mientras yo hablo por hablar, diciendo vamos a ver qué tenemos por aquí. Está claro que en la billetera hay más de diez dólares, pero no le voy a dar tanto, desde luego. Ella mira y dice sí tienes diez dólares, ¿ves?, dámelos. Yo la miro a los ojos y le repito que no le voy a dar diez dólares, a lo cual ella pone cara de genuina angustia y vuelve a preguntarme por qué no quiero darle diez dólares, qué va a hacer, qué va a comer si no se los doy. Saco dos billetes de a dólar y se los tiendo. Aquí hay dos dólares, ¿los quieres? Ella me suelta el brazo pero se queda inmóvil, con los ojos clavados en mi cara, como ponderando. No ha mirado los billetes.

Dame diez dólares, dice por última vez. Ahí van sus últimas tropas, avanzando en un campo de batalla que ya está decidido, abandonada ya toda esperanza de vencer si no es gracias a un milagro o a un error del enemigo. Yo reafirmo mis defensas, aguanto el envite y digo sencillamente que no. Entonces una mano muy lenta recoge los dos dólares mientras los ojos se quedan donde están. Los noto ahí, en plena cara, y los noto cuando me doy la vuelta y echo a andar calle abajo. Los noto cuando entro en el metro, ya muy lejos de ella. Los noto al llegar a casa. Los noto ahora, tres días después de no haberle dado lo que me pedía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario