Según las estadísticas, la inmensa mayoría de la población de este planeta sabe que soy admirador incondicional de J. M. Coetzee. Prueba de ello es que hace unos días me regalaron su último libro, titulado Summertime. Lo tenía ya reservado en la biblioteca, pero así es la vida, nunca sabe uno cuándo se van a salir de madre los acontecimientos.
Estoy por leerlo una segunda vez, por muchas razones, en su mayoría subjetivas. La que más interesará a mis conspicuos seguidores es que este libro es algo original y nunca visto, pues es a la vez la continuación (truncada) de sus memorias y la culminación de un ejercicio literario de ficción que Coetzee lleva pergeñando toda la vida.
Boyhood y Youth son los dos libros de memorias que tiene publicados desde hace años. Los críticos ya habían señalado que Coetzee tenía cierta tendencia a aderezar los hechos demostrables con elementos de su propia cosecha, no tan demostrables, y tenían la sospecha de que en algunos pasajes inventaba cosas o hacía transposiciones espaciotemporales.
Por otra parte, varias de sus novelas son ejercicios de personificación, es decir, relatos en los que uno o más personajes se confunden con el narrador, con el escritor que los crea o con el mismo autor del libro. Esto se puede ver en Foe, donde el creador es un remedo de Daniel DeFoe y el personaje principal es un personaje fallido de su novela Robinson Crusoe; en Elizabeth Costello, donde Coetzee pone en boca de una profesora universitaria sus propias ideas sobre varios asuntos literarios y existenciales, mezclándolos con tesis ajenas, y en Slow man, donde esa misma señora Costello, más identificable como alter ego de Coetzee, interviene en la novela para interpelar a su propio personaje y pedirle que haga algo interesante.
El resultado lógico de combinar esos dos ejercicios, a saber, las biografías creativas y la literatura con intruso real, es este Summertime que está volviendo locos a los críticos porque no saben si clasificarlo como ficción, ficción realista o no ficción, y porque tritura la tradicional separación entre esos tipos de literatura. Se lee por ahí que es un libro raro, incluso que es un libro obsceno porque muestra con demasiada claridad ciertas facetas íntimas del autor y de sus parejas. Se dice también que carece de la fuerza y de la intensidad de sus libros anteriores. Se dice que no merece el premio Man Booker que ha recibido.
Sobre el merecimiento o no, me remito a mi colega Samuel Fontana (no pongo link porque su blog ya no está donde estaba), quien siempre decía que «los jurados literarios siempre se equivocan; lo bueno es cuando se equivocan a favor de uno».
Sobre la obscenidad, debo decir que el nivel de detalle de este libro es muy inferior al de cualquier otra novela contemporánea en el que se describa el acto sexual. Lo que resulta violento para esos lectores es imaginarse al escritor, y no al personaje, haciendo y diciendo lo que ven en el texto. Sin embargo, desde la primera página está claro que el protagonista del libro no es el escritor en sí, sino el escritor personaje, y que Coetzee no hace más que culminar su ejercicio literario de integrarse, como uno más, en su propia ficción. La diferencia, claro está, es que ese personaje lo conoce mejor que cualquier otro, con un lujo de detalles imposible de alcanzar en uno inventado. Eso también puede resultar obsceno a quien no entienda el juego creativo-copiativo.
En cuanto a lo de que el libro carece de la fuerza y la intensidad de sus obras anteriores, en mi opinión Coetzee tiene pocas novelas recientes en las que se pueda hablar de fuerza e intensidad. Si uno lee Waiting for the barbarians, por ejemplo, los únicos pasajes con tensión narrativa son aquellos en los que está a punto de pasar algo. Cuando las cosas pasan (se tortura a alguien, se libra una batalla, se lleva a cabo una expedición), la tensión narrativa cae, muere, y es reemplazada por las disquisiciones de tipo filosófico. En Age of iron, Life and times of Michael K y Disgrace también se puede ver esa intensidad. Todas ellas se publicaron hace diez años o más. En todo lo nuevo (o sea, en Elizabeth Costello, Slow man y Diary of a bad year), la fuerza y la intensidad se ausentan, se marchan, se alejan para dejar paso a la profundidad del pensamiento, al juego intelectual.
Yo creo que Summertime es, en efecto, un juego intelectual. La mayoría de quienes tenemos la afición de escribir sabemos que las ideas y las historias que nos rondan por la cabeza pueden ir tomando cuerpo y hacerse muy reales, muy presentes en nuestra vida cotidiana. La coexistencia de esos elementos ficticios con los reales es fuente habitual de problemas: pregúntese a cualquiera que esté corrigiendo una novela o a punto de terminarla. Summertime indulta a la parte ficticia, le da rienda suelta. El escritor decide no discriminar, no separar los hechos de las fantasías, acabar con los compartimentos estancos que le obligan, a una edad ya avanzada, a esforzarse por discernir si los momentos que la memoria le van trayendo a la mente sucedieron de verdad o son fruto de su profusa imaginación. Quizá resulte obvio comparar esa liberación con la situación de su país natal, Sudáfrica, y con el sentimiento, tantas veces expresado por Coetzee, de pertenecer a una minoría que siempre estuvo fuera de lugar. Quizá.
Me gusta Coetzee por muchas razones. He leído toda su obra porque me encuentro muy cómodo con sus razonamientos y porque su lenguaje cuidado, esmerado, me resulta tan fácil de seguir que incluso disfruto releyendo capítulos enteros, analizando la estructura, la selección de palabras, la puntuación. Si uno conoce sus novelas, este último libro es un gran placer, un desahogo. Un gran juego, pero no en el sentido policial-nacional de Kipling, sino en el sentido libertario-personal de Cortázar.
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