A veces uno puede hacer como que no ve. Como todos los demás, uno puede seguir mirando por las ventanas, o leyendo un libro, o estudiándose las manos, los pies o las rodillas, pero a veces no se puede.
Esta vez es una mujer. Renuncio a calcular qué edad tiene. Igual son treinta que cincuenta y cinco, no tengo referencias. Como tantos otros mendigos, lleva tantas capas de ropa y hay tan poca piel a la vista que toda tentativa de cálculo está abocada al fracaso. Sí puedo apreciar que tiene las manos encallecidas y la piel de la cara muy deteriorada por el abandono y, seguramente, por un montón de infecciones mal curadas. Veo también que el pelo no es que sea pajizo, sino que parece paja de verdad, aunque solo asoma un poco por los costados de la capucha que lleva puesta. Lleva unas de esas gafas protectoras que usan albañiles y carpinteros y hacen que los ojos y toda la zona que los rodea parezca muy deforme. Así que no, no tengo idea de cuántos años tendrá.
Lleva un carro de la compra lleno hasta los topes que ha colocado en la esquina posterior de este vagón de metro que compartimos ella, yo y otras cincuenta personas. Lo ha atado con habilidad a uno de los tubos metálicos verticales y al pie del asiento, que ha ocupado con otras bolsas y está cubierto con trozos de cartón. No me extrañaría que hubiera pasado la noche ahí recostada. El tren ya empieza a bambolearse por los túneles, pero el carro y los trastos de la mujer no se mueven ni un ápice.
Así que aquí estoy, apoyado en la puerta, y cuando levanto la vista me encuentro con todo esto. Así estoy, ponderando esa vida portátil, ese microcosmos vagabundo, cuando su mirada se cruza con la mía. Le hago un leve gesto de cabeza, así como de buenos días o cómo está usted, o encantado de verla, señora, o algo así, pero sé que mi pretendida naturalidad no es tal, no me estoy comportando con normalidad por muchas razones, entre ellas porque esas gafas protectoras y ese pelo de paja me provocan una mezcla demasiado intensa de risa y pena. Ella corresponde a mi saludo con algo que igual puede ser una sonrisa que un gesto de nausea y, acto seguido, me señala el asiento que ha cubierto de cartones, ahí, al otro lado del carro que, por suerte para mis escrúpulos, se interpone entre nosotros.
En una fracción de segundo pienso en el olor (aunque no detecto olor alguno, en todo caso un cierto aroma a tela rancia) y sobre todo en los parásitos. Sonrío, y ahora sí tengo la certeza de que esta sonrisa mía es una sonrisa paternalista y suficiente, y le digo que no, gracias, que me quedo de pie. Ella insiste, «come, come sit here with me», y la sonrisa nauseante o nauseada se incrementa lo suficiente como para dejarme ver una dentadura como un teclado viejo, con sus teclas blancas, sus teclas amarillentas y sus teclas negras, o quizá faltantes. Como veo que hace un conato de aproximación, levanto la mano en esa posición que es una indiscutible señal de alto y le digo otra vez que no, que gracias, que me quedo donde estoy. Ella ladea la cabeza, me remira de arriba abajo y, tras una pausa que me hace experimentar todo tipo de culpabilidades, se da la vuelta y empieza a afanarse con los cientos de objetos que lleva en el carro y en las dos bolsas de plástico que acarrea.
Abro el libro donde lo dejé y paso la mirada por sobre las letras, sin leer. Estoy pensando, pensando sin parar. Qué pensará ella, qué sentirá. Por qué no me voy a sentar con ella. Igual tiene ganas de hablar. O quizá no, quizá piensa que está ocupando indebidamente dos asientos y esta es su manera de justificarse: el asiento está libre, si no te sientas es porque no quieres así que no me vengas luego con monsergas. O quizá tampoco es eso, quizá es que necesita compañía, contacto humano. O ninguna de las anteriores, vaya usted a saber qué hay en ese cerebro. Y si le doy dinero al salir, porque tendré que salir por ahí, por la puerta que está a su lado, y algo tendré que decirle. O le doy las galletas que llevo en el bolsillo. Le digo que sin ánimo de ofender, que si le gustan. Y qué pensaría yo si de repente un desconocido me dice que me regala un paquete de galletas. Luego pienso que soy un imbécil, que me estoy calentando la cabeza sin necesidad y que ella ya ni se acuerda de que yo estoy ahí. O sí. Y así voy divagando, luchando con esta moral hipertrofiada que no sé de dónde sale, pero cuanto más divago, más cerca estoy de la ficción y más lejos de la realidad, y así me voy reconciliando con las letras del libro hasta que en un momento dado, un momento que no sé cuándo llega, la vagabunda deja de preocuparme y vuelvo a leer, vuelvo a entender esas letras y líneas por las que voy pasando la mirada.
Llega mi parada, se abren las puertas y salgo. Antes de poner el pie en el andén oigo su voz, una voz temblorosa que me desea un buen día. Me quedo parado, esquivo la marea humana que invade repentinamente el andén, me doy la vuelta y miro por la ventana del vagón. Ella no me mira, sigue con las manos y la cabeza sumergidas en las profundidades del carrito, colocando y recolocando plásticos, telas y recipientes. No tiene importancia, me repito, lo ha dicho mecánicamente, como lo puede decir un taxista o una portera, como parte de sus actos reflejos cotidianos. No tiene importancia. O sí.
Justo antes de que se cierren las puertas, me animo y asomo un poco la cabeza al interior del vagón: «have a nice day, you too».
Ya se va el tren. No me ha oído. O sí me ha oído, pero en efecto no tenía importancia. O sí me ha oído pero lo que estaba haciendo en el carrito era mucho más importante en ese momento. Igual yo esperaba que ella levantara la cabeza y me mirara con una expresión que significara «oh, me ha saludado». Sí, quizá yo esperaba algo, quizá necesitaba sacudirme de alguna manera esta culpa que llega de no se sabe dónde y luego ya no se va. Lo cual significa que no he aprendido nada porque, como se puede comprobar, no ha pasado nada, y aquí estoy, en el andén ahora casi desierto, pensando si sí, si no o si todo lo contrario. Cuando se aleja el estrépito de los trenes y se hace el silencio, se aprecia el sonido de una guitarra y un saxofón que tocan el «Desafinado» de Jobim en algún punto de los túneles. Yo tocaba eso hace catorce años. Ahora ya no toco. Esa canción me hace sentir joven. O viejo, claro. Son las nueve menos veinte de la mañana. En esta ciudad la gente toca música en el metro a cualquier hora. En fin, habrá que llegar a la oficina.
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