Cierta mañana de junio, en pleno invierno, Carlos No Más estaba en los corrales de una estancia cerca de Ushuaia. Revisaba el Piper antes de regresar al norte y esperaba a que los gauchos de la estancia terminaran de asar un cordero. De pronto apareció un Land Rover del que bajaron cuatro desconocidos.
--¿Quién es el piloto del Piper? --preguntó uno.
--Yo. ¿Qué pasa?
--Tiene que hacernos un servicio. Se le pagará lo que pida --dijo el hombre.
--Lo que pida. El dinero no es problema --indicó otro.
--Cálmense. ¿De qué se trata?
--Ha muerto don Nicanor Estrada, el dueño de la estancia San Benito. Yo soy el capataz --informó el que llevaba la voz cantante.
--Mi sentido pésame. ¿Y qué tiene que ver conmigo?
--Que tiene que llevarlo hasta Comodoro Rivadavia. Allá lo está esperando la familia con el velorio listo. Don Nicanor debe ser sepultado en el panteón familiar.
Aquellos tipos no sabían de qué hablaban. La estancia San Benito está en Río Grande, y Comodoro Rivadavia a unos ochocientos kilómetros de distancia, siempre que se volara en línea recta.
--Lo siento. Mi aparato no tiene suficiente autonomía. Tengo combustible justo para volar hasta Punta Arenas --se disculpó Carlos No Más.
--Lo va a llevar. ¿No oyó de quién se trata? --precisó el capataz.
--No. No pienso llevarlo. Y para que nos entendamos, yo decido cuándo y adónde vuelo, y también quiénes serán mis pasajeros.
--No lo entiende. Si usted se niega a llevar a don Nicanor Estrada, no vuelve a volar ni en la Patagonia, ni en la Tierra del Fuego ni en ninguna maldita parte del mundo.
El capataz aún no había terminado de hablar cuando ya sus acompañantes se levantaban los ponchos para enseñar sus escopetas de cañones recortados.
A veces conviene hacer excepciones. Eso pensó Carlos No Más volando rumbo a la estancia San Benito con un matón por copiloto.
Don Nicanor Estrada le esperaba azul, congelado, en la capilla ardiente que habían montado en el frigorífico de la estancia. Cientos de corderos desollados acompañaban al amo. Algunos gauchos y peones tomaban mate y fumaban mirando con temor al cadáver.
--Es enorme --comentó al verlo.
--Como todos los Estrada. Un metro noventa y ocho --dijo el capataz.
--No entra. Semejante paquete no entra en el Piper --alegó Carlos No Más.
--Más respeto con don Nicanor. Entra --insistió el capataz.
--Escuchen: comprendo que deben hacer todo lo posible por mandar el fiambre a Comodoro Rivadavia. Pero deben comprender que es imposible. Ese avión es un Piper, un cuatriplaza. La cabina, desde el panel de instrumentos hasta el ángulo trasero, mide un metro setenta. No entra ni en diagonal.
--La idea es que lo lleve recostado, o sentado. Así, entra.
--Tampoco. El asiento posterior mide noventa centímetros de ancho. No entra recostad, y en cuanto a sentarlo, ¿cuánto hace que lleva muerto?
--Cuatro días. ¿Por qué?
--¡Cuatro días! Está más tieso que un tronco, por la congelación y por algo que se llama rigor mortis. Van a tener que partirle el espinazo y no creo que eso le agrade a la familia.
--Mierda, es cierto --asintió el capataz.
El muerto, además de enorme, era muy robusto. Debía de pesar sus buenos ciento veinte kilos sin ropa, y allí, tendido con todos sus atuendos, espuelas de plata, botas de acordeón, chiripa, cinturón de suela y plata, facón y poncho, debía de superar los ciento cincuenta kilos.
--Oiga, ¿puede desmontar una parte del techo? --consultó el capataz.
--Todo el techo. Pero entonces me congelo.
--Sólo una parte. Suficiente para que entre el cuerpo. Puede volar a baja altura.
--Está loco. ¿Pretende que lo lleve parado?
--¡De cualquier manera lo vas a llevar, hijo de puta! --chilló el capataz aplastándole la nariz con el cañón de un treinta y ocho.
Lo llevó. Luego de quitar la portezuela del copiloto y atar al muerto a un tablón, lo metieron en el Piper. Lo metieron por los pies, que sujetaron firmemente a la base del asiento posterior. El muerto descansaba la cintura en el respaldo del asiento del copiloto y parte del tronco, los hombros y la cabeza, quedaron al aire. Como lo pusieron boca arriba, parecía ir mirando el ala derecha. Para culminar la faena le cubrieron la cabeza con una bolsa de plástico en la que se leía "San Benito. Las mejores carnes".
Antes de despegar, Carlos No Más pensó que no era mal negocio eso de la funeraria aérea. El capataz le entregó un cheque por cincuenta mil pesos chilenos, y en Comodoro Rivadavia le esperaba la otra mitad.
Miró la aguja del combustible: Full. Los peones de la estancia habían conseguido el combustible necesario para la primera etapa del vuelo hasta Río Gallegos. Trescientos cincuenta kilómetros volando a baja altura, arropado como un esquimal y con un pasajero con medio cuerpo fuera.
Despegó a las dos de la tarde. Por fortuna el tiempo se mostraba bueno, aunque los fuertes vientos del Atlántico movían el Piper como una coctelera. A los tres cuartos de hora de vuelo divisó el cabo Espíritu Santo y atravesó el estrecho de Magallanes. Cantaba a todo pulmón. Agotó el repertorio de tangos, cumbias, boleros, siguió con la canción nacional y los casi olvidados himnos escolares. Tenía que cantar a todo pulmón para mantener el cuerpo caliente.
A las cinco de la tarde ya era de noche y apenas distinguía la espuma de la costa atlántica. Al pedir autorización para aterrizar en la pista de Río Gallegos le preguntaron si llevaba carga que declarar.
--No llevo carga. Llevo un muerto. Over.
--¿Trae el certificado médico que indique la causa del deceso? Over.
--No. Nadie me habló de eso. Over.
--Entonces, vuelva a buscarlo. Over.
--El fiambre se llama Nicanor Estrada. Over.
Poderoso caballero don Nicanor, influyente hasta después de muerto. En la pista le esperaba un cura, que casi sufre un infarto al ver la incomodidad en la que viajaba el pasajero.
--Hay que bajarlo. ¡Por Dios! Hay que bajarlo y llevarlo enseguida a la catedral --clamó el cura.
--Ni lo piense. Se queda aquí. Al aire libre --indicó Carlos No Más.
--¿Qué clase de alimaña es usted? ¡Se trata de don Nicanor Estrada! --bramó el cura.
--Si lo lleva a la iglesia se va a descongelar y empezará a pudrirse. Supongo que la familia quiere recibir incorrupto a don Nicanor.
Tras ser excomulgado, Carlos No Más convenció al cura para que negociara: misa, sí, pero allí, con el muerto en el avión. De tal manera que a don Nicanor Estrada le ofrecieron un servicio religioso en la pista, a diez grados bajo cero.
Aquella noche Carlos No Más durmió a pierna suelta y cubierto con las mantas de tres camas en una pensión cercana a la pista. Al día siguiente, a las seis de la mañana, se metió un litro de café en el cuerpo, cargó dos termos del ardiente brebaje y, con las primeras luces, despegó, iniciando así la segunda etapa del vuelo hasta Río Chico, que volaría sobre el Atlántico y la bahía Grande hasta ver el faro del cabo San Francisco de Paula, que le señalaría la entrada al continente. Fueron unos doscientos kilómetros de vuelo apacible, porque la necesidad de calentarse llevó hasta su memoria varias canciones de Moustaki que aulló a todo pulmón entre bolero y bolero.
A las diez de la mañana, y tras repostar en Río Chico, inició la tercera etapa del tour funerario hasta Las Martinetas, un pueblo a otros doscientos kilómetros, bastante alejado de la costa. Voló siguiendo la línea de la carretera que conduce a Comodoro Rivadavia. Abajo pasaban rauda la pampa, los rebaños de ovejas, los grupos de ñandúes que desde la altura se veían como pollos grotescos con el culo al aire. Los ñandúes huían espantados por el ruido del Piper.
A las dos de la tarde, Carlos No Más y don Nicanor Estrada empezaron la última etapa del viaje. Doscientos kilómetros más y ya llegarían a Comodoro Rivadavia. No había una nube en el cielo, el sol se reflejaba en la congelada capucha del muerto y Carlos No Más seguía cantando, ya medio afónico, jurándose que lo primero que haría al regresar a Chile sería tomar clases de canto.
Al solicitar permiso de pista en Comodoro Rivadavia le preguntaron por qué volaba a tan baja altura. El radar de la Fuerza Aérea argentina apenas lo había detectado.
--Es que llevo a un muerto. Un muerto ilustre. Over.
--¿Quién diablos es usted? Over.
--Aerofunerarias Australes. Over --respondió Carlos No Más con el patético resto de voz que le quedaba.
En la pista, los familiares y las autoridades del lugar lo recibieron con desmayos, insultos, amenazas, que luego de sus explicaciones se transformaron en huecas frases de disculpas. A la espera del segundo cheque, Carlos No Más se vio obligado a sumarse al cortejo fúnebre.
En el cementerio le esperaba una sorpresa. Tras una misa solemne, el cortejo se dirigió al panteón familiar, una suerte de palacete de mármol blanco. Después de sacar al muerto del cajón con la ayuda de una grúa, lo alzaron sosteniéndolo por los sobacos, le cubrieron la cabeza con un sombrero gaucho y finalmente lo bajaron hasta una fosa enorme. Carlos No Más se asomó al borde. Abajo había un caballo embalsamado. A don Nicanor Estrada lo enterraron montado en su caballo.
--Y luego, ¿qué? --le pregunto mientras el temporal arrecia.
--Cobré, me despedí de los deudos y volví. Atiza el fuego. Voy a buscar un pedazo de carne para tirar a las brasas --dice Carlos No Más alejándose con pereza.
Es mi mejor y el más antiguo de mis amigos. Muchas veces, alejado del sur del mundo, pienso en él y tiemblo ante la idea de que algo terrible le haya ocurrido. Y ahora también tiemblo ante las abolladuras del fuselaje del Piper.
Carlos No Más regresa con un costillar de cordero.
--¿Qué vas a hacer, Carlitos?
--Un asado.
--No. Me refiero a más tarde. Mañana. Qué sé yo.
--Volar. Apenas mejore el tiempo te llevaré a dar una vuelta por el golfo Elefantes. Viniste a ver ballenas. Pues verás ballenas --dice Carlos No Más, mientras tira palitos de romero sobre la carne, observando con ojos infantiles, a ratos el fuego, a ratos a mí y a ratos el avión, que, como un compañero más, también disfruta del calorcillo del hangar, a salvo de la lluvia que cae y cae sobre la Patagonia.
Patagonia Express, Luis Sepúlveda
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