No son las revoluciones de los países árabes ni la nueva intervención militroncha de las potencias impenitentes.
No es la fundición del reactor 2 de Fukushima ni el plutonio al aire libre.
No es la rampante crisis alimentaria que (solo) padece la parte pobre del mundo.
Es mucho peor.
Es tan grave que ni en mis más peregrinas ficciones subterráneas, esas que voy pariendo con dolor en el metro mientras disimulo poniendo cara de oficinista cansado, aburrido o disperso; ni siquiera en esas ficciones, digo, se me había ocurrido la posibilidad de que esto pudiera ocurrir.
Ocurrió el lunes pasado. Tenía que ser un lunes. Eso es lo que habría dicho Igor si hubiera estado presente. Igor es un supersticioso de marca mayor. Para muestra, un botón: siempre se tocaba los calcetines por detrás antes de salir a la calle. Decía que gracias a eso no se tropezaba nunca.
Me llamó Brian, como tantos otros días, para ir al piojoso restaurante chino de la esquina, el de las sopas memorables. Fuimos. Nos dieron asiento de ventana, todo un lujo. Había poca gente. Pedí sopa de col agria con cerdo deshebrado. Brian pidió tallarines en salsa pekinesa. Salsa picante, por favor. Gracias. Alguien pidió dumplings fritos y tuvimos que bucear en humo durante unos minutos. Tosí. Brian se rió. Le dije a Brian, no es la salsa, es el humo. Ya, ya, dijo Brian. Miramos a la chica rubia que cruzaba la calle. Nos reímos del camionero que se atascó al doblar y del policía que le gritaba para que se moviera. Tomamos la tacita de té. Nos dieron la cuenta sin pedirla, como siempre, con dos galletitas de la suerte. Aparté las galletas. Puse un billete de veinte dólares en la bandejita. Se llevaron los cuencos. Se llevaron el billete. Empujé una galletita hacia el lado de Brian y me metí la mía en el bolsillo del abrigo, que estaba colgado en el respaldo de la silla.
Horas después, camino del metro, abrí la galletita de la suerte, como es mi costumbre. Prefiero no comer nada dulce después de la sopa. Por eso la abro cuando me voy para casa. Como de merienda. Le quito el envoltorio en la segunda avenida. Rompo un trozo minúsculo y me lo como muy despacio, sin sacar el papelito. Al llegar a la tercera avenida, tiro el plástico a la papelera y me como otro trozo. Entonces queda la mitad de la galleta con el papelito asomando. Ahí es donde lo saco para leerlo. Y ahí fue, el lunes pasado, cuando sucedió lo que tenía que suceder.
Llegando a Lexington saqué el papelito y leí:
A man cannot be comfortable without his own approval.
Me quedé clavado en el sitio. Supe de inmediato que ese mensaje ya lo he leído antes. No solo eso: ese mensaje lo había guardado, lo tenía encima de la mesa de la oficina. La certeza era absoluta.
Y al mismo tiempo, era absolutamente imposible. En cinco años no había visto dos veces el mismo mensaje. Jamás. Y los chinos del restaurante me conocen por el nombre. Y me preguntan dónde he estado cuando pasan más de tres o cuatro días sin que yo aparezca por allí. Son muchas galletitas, muchísimas, pero nunca, jamás, había visto un duplicado. Hasta hoy. Y precisamente esta. La que estaba encima de la mesa. ¿O no estaba? ¿O no decía exactamente lo mismo?
Di media vuelta y regresé a la oficina. Tercera avenida, segunda avenida, cruzar, girar, entrar, saludar al poli, qué se te ha olvidado, bah, cosas, ya sabes, ay qué cabeza, pues sí, piso diecisiete, tin tan, oficina veintitrés, y ahí está, metida debajo de los cables del monitor. La saco, le quito el polvo, la leo: "A man cannot be comfortable without his own approval".
La madre que me parió, pienso, con un papelito en cada mano, mirando a uno y a otro sin acabar de creérmelo: hay dos. ¡Hay dos! ¡Y encima de éstas! La madre que me parió.
Intento recordar por qué guardé esa galletita, precisamente esa. Y de repente lo recuerdo. No voy a molestar a mis miríadas de fans y seguidores con los pormenores de mi productividad laboral, pero el caso es que tenía que ver con el trabajo, con el hecho de haber pasado los últimos años metido en una oficina, de haber abandonado la labor creativa, de haberme encerrado en mí mismo y en mis manías, etc.
Patrañas.
Me miento a mí mismo.
Tiene que ver con que no estoy cómodo sin mi propia aprobación.
Calculo, pues, que esto marca el fin de una época. No es que ahora vaya a emprender la clásica cruzada consumista en busca de mi propia aprobación, no. Todo lo contrario: me voy a dar el aprobado ipso facto para estar más cómodo.
Se lo dije a Brian el martes por la mañana y me dijo que eran imaginaciones mías, que las galletitas de la suerte nunca se repiten. Lo invité a subir a mi oficina para ver los dos papelitos, pero dijo que estaba muy ocupado (adicto a las redes sociales, quiere que nos comuniquemos por no sé qué sistema de microblogging open source).
Se lo expliqué ayer a Igor en un mensaje larguísimo al que contestó, muy dentro de su estilo: "Te pasa por no ver la tele. Que te zurzan, rilao".
Qué se puede añadir a esas dos frases tan cargadas de sabiduría. Sí, soy un "rilao" exótico y estoy cómodo. Por voluntad propia. La lucha ha terminado. Que le den a todo.
(Ya he presentado mi renuncia en el trabajo. El jefe, encantado.)