Según las estadísticas, la inmensa mayoría de la población de este planeta sabe que soy admirador incondicional de J. M. Coetzee. Prueba de ello es que hace unos días me regalaron su último libro, titulado Summertime. Lo tenía ya reservado en la biblioteca, pero así es la vida, nunca sabe uno cuándo se van a salir de madre los acontecimientos.
Estoy por leerlo una segunda vez, por muchas razones, en su mayoría subjetivas. La que más interesará a mis conspicuos seguidores es que este libro es algo original y nunca visto, pues es a la vez la continuación (truncada) de sus memorias y la culminación de un ejercicio literario de ficción que Coetzee lleva pergeñando toda la vida.
Boyhood y Youth son los dos libros de memorias que tiene publicados desde hace años. Los críticos ya habían señalado que Coetzee tenía cierta tendencia a aderezar los hechos demostrables con elementos de su propia cosecha, no tan demostrables, y tenían la sospecha de que en algunos pasajes inventaba cosas o hacía transposiciones espaciotemporales.
Por otra parte, varias de sus novelas son ejercicios de personificación, es decir, relatos en los que uno o más personajes se confunden con el narrador, con el escritor que los crea o con el mismo autor del libro. Esto se puede ver en Foe, donde el creador es un remedo de Daniel DeFoe y el personaje principal es un personaje fallido de su novela Robinson Crusoe; en Elizabeth Costello, donde Coetzee pone en boca de una profesora universitaria sus propias ideas sobre varios asuntos literarios y existenciales, mezclándolos con tesis ajenas, y en Slow man, donde esa misma señora Costello, más identificable como alter ego de Coetzee, interviene en la novela para interpelar a su propio personaje y pedirle que haga algo interesante.
El resultado lógico de combinar esos dos ejercicios, a saber, las biografías creativas y la literatura con intruso real, es este Summertime que está volviendo locos a los críticos porque no saben si clasificarlo como ficción, ficción realista o no ficción, y porque tritura la tradicional separación entre esos tipos de literatura. Se lee por ahí que es un libro raro, incluso que es un libro obsceno porque muestra con demasiada claridad ciertas facetas íntimas del autor y de sus parejas. Se dice también que carece de la fuerza y de la intensidad de sus libros anteriores. Se dice que no merece el premio Man Booker que ha recibido.
Sobre el merecimiento o no, me remito a mi colega Samuel Fontana (no pongo link porque su blog ya no está donde estaba), quien siempre decía que «los jurados literarios siempre se equivocan; lo bueno es cuando se equivocan a favor de uno».
Sobre la obscenidad, debo decir que el nivel de detalle de este libro es muy inferior al de cualquier otra novela contemporánea en el que se describa el acto sexual. Lo que resulta violento para esos lectores es imaginarse al escritor, y no al personaje, haciendo y diciendo lo que ven en el texto. Sin embargo, desde la primera página está claro que el protagonista del libro no es el escritor en sí, sino el escritor personaje, y que Coetzee no hace más que culminar su ejercicio literario de integrarse, como uno más, en su propia ficción. La diferencia, claro está, es que ese personaje lo conoce mejor que cualquier otro, con un lujo de detalles imposible de alcanzar en uno inventado. Eso también puede resultar obsceno a quien no entienda el juego creativo-copiativo.
En cuanto a lo de que el libro carece de la fuerza y la intensidad de sus obras anteriores, en mi opinión Coetzee tiene pocas novelas recientes en las que se pueda hablar de fuerza e intensidad. Si uno lee Waiting for the barbarians, por ejemplo, los únicos pasajes con tensión narrativa son aquellos en los que está a punto de pasar algo. Cuando las cosas pasan (se tortura a alguien, se libra una batalla, se lleva a cabo una expedición), la tensión narrativa cae, muere, y es reemplazada por las disquisiciones de tipo filosófico. En Age of iron, Life and times of Michael K y Disgrace también se puede ver esa intensidad. Todas ellas se publicaron hace diez años o más. En todo lo nuevo (o sea, en Elizabeth Costello, Slow man y Diary of a bad year), la fuerza y la intensidad se ausentan, se marchan, se alejan para dejar paso a la profundidad del pensamiento, al juego intelectual.
Yo creo que Summertime es, en efecto, un juego intelectual. La mayoría de quienes tenemos la afición de escribir sabemos que las ideas y las historias que nos rondan por la cabeza pueden ir tomando cuerpo y hacerse muy reales, muy presentes en nuestra vida cotidiana. La coexistencia de esos elementos ficticios con los reales es fuente habitual de problemas: pregúntese a cualquiera que esté corrigiendo una novela o a punto de terminarla. Summertime indulta a la parte ficticia, le da rienda suelta. El escritor decide no discriminar, no separar los hechos de las fantasías, acabar con los compartimentos estancos que le obligan, a una edad ya avanzada, a esforzarse por discernir si los momentos que la memoria le van trayendo a la mente sucedieron de verdad o son fruto de su profusa imaginación. Quizá resulte obvio comparar esa liberación con la situación de su país natal, Sudáfrica, y con el sentimiento, tantas veces expresado por Coetzee, de pertenecer a una minoría que siempre estuvo fuera de lugar. Quizá.
Me gusta Coetzee por muchas razones. He leído toda su obra porque me encuentro muy cómodo con sus razonamientos y porque su lenguaje cuidado, esmerado, me resulta tan fácil de seguir que incluso disfruto releyendo capítulos enteros, analizando la estructura, la selección de palabras, la puntuación. Si uno conoce sus novelas, este último libro es un gran placer, un desahogo. Un gran juego, pero no en el sentido policial-nacional de Kipling, sino en el sentido libertario-personal de Cortázar.
miércoles, 24 de marzo de 2010
viernes, 12 de marzo de 2010
Alguien
No sé cómo se llama. Es un caso de prognatismo mandibular tan exagerado, y tan degenerado por la edad, que ya no puede sino balbucir algunas cosas. He visto a dos personas que intentaban comunicarse con él, sin éxito. Su problema físico es tan evidente que más que un ser humano, es un conjunto de dientes asomados al borde de una mandíbula. Detrás hay una persona, sí, pero lo que vemos todos cuando bajamos al andén del metro y pasamos la mirada por el hueco en el que vive es eso: un conjunto de dientes saltones. No hay más que observar las caras de los niños: ¿es miedo, es pena, es extrañeza lo que sienten cuando se lo encuentran cara a cara? Con toda seguridad es una mezcolanza de todo eso, un fiel reflejo de lo que también sentimos los adultos, aunque nosotros retiremos la mirada de inmediato. Los niños la mantienen, cosa que a este hombre sin nombre no le gusta nada. Él también rehuye las miradas intensas.
Durante la mayor parte del día uno no ve en ese hueco más que un montón de mantas raídas arrumbado al fondo de la estación más concurrida de la ciudad. De vez en cuando, el hombre que hay debajo de esas mantas se despereza para recoger lo que la gente ha ido dejando caer en la gaveta de cartón que usa para pedir: un plátano, una manzana, unas galletas, varias monedas. Verlo comer es un espectáculo lamentable porque no puede masticar y se vale de métodos repugnantes para ir pasando la comida. Por otra parte, a juzgar por el aspecto de las manos y los pies, debe de tener una buena cantidad de infecciones por todo el cuerpo.
Hace un par de semanas, cuando llegué a su parte del andén vi que estaba fumando un cigarrillo. Lo sujetaba con unos torpes dedos llenos de manchas y costras, se lo acercaba a la comisura derecha y aspiraba con dificultad. Luego iba dejando salir el aire con una lentitud extrema, tanto por la boca como por la nariz, como si se estuviera quemando por dentro.
Durante todo el proceso, el mendigo miraba atento a su alrededor, como si vigilara, y por muy buenas razones. Fumar en un sitio público en la ciudad de Nueva York es mucho más obsceno que bajarse los pantalones y hacer la ola con los genitales al aire, y él lo estaba haciendo en un andén repleto de público. Si bien es cierto que el tufo a humanidad que desprende este hombre siempre genera un pequeño espacio de seguridad entre el banco que ocupa y la gente que espera a que llegue el tren, ese día lo que se había formado era un vacío de dimensiones bíblicas. En realidad no era tanto, pero en un lugar tan claustrofóbico y saturado como aquella estación, tres o cuatro metros resultaban más anchos y expansivos que la Castilla vieja. Yo me aproveché: el espacio estába ahí, y el humo del cigarrillo no solo no me molestaba sino que mitigaba, en parte, el olor humano. Así que me senté en el banco, a su lado. Él no se volvió, no me miró, no hizo nada más que seguir a lo suyo. La gente sí nos miraba, y mucho.
Por fin un joven trajeado de aspecto inquieto se acercó al hombre sacudiendo las muñecas. «Está prohibido fumar aquí, ¿sabe?», le espetó. «Está prohibido. Prohibido. Está usted molestando a toda esta gente», dijo, y señaló varias veces a las personas que estaban a su alrededor. El mendigo, que no había reaccionado hasta ese momento, movió un poco la cabeza y lo miró de frente. El joven, de pie enfrente de él, cambiaba el peso de un pie al otro y repetía un gesto con la mano que parecía preguntar si su admonición iba a tener consecuencias o no. Pasaron no más de diez segundos con gran expectación, y entonces se oyó el providencial estruendo del tren exprés. El gentío se rebulló y perdió repentinamente el interés en la escena. El joven soltó un bufido y se volvió hacia las puertas del vagón, que ya se abrían. El mendigo, impertérrito, se acercó el cigarrillo a la comisura y aspiró una vez más mientras las dos mareas humanas se cruzaban y se perdían.
Yo me quedé sentado, esperando a que llegara el tren siguiente. Hoy traigo la idea de dejar una cajetilla de tabaco rubio y unas cerillas en la gaveta de cartón.
Durante la mayor parte del día uno no ve en ese hueco más que un montón de mantas raídas arrumbado al fondo de la estación más concurrida de la ciudad. De vez en cuando, el hombre que hay debajo de esas mantas se despereza para recoger lo que la gente ha ido dejando caer en la gaveta de cartón que usa para pedir: un plátano, una manzana, unas galletas, varias monedas. Verlo comer es un espectáculo lamentable porque no puede masticar y se vale de métodos repugnantes para ir pasando la comida. Por otra parte, a juzgar por el aspecto de las manos y los pies, debe de tener una buena cantidad de infecciones por todo el cuerpo.
Hace un par de semanas, cuando llegué a su parte del andén vi que estaba fumando un cigarrillo. Lo sujetaba con unos torpes dedos llenos de manchas y costras, se lo acercaba a la comisura derecha y aspiraba con dificultad. Luego iba dejando salir el aire con una lentitud extrema, tanto por la boca como por la nariz, como si se estuviera quemando por dentro.
Durante todo el proceso, el mendigo miraba atento a su alrededor, como si vigilara, y por muy buenas razones. Fumar en un sitio público en la ciudad de Nueva York es mucho más obsceno que bajarse los pantalones y hacer la ola con los genitales al aire, y él lo estaba haciendo en un andén repleto de público. Si bien es cierto que el tufo a humanidad que desprende este hombre siempre genera un pequeño espacio de seguridad entre el banco que ocupa y la gente que espera a que llegue el tren, ese día lo que se había formado era un vacío de dimensiones bíblicas. En realidad no era tanto, pero en un lugar tan claustrofóbico y saturado como aquella estación, tres o cuatro metros resultaban más anchos y expansivos que la Castilla vieja. Yo me aproveché: el espacio estába ahí, y el humo del cigarrillo no solo no me molestaba sino que mitigaba, en parte, el olor humano. Así que me senté en el banco, a su lado. Él no se volvió, no me miró, no hizo nada más que seguir a lo suyo. La gente sí nos miraba, y mucho.
Por fin un joven trajeado de aspecto inquieto se acercó al hombre sacudiendo las muñecas. «Está prohibido fumar aquí, ¿sabe?», le espetó. «Está prohibido. Prohibido. Está usted molestando a toda esta gente», dijo, y señaló varias veces a las personas que estaban a su alrededor. El mendigo, que no había reaccionado hasta ese momento, movió un poco la cabeza y lo miró de frente. El joven, de pie enfrente de él, cambiaba el peso de un pie al otro y repetía un gesto con la mano que parecía preguntar si su admonición iba a tener consecuencias o no. Pasaron no más de diez segundos con gran expectación, y entonces se oyó el providencial estruendo del tren exprés. El gentío se rebulló y perdió repentinamente el interés en la escena. El joven soltó un bufido y se volvió hacia las puertas del vagón, que ya se abrían. El mendigo, impertérrito, se acercó el cigarrillo a la comisura y aspiró una vez más mientras las dos mareas humanas se cruzaban y se perdían.
Yo me quedé sentado, esperando a que llegara el tren siguiente. Hoy traigo la idea de dejar una cajetilla de tabaco rubio y unas cerillas en la gaveta de cartón.
viernes, 5 de marzo de 2010
La insurrección que viene
«Como intento de solución, la presión para garantizar que no pase nada, acompañada por la vigilancia policial del territorio, no va a hacer sino aumentar. El avión de reconocimiento sin piloto que, como confirmó la propia policía, sobrevoló Seine-Saint-Denis el pasado 14 de julio esboza una imagen del futuro mucho más explícita que todas esas vaguedades humanísticas. El hecho de que se tomaran tantas molestias en asegurarnos que el avión iba desarmado nos indica con claridad hacia dónde nos dirigimos. El territorio se dividirá en zonas aún más estancas. Las autopistas que se construyen bordeando los “barrios problemáticos” forman barreras invisibles que separan de forma efectiva esas zonas de las de la clase media. Piensen lo que piensen los defensores de la República [francesa], la gestión de los barrios “por la comunidad” es, notoriamente, la más eficaz. Las secciones netamente metropolitanas de la ciudad, los centros urbanos, se entregarán a la deconstrucción de su vida suntuosa en un proceso cada vez más retorcido, cada vez más sofisticado, cada vez con más relumbre. Iluminarán todo el planeta con sus brillantes luces de burdel mientras las patrullas de las brigadas contra el crimen y las compañías de seguridad privadas (es decir, las milicias) se multiplican hasta el infinito aprovechando una protección judicial cada vez más descarada.»
L'insurrection qui vient, Tarnac 9
(La traducción es mía. Traducción al inglés, aquí)
L'insurrection qui vient, Tarnac 9
(La traducción es mía. Traducción al inglés, aquí)
Galletitas con exégesis
Tres mensajes de galletitas chinas de la suerte hallados de manera fortuita en un bolsillo, sin indicación de fecha o procedencia:
1.- La mejor forma de encontrarte a ti mismo es perderte en el servicio a los demás.
2.- Evita los malentendidos con calma, aplomo y equilibrio.
3.- Dentro de poco recibirás elogios de una persona a la que respetas.
Exégesis
1. La mejor forma de encontrarte a ti mismo es perderte en el servicio a los demás. Como buen occidental católico que soy, tengo bien atornillada en la cabeza (casi diría remachada, porque no veo posibilidad alguna de sacármela sin hacer algún destrozo permanente) esa curiosa idea de que los demás siempre necesitan de uno. Ahora bien, a mi edad los remaches ya tienen cierta holgura y no me impiden distanciarme del enunciado para plantear una serie de cuestiones al respecto. Para empezar, hay que decir que la galletita también debía de ser católica y occidental, porque no determina quiénes son los demás ni qué tipo de servicios se les debe ofrecer a fin de encontrarse a uno mismo. Entre las muchas interpretaciones que se me ocurren está la de convertirse en esclavo espontáneo de por vida (y disfrutarlo), pero claro, no van por ahí los tiros. Los tiros van, por ejemplo, por esos momentos en los que te ponen delante de las narices una foto de los campamentos de refugiados del norte de Mogadiscio, esas chozas hechas de pasta de papel, bolsas de basura, cajas de azulejos y materiales por el estilo entre las que pasean sin rumbo miles de personas pobres como las ratas, hasta donde alcanza la vista. Entonces uno se siente mal. Entonces uno quiere perderse en el servicio a los demás. Ir allí, repartir raciones a las ratas, hacerle carantoñas al niñito desnutrido que visita el hospital de campaña, explicar con acento grave a su madre, por medio del intérprete, que la vida del bebé corre peligro y necesita tomar todos los días su ración de subsistencia. Ahí, entre la mierda y la miseria, a cinco centímetros escasos del no ser, de la putrefacción eterna, nos encontraremos a nosotros mismos. Garantizado. Problema: esos "demás" están en el culo del mundo, y convertirse en cooperante-voluntario de una ONG que tenga operaciones precisamente en el norte de Mogadiscio puede resultar un pelín complejo y modificar una parte sustancial de nuestro estilo de vida. Entonces uno va al supermercado de costumbre y, quizá, le da una moneda al pobre de la puerta, que también es "los demás": una rata también, pero una rata conocida, local, asequible. Lo único es que con ese pobre puede ocurrir que nos encontremos a nosotros mismos, pero puede que no, porque no estamos lo que se dice perdiéndonos en el servicio. De hecho, no podemos hacer eso. Aunque cometamos el desatino de decirle al pobre que venga a casa, se pegue una ducha, se ponga nuestra ropa, coma en nuestra mesa y se acueste en nuestra cama, no estaríamos perdiéndonos en el servicio a los otros. Estaríamos cometiendo un desatino, como ya he dicho, y desconcertando al pobre hasta el punto de resultar sospechosos. Lo más probable, pues, es que no nos encontremos a nosotros mismos. Todo esto, según la galletita, claro. La cosa se complica porque, si no queremos salir de nuestro entorno inmediato, el concepto de los otros tiene unas restricciones de aquí te espero. Por ejemplo, el tío gordo, feo, sudoroso y mal peinado que nos ha tocado en suerte al lado en el metro no es "los demás". No puede ser: no tiene ni un solo rasgo de "los demás". No es pobre como las ratas, tiene sus necesidades inmediatas cubiertas (por una doble capa de grasa y sudor) y además nos resulta desagradable. Por lo tanto, no entra en el subconjunto de sujetos posibles de nuestra solidaridad, o caridad, o como se le quiera llamar, y no se le da servicio. Después de todo, ¿quién quiere perderse en el servicio a un tío gordo, feo, sudoroso y mal peinado? La señora elegante que pasa en su coche de lujo cargada de joyas no es "los demás". Es posible que uno sienta la compulsión, sobre todo si es atractiva, sobre todo si es famosa, sobre todo si es rica y está dispuesta a retribuirnos en efectivo o en especie, de perderse dándole servicio, pero lo más probable es que ella no nos lo permita, por lo que tampoco entra en el subconjunto. Luego están la familia y los amigos, pero nadie piensa que la familia y los amigos son "los otros". De hecho, es muy habitual que haya gente dedicada en cuerpo y alma a dar servicio a su familia (sobre todo mujeres que dedican su vida entera a eso) y casi nadie considera ni que estén dando servicio, ni que se estén encontrando a sí mismas. Esas personas, auténticas expertas en perderse sirviendo a los demás y no emitir apenas una puñetera queja, no suelen andar por ahí buscándose a sí mismas: tienen demasiadas cosas que hacer y no tienen tiempo para semejantes fruslerías. Son las auténticas heroínas de las sociedades occidentales, pero a pesar de los siglos que van pasando, parece que nadie se entera. Para concluir esta diatriba sin sentido, he de decir que este primer mensaje me parece una engañifa clasista y socialmente estéril. Propongo la siguiente enmienda: «la mejor manera de encontrarse a uno mismo es analizar con detalle las relaciones que lo vinculan con los demás». Por ahí, creo yo, tendríamos más tela que cortar.
2. Evita los malentendidos con calma, aplomo y equilibrio. Este mensaje también da por sentado algo que, para mí, no es obvio: que evitar los malentendidos es algo positivo y deseable. Cualquiera que haya llamado al servicio de atención al cliente de una empresa grande sabe de sobra que para esas empresas la evitación de malentendidos no es una prioridad, ni mucho menos. Eso, por no hablar de la administración pública o cualquier instancia de gobierno. Ahí los malentendidos son material de primera calidad para obtener beneficios de todo tipo, desde reducciones de la jornada laboral efectiva hasta ascensos y nombramientos. De hecho, la experiencia me dice que cuando uno lidia con funcionarios o empleados de grandes empresas (los que dan servicio al público), una de las mejores formas de evitar los malentendidos es perder la calma, el aplomo y el equilibrio y soltar cuatro frescas. Digamos, por ejemplo, que tenemos que lidiar con una conversación frontón. La conversación frontón es aquella en la que el funcionario comunica al cliente un problema, ante el cual el cliente pide más datos, pregunta por las opciones posibles u ofrece soluciones, a lo que el funcionario responde comunicando una vez más, y en idénticos términos, el mismo problema. La conversación frontón es nociva para el cliente porque corroe a gran velocidad su autoestima. Sabemos que el malentendido se va a producir, si no se ha producido ya, y que las cosas van a torcerse. Sabemos que, de no cambiar el rumbo de la conversación, vamos a salir de esa oficina cargando con un problema que no es nuestro, un problema nuevo que el tío que tenemos delante acaba de fabricar con toda la calma, el aplomo y el equilibrio que dan los quinquenios de funcionariado. La salida pasa por exigir al pollo, o a la gallina, que describa el problema con otras palabras (esto los desarma por completo) o alzar la voz, gesticular de forma significativa y decir «quiero hablar con su supervisor». Que mantengamos la calma, el aplomo y el equilibrio es irrelevante siempre que tengamos en mente el objetivo básico: que el problema se lo tiene que comer él, y no nosotros, y que se lo tiene que comer antes de que termine la conversación, antes de que se quede libre para atender al siguiente. La enmienda propuesta para la galletita, pues, es la siguiente: «si eres capaz de evitar los malentendidos con calma, aplomo y equilibrio, no habrá funcionario que se te resista».
3. Dentro de poco recibirás elogios de una persona a la que respetas. Este mensaje es intrascendente y redundante. Este blog recibe una lluvia incesante de visitas, mensajes y elogios cada día (qué digo, cada hora, cada minuto). Como dicen mis vecinos, tell me something I don't know, galletita.
1.- La mejor forma de encontrarte a ti mismo es perderte en el servicio a los demás.
2.- Evita los malentendidos con calma, aplomo y equilibrio.
3.- Dentro de poco recibirás elogios de una persona a la que respetas.
Exégesis
1. La mejor forma de encontrarte a ti mismo es perderte en el servicio a los demás. Como buen occidental católico que soy, tengo bien atornillada en la cabeza (casi diría remachada, porque no veo posibilidad alguna de sacármela sin hacer algún destrozo permanente) esa curiosa idea de que los demás siempre necesitan de uno. Ahora bien, a mi edad los remaches ya tienen cierta holgura y no me impiden distanciarme del enunciado para plantear una serie de cuestiones al respecto. Para empezar, hay que decir que la galletita también debía de ser católica y occidental, porque no determina quiénes son los demás ni qué tipo de servicios se les debe ofrecer a fin de encontrarse a uno mismo. Entre las muchas interpretaciones que se me ocurren está la de convertirse en esclavo espontáneo de por vida (y disfrutarlo), pero claro, no van por ahí los tiros. Los tiros van, por ejemplo, por esos momentos en los que te ponen delante de las narices una foto de los campamentos de refugiados del norte de Mogadiscio, esas chozas hechas de pasta de papel, bolsas de basura, cajas de azulejos y materiales por el estilo entre las que pasean sin rumbo miles de personas pobres como las ratas, hasta donde alcanza la vista. Entonces uno se siente mal. Entonces uno quiere perderse en el servicio a los demás. Ir allí, repartir raciones a las ratas, hacerle carantoñas al niñito desnutrido que visita el hospital de campaña, explicar con acento grave a su madre, por medio del intérprete, que la vida del bebé corre peligro y necesita tomar todos los días su ración de subsistencia. Ahí, entre la mierda y la miseria, a cinco centímetros escasos del no ser, de la putrefacción eterna, nos encontraremos a nosotros mismos. Garantizado. Problema: esos "demás" están en el culo del mundo, y convertirse en cooperante-voluntario de una ONG que tenga operaciones precisamente en el norte de Mogadiscio puede resultar un pelín complejo y modificar una parte sustancial de nuestro estilo de vida. Entonces uno va al supermercado de costumbre y, quizá, le da una moneda al pobre de la puerta, que también es "los demás": una rata también, pero una rata conocida, local, asequible. Lo único es que con ese pobre puede ocurrir que nos encontremos a nosotros mismos, pero puede que no, porque no estamos lo que se dice perdiéndonos en el servicio. De hecho, no podemos hacer eso. Aunque cometamos el desatino de decirle al pobre que venga a casa, se pegue una ducha, se ponga nuestra ropa, coma en nuestra mesa y se acueste en nuestra cama, no estaríamos perdiéndonos en el servicio a los otros. Estaríamos cometiendo un desatino, como ya he dicho, y desconcertando al pobre hasta el punto de resultar sospechosos. Lo más probable, pues, es que no nos encontremos a nosotros mismos. Todo esto, según la galletita, claro. La cosa se complica porque, si no queremos salir de nuestro entorno inmediato, el concepto de los otros tiene unas restricciones de aquí te espero. Por ejemplo, el tío gordo, feo, sudoroso y mal peinado que nos ha tocado en suerte al lado en el metro no es "los demás". No puede ser: no tiene ni un solo rasgo de "los demás". No es pobre como las ratas, tiene sus necesidades inmediatas cubiertas (por una doble capa de grasa y sudor) y además nos resulta desagradable. Por lo tanto, no entra en el subconjunto de sujetos posibles de nuestra solidaridad, o caridad, o como se le quiera llamar, y no se le da servicio. Después de todo, ¿quién quiere perderse en el servicio a un tío gordo, feo, sudoroso y mal peinado? La señora elegante que pasa en su coche de lujo cargada de joyas no es "los demás". Es posible que uno sienta la compulsión, sobre todo si es atractiva, sobre todo si es famosa, sobre todo si es rica y está dispuesta a retribuirnos en efectivo o en especie, de perderse dándole servicio, pero lo más probable es que ella no nos lo permita, por lo que tampoco entra en el subconjunto. Luego están la familia y los amigos, pero nadie piensa que la familia y los amigos son "los otros". De hecho, es muy habitual que haya gente dedicada en cuerpo y alma a dar servicio a su familia (sobre todo mujeres que dedican su vida entera a eso) y casi nadie considera ni que estén dando servicio, ni que se estén encontrando a sí mismas. Esas personas, auténticas expertas en perderse sirviendo a los demás y no emitir apenas una puñetera queja, no suelen andar por ahí buscándose a sí mismas: tienen demasiadas cosas que hacer y no tienen tiempo para semejantes fruslerías. Son las auténticas heroínas de las sociedades occidentales, pero a pesar de los siglos que van pasando, parece que nadie se entera. Para concluir esta diatriba sin sentido, he de decir que este primer mensaje me parece una engañifa clasista y socialmente estéril. Propongo la siguiente enmienda: «la mejor manera de encontrarse a uno mismo es analizar con detalle las relaciones que lo vinculan con los demás». Por ahí, creo yo, tendríamos más tela que cortar.
2. Evita los malentendidos con calma, aplomo y equilibrio. Este mensaje también da por sentado algo que, para mí, no es obvio: que evitar los malentendidos es algo positivo y deseable. Cualquiera que haya llamado al servicio de atención al cliente de una empresa grande sabe de sobra que para esas empresas la evitación de malentendidos no es una prioridad, ni mucho menos. Eso, por no hablar de la administración pública o cualquier instancia de gobierno. Ahí los malentendidos son material de primera calidad para obtener beneficios de todo tipo, desde reducciones de la jornada laboral efectiva hasta ascensos y nombramientos. De hecho, la experiencia me dice que cuando uno lidia con funcionarios o empleados de grandes empresas (los que dan servicio al público), una de las mejores formas de evitar los malentendidos es perder la calma, el aplomo y el equilibrio y soltar cuatro frescas. Digamos, por ejemplo, que tenemos que lidiar con una conversación frontón. La conversación frontón es aquella en la que el funcionario comunica al cliente un problema, ante el cual el cliente pide más datos, pregunta por las opciones posibles u ofrece soluciones, a lo que el funcionario responde comunicando una vez más, y en idénticos términos, el mismo problema. La conversación frontón es nociva para el cliente porque corroe a gran velocidad su autoestima. Sabemos que el malentendido se va a producir, si no se ha producido ya, y que las cosas van a torcerse. Sabemos que, de no cambiar el rumbo de la conversación, vamos a salir de esa oficina cargando con un problema que no es nuestro, un problema nuevo que el tío que tenemos delante acaba de fabricar con toda la calma, el aplomo y el equilibrio que dan los quinquenios de funcionariado. La salida pasa por exigir al pollo, o a la gallina, que describa el problema con otras palabras (esto los desarma por completo) o alzar la voz, gesticular de forma significativa y decir «quiero hablar con su supervisor». Que mantengamos la calma, el aplomo y el equilibrio es irrelevante siempre que tengamos en mente el objetivo básico: que el problema se lo tiene que comer él, y no nosotros, y que se lo tiene que comer antes de que termine la conversación, antes de que se quede libre para atender al siguiente. La enmienda propuesta para la galletita, pues, es la siguiente: «si eres capaz de evitar los malentendidos con calma, aplomo y equilibrio, no habrá funcionario que se te resista».
3. Dentro de poco recibirás elogios de una persona a la que respetas. Este mensaje es intrascendente y redundante. Este blog recibe una lluvia incesante de visitas, mensajes y elogios cada día (qué digo, cada hora, cada minuto). Como dicen mis vecinos, tell me something I don't know, galletita.
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