jueves, 27 de diciembre de 2012

El autor novelado

No tenía yo muchas ganas de ir a aquella velada literaria. Hacía frío, llovía y no conocía a ninguno de los tres autores que anunciaba el cartel. Julia, organizadora y amiga mía, me había pedido por favor que fuera. No aspiraba a llenar el auditorio que le prestaba el colegio para estas veladas (iba ya por la tercera), pero sí pretendía que el número de asistentes fuera suficiente para justificar la presencia de los escritores, todos ellos más o menos conocidos en el mundillo literario local, y la continuidad de la serie.


Por las razones que fuesen, decidí seguir andando hacia el sur en lugar de desviarme hacia el este (o sea, camino a casa) y en muy poco tiempo, y con muy poca lluvia encima, llegué al colegio, previsiblemente desierto. Le pregunté al poli de la entrada lo que ya sabía, o sea, que dónde era la velada literaria.

--Auditorio, segundo piso --contestó sin mover un músculo de la cara.

--Gracias.

--Mm.

Julia estaba allí mismo, a la puerta, repartiendo vasitos de vino y zumo y señalando las galletitas, los bagels y la tabla de quesos. Adelante, adelante, gracias por venir, te presento a fulano, mengana y zutano, nombres que llegaban y casi al instante se desvanecían. ¿Cómo se llamaba el tipo de pelo blanco y aspecto de intelectual de película de Woody Allen? ¿Cómo se llamaba la mujer rubia de casi dos metros de altura con aspecto de torturar a sus amantes hasta el llanto? ¿Y aquel calvo regordete que no puede dejar de mirarla, ni de comer wheat thins con camembert? Ni idea. ¿Empezará pronto esto? Sí, ya iba a empezar. Habría como cuarenta personas allí, lo cual cubría con creces el cupo que esperaba Julia.

Me senté cerca de las primeras filas y a la derecha, solo pero rodeado por todas partes de desconocidos con nombres imposibles de memorizar. Julia tomó el micrófono, nos agradeció por enésima vez que hubiéramos venido, dio las gracias también a la directora del colegio y presentó al primer escritor, un puertorriqueño que escribía turbias novelas cargadas de sexo y delincuencia en el norte de Nueva York. Tras una breve introducción, leyó unos cuantos párrafos de la obra en la que estaba trabajando. Muy bien imbuidos de la doble moral americana, sus personajes hablaban en inglés pero insultaban en un sabroso español caribeño que me hizo reír un par de veces, ante la absoluta impasibilidad del resto del auditorio, que casi con seguridad era incapaz de entender las partes del diálogo que no estaban en inglés. Aplausos más o menos fruncidos, cambio de orador.

No recuerdo nada de la segunda escritora. Era una de estas personas traslúcidas que no generan emoción alguna ni logran llamar la atención por nada. Leyó algo, no recuerdo qué, con una voz monótona y sin contrastes, como si, en el colegio, el profesor le hubiera pedido que saliera al estrado y leyera a partir del segundo párrafo de la página 132. Aplausos anodinos y pasamos al tercer escritor.

El tercer escritor era Nick Flynn. Resumiré el aspecto de este hombre diciendo lo siguiente: cuando se acabaron la charla y los canapés y todos nos sentamos en el auditorio, Julia y sus tres invitados se quedaron al frente. Yo miré al puertorriqueño y a la mujer sin gracia y me dije: ah, estos son dos de los tres escritores. Luego miré a Flynn y de inmediato pensé: qué hace ahí ese tío.

Parece un vagabundo, pero por algún motivo indeterminado uno sabe que no es un vagabundo. Parece un drogadicto, pero su forma de estar y de comportarse indica con claridad que no lo es. También parece que está cansado, desencantado, desalentado, deprimido, pero en cuanto empieza a hablar uno constata que las apariencias engañan: Flynn está despierto y atento.

Leyó una parte de su libro Another bullshit night in suck city. No es una novela, sino una autobiografía en primera persona. Me impresionó mucho el fragmento y, cuando terminó la lectura, decidí comprar el libro allí mismo. Me acerqué a Nick, lo felicité por el libro y le pedí que lo firmara. Él escribió una dedicatoria que dice For Camilo con mucho gusto, así tal cual, mezclando el español con el inglés, lo cual me hizo mucha ilusión.

Me despedí de Julia, eché una última mirada a los personajes de película que pululaban por allí (el calvo regordete estaba contándole chistes a la mujer de dos metros ante la atenta y adusta mirada del intelectual) y volví feliz a casa con mi ejemplar personalizado debajo del brazo.

Pese a todo, uno sigue siendo como es, y el libro de Nick Flynn durmió el sueño de los justos al pie de mi cama durante tres años hasta que, esta primavera pasada, decidí abrirlo y hojearlo. Al igual que me había pasado con la lectura, aquel texto me interesó inmediatamente, y me puse a leer.

No es que haya leído muchas autobiografías en mi vida, pero esta es, sin duda ninguna, la más intensa, la más detallada y hasta me atrevería a decir la más dolorosa. No quiero dar muchos detalles porque cualquier cosa que explique aquí puede generar expectativas en el futuro lector. Me limitaré a plantear sucintamente la cuestión: Flynn nace en el seno de una familia pobre, muy pobre, de la costa este de los Estados Unidos. Su padre, inventor y buscavidas profesional, abandona muy pronto a su madre en busca de aventuras y negocios con sus amigos. Nick crece con su hermano y su madre en un barrio periférico de un pueblito de Nueva Inglaterra que es, en realidad, un aparcamiento de remolques. Sin conocer a su padre, pero fiel a su ejemplo ausente, Nick se convierte pronto en otro buscavidas y experimenta todo lo bueno y todo lo malo que la exclusión y la pobreza le tienen reservado.

La vida va pasando, con muchos trompicones, y termina por llevar al Nick adulto a Boston. Allí, en suck city, sin saber muy bien por qué, empieza a trabajar en un albergue para vagabundos y mendigos, el más grande de la ciudad. Un día, al revisar la lista de personas que han ingresado al albergue durante la noche, se topa con el nombre de su padre. En otras palabras: Flynn se encuentra con que su padre, del que no ha sabido apenas nada en los últimos 25 años, es un vagabundo de Boston que acude al mismo albergue en el que él trabaja como voluntario desde hace un par de años.

El libro reconstruye también, hasta cierto punto, la vida del padre de Flynn. Si tomáramos este argumento, más las biografías de estos dos hombres, como base para una novela de ficción, el planteamiento sería un poco descabellado, rayano en lo inverosímil. Sin embargo, el autor ha documentado todo lo que ha escrito: una vez más, la realidad supera a la ficción.

El texto se estructura como una colección de notas breves, diríase de páginas de diarios, que narran anécdotas vitales de uno de los dos hombres. No hay continuidad en el espacio ni en el tiempo: se pasa de una nota actual a otra de hace treinta años, y aun así, la ilación de la historia es excelente. Por ese mismo motivo, es fácil y cómodo de leer.

Cuando digo "fácil y cómodo", lo digo desde un punto de vista estrictamente mecánico. Lo que más me impresionó de este libro fue lo difícil que era seguir leyendo. Yo iba descubriendo todas aquellas anécdotas y, de forma automática, las iba colocando en el universo de la ficción. Al terminar cada sección tenía que recordarme a mí mismo: esto no es ficción, esto es una autobiografía y todo lo que se cuenta es lo que pasó, por más novelado que esté. La intensidad de la narración es propia del género de ficción: de ahí que yo tuviera que convencerme, paso a paso, de que no lo era.

Además, da la impresión de que Flynn no tiene inconveniente en relatar hasta los más íntimos detalles de su vida, y también de la de su padre y el resto de su familiar. Es una especie de nudismo literario que, para mí, resulta bastante obsceno y, por lo mismo, un poco violento. Entiendo que el problema es mío, por supuesto, y que la obscenidad, en este caso, está en mi cabeza porque lo que narra el autor es algo real, algo que sucedió de verdad. Por lo tanto, no habría motivo para ocultarlo. Aun así, la sensación está ahí y permanece.

En su momento, Another bullshit night in suck city fue superventas en los Estados Unidos y, no hace mucho, se convirtió en película, protagonizada nada menos que por Robert De Niro. No la he visto, pero estoy convencido de que a De Niro le va de perlas el papel de Flynn padre.

Uno de los temas del libro es el cuidado y la atención de los enfermos mentales en los Estados Unidos. Ese tema, muy controvertido, debería ser el principal en los debates que ha suscitado la reciente masacre de niños en Connecticut. Por desgracia, la atención médica de esos enfermos no ha conseguido abrirse paso entre la espesura del debate de las armas, que en mi opinión es secundario. Pero ese es tema para otra entrada.

jueves, 23 de agosto de 2012

Solo

Siete de la mañana. Voy a la cocina. Tras un momento de duda, dos trozos de pan en la plancha, al mínimo.

La cocina tiene un montón de armaritos, cada uno con una cosa. También tiene una ventana baja. Desde este segundo piso se ven los patios traseros y las casas de enfrente.

La cafetera, el filtro, el café, el fuego. Un arrendajo azul en el poste de teléfonos. El arrendajo es vecino del barrio, la primera cara conocida del día. Abre y cierra las alas, enseña sus plumas blancas, negras, azules.

El olor del pan me dice: dame la vuelta, y yo obedezco. El café va gorgoteando los buenos días. El desayuno empieza por la nariz. El sol me calienta las piernas. Hoy va a hacer buen tiempo.

Un plato: mantequilla y mermelada. Una taza: poca leche y un suspiro de azúcar. Un taburete junto a la ventana, la comida en el alféizar, los codos en las rodillas.

Desayuno mirando hacia fuera, hacia todo eso que, en realidad, no es nada: techos, cables, ventanas, arbustos, árboles, nubes.

Así, así, dormido, despierto, flotando. Así.

El último sorbo de café siempre tiene un toque amargo.

sábado, 18 de agosto de 2012

Novela con historia


La segunda novela de José Saramago tiene una historia que da para otra novela. Uno puede afirmar, sin temor a equivocarse, que se podría decir lo mismo de cualquier otra novela del mundo, pero en este caso la cosa tiene cierta enjundia adicional que paso a explicar a continuación.

En 1953, el autor presentó Claraboia a una editorial que, por supuesto, ni le contestó siquiera y tampoco le devolvió el original. En aquel momento, Saramago era un escritorcillo que no había publicado más que una novelita menor (Terra do pecado) y algún que otro cuento. En lugar de intentarlo por otros caminos, el escritor se deprimió, literariamente hablando, y se hundió en un silencio creativo de casi dos décadas. En los setenta, cuando decidió volver a empezar, todo fueron éxitos encadenados hasta alcanzar lo que para muchos es el éxito mayor, o sea, el Nobel de literatura.

El caso es que Claraboia se quedó en el cajón de aquella editorial innombrable y durmió el sueño de los justos durante cerca de sesenta años. En realidad, no tanto: a mediados de los ochenta, cuando Saramago estaba en la cresta de la ola, la editorial le propuso publicarla, a lo que él contestó con un sucinto y altivo “ahora no, gracias”. Ese “ahora” quería decir que el autor no quería ver el libro publicado en vida, pero sí dejó instrucciones para su publicación “después de ahora”, es decir, después de muerto.

Saramago murió en 2010 y Claraboia se publicó en 2011. Por las páginas de esa claraboya póstuma uno se asoma a la vida cotidiana de los vecinos de un edificio de seis viviendas de Lisboa durante la primavera de 1952. Cualquiera que haya leído el realismo social español de los años cincuenta se encontrará como en casa con esta novela. A mí, personalmente, me trae aires de La Colmena, de Cela y El Jarama, de Sánchez Ferlosio.

Los personajes son lo mejor de la historia: el autor usa las técnicas clásicas de la época para construirlos y lo hace con la maestría de un veterano, pese a que aún no lo era. Los bloques narrativos son buenos también, pero algunos derivan ya hacia lo que luego sería una característica fundamental de la prosa de Saramago: la disquisición o digresión filosófica. Digo “pero” con plena consciencia de que a algunos lectores les gustarán mucho las disquisiciones de este autor, pero a mí me da la impresión de que esos bloques, a veces demasiado largos, le quitan sabor a la novela y hacen que cojee el ritmo narrativo. En esta ocasión, los tramos más farragosos corresponden a las conversaciones de un zapatero (Silvestre) con un joven sin oficio permanente (Abel) que se aloja en la casa del primero. Su relación es el eje fundamental del libro. Conversan y discuten sobre muchos asuntos y, de hecho, son ellos dos quienes cierran el libro con un final que parece tener visos de colofón pero, de hecho, resulta más bien flojo y decepcionante.

En suma, Claraboia es una lectura excelente que me ha inspirado, como tantas obras de esa misma época, un montón de temas e historias para escribir. Se perciben, como he indicado, algunos cabos sueltos en la ilación de la historia, pero los personajes son tan sólidos que uno siente pena cuando llega a la última página y se da cuenta de que sus vidas terminan ahí mismo, donde dice “este libro se terminó de imprimir...”.

jueves, 14 de junio de 2012

¿Me lo dice a mí?

Llevo tres meses sin leer ni escribir nada (perdón, énfasis: nada) y de repente me topo con esta canción de Souad Massi:



Que viene a decir algo así como "cuéntanos un cuento, haz que nos olvidemos de que somos adultos y llévanos lejos de este mundo, al país de érase una vez y de las mil y una noches".

(He de reconocer que el mensaje llega en un formato irresistible. Es probable que surta efecto.)

lunes, 5 de marzo de 2012

Una visita a la sal de la tierra

El gran lago salado de Utah al atardecer. Montañas nevadas en todos los puntos cardinales. Bisontes y ciervos pastando a mi lado. Tormentas en el horizonte.

viernes, 2 de marzo de 2012

Camarero, una de bilis

Ahora que los vapores putrefactos de la burocracia van haciendo mella en mi capacidad creativa; ahora que la rutina y la grisura sin fin se van asentando en el fondo de mis arterias; ahora que la total ausencia de contrastes se ha adueñado por completo de unas ocho horas diarias de mi vida; ahora, justo ahora, viene a caer en mis manos una novela de Sinclair Lewis.

Lewis fue el primer premio Nobel de literatura de nacionalidad estadounidense (1930). Precedió a otros dos, casi tan desconocidos, en esa misma década: Eugene O'Neill (1936) y Pearl Buck (1939), y se adelantó por muchos años a los grandes, a saber, Faulkner (1949), Hemingway (1954) y mi estimado Steinbeck (1962). A estos les siguió una larguísima sequía que interrumpió brevemente Toni Morrison en 1993, y desde entonces, los americanos no han repetido.

La novela que cayó en mis manos se titula Babbitt que, junto con Main Street y It can't happen here, se cuenta entre sus novelas más conocidas. También escribió muchísimos relatos y alguna que otra obra de teatro, pero de todas estas obras la única que ha pasado a la historia (de una manera un poco chusca) es Bongo the circus bear, gracias al hecho, casi fortuito, de que Disney la eligió para uno de sus cortos de dibujos animados.

Desde las primeras páginas me sorprendió la prosa de Lewis. Trataba yo de buscar equivalencias o similitudes con escritores más o menos coetáneos (piénsese en Faulkner y Hemingway, sobre todo) y no las encontraba. Más bien todo lo contrario: el estilo socarrón, acelerado y divertidísimo de los capítulos iniciales de Babbitt era casi lo opuesto, en lo estético y en lo lingüístico, a esos otros autores que me han parecido siempre, por más que me gusten, ceremoniales y dramáticos como curas en la homilía. Lewis retrata con maestría la parte fea de la sociedad estadounidense y, en contra de la tradición de ese país, se niega a elevar a los protagonistas de sus mundanas historias al nivel de héroe o de antihéroe (que al fin y al cabo es lo mismo). No, los personajes de Lewis son mediocres al principio de la historia, llevan vidas mediocres durante el relato y terminan su existencia como las personas mediocres que siempre han sido. Tampoco hay buenos ni malos en sentido estricto, como sucede en casi toda la literatura estadounidense, ni hay nadie con una necesidad imperiosa de dar sentido a su existencia mediante la glorificación de los elementos vulgares y corrientes de la vida cotidiana. Esa vida, la cotidiana, se limita a transcurrir mientras nosotros, lectores y a la vez protagonistas, nos percatamos de cómo somos y cómo reaccionamos ante ciertas situaciones, tanto en lo social como en lo personal.


Todo esto sería insufrible si no estuviera bien regado (a veces empapado y chorreando) en el sarcasmo y la ironía que dominan toda la prosa de Lewis. Se diría que el escritor está deseando dar rienda suelta a un centenar de odios, desprecios y desagrados que ha ido cultivando con todo el cuidado del mundo durante largos años. Desprecia el sistema político, rechaza la estructura social, abjura de la maquinaria económica, considera que la institución familiar es una farsa y un refugio para débiles, y así nos lo hace saber, página tras página, sin dejar títere con cabeza. Lewis es, sin duda, un escritor rabioso. Y a la vez, un excelente escritor, porque por más que sus textos estén cargados de esa amargura profunda y completa, no puede uno dejar de leer y, de cuando en cuando, echar una buena carcajada.

Fui al sitio web de los premios Nobel y leí su discurso de aceptación del premio. Otra sorpresa: el tono socarrón y la bilis rezuman también por los cuatro costados de ese documento. En él deja claro su profundo desprecio por la Academia America de las Letras y todos sus miembros, algunos de los cuales, por cierto, cuando supieron que Lewis había sido galardonado con el premio Nobel, afirmaron que la Academia Sueca había insultado a los Estados Unidos al premiar a un escritor que tanto había atacado a su propio país. El jurado del Nobel tomó nota, por lo que se ve, y más tarde se tomó su venganza. En su discurso, Lewis no solo habla de la Academia, sino que aprovecha para hacer un extenso estudio del panorama literario de su país en aquel momento. Nombra a dos docenas o más de escritores, colegas suyos, que en su opinión habrían resultado igual de insultantes, puesto que la Academia tampoco les daba, por aquel entonces, la menor importancia. Entre ellos hay muchos escritores malditos, como Dreiser y Upton Sinclair (horror, un socialista), pero ahí va una sorpresa más: también hay nada menos que tres futuros premios Nobel de literatura: O'Neill, Faulkner y Hemingway. En otras palabras, Lewis no era solo un contestatario, ruidoso o protestón: estaba muy bien informado y se movía con soltura en los círculos literarios que poco después serían la vanguardia creativa de su país. En ese sentido, fue un precursor de todos esos grandes nombres y, en cierta medida, contribuyó a allanar el camino de una nueva estética que se consolidó en la época de posguerra y es, hasta hoy, un referente imprescindible para la literatura universal.

Aun así, el odio o el desprecio a Sinclair Lewis siguen vivos en los Estados Unidos. Si bien casi todos los temarios de literatura de los institutos públicos lo tienen en la lista, hay un detalle que yo considero significativo del poco valor que se da a su obra: al contrario que sus famosos contemporáneos de los años 20 y 30, las obras de este escritor están hace tiempo en el dominio público y se pueden descargar de sitios como el Proyecto Gutenberg.

Es posible que, como dicen algunos críticos, la prosa de Lewis no tenga una calidad memorable, pero es eficiente y rápida. Se deja leer sin esfuerzo y comunica mucho más que otros estilos de la misma época, más pesados y obtusos. Pero lo más importante, en mi opinión, es su mensaje sobre ese país, "el más contradictorio, el más deprimente, el más incitante de todos hoy día", en el que la mayoría de sus habitantes, "y no solo los lectores, sino también nosotros, los escritores, seguimos teniendo miedo de toda literatura que no sea una glorificación de todo lo americano, una glorificación de nuestros vicios y también de nuestras virtudes" (citas del discurso de aceptación del Nobel).

Lewis critica en sus libros muchas de las cosas que ahora, con movimientos como los Occupy, están de plena actualidad: la excesiva influencia e importancia de los contactos personales en todas las esferas del poder, la intromisión permanente del capital en la política pública, la doble moral que por una parte incentiva el uso de estereotipos sociales y por el otro los rechaza e incluso castiga a quienes no los usan debidamente (piénsese en el sexo, la comida, los coches, etc.) y la necesidad constante de competir e ir a más en una infinita carrera hacia ninguna parte. Cabe argumentar que muchos de estos factores están presentes en la mayoría de las sociedades occidentales. Es muy cierto, pero no hay que olvidar que la voz de Lewis nos llega desde los años veinte, epoca de Clarín y Valle-Inclán en España. No cabe imaginar que una hija de la Regenta se pasara el día de juerga con su enamorado, yendo de la heladería al cine y del cine al centro comercial, pidiéndole a papá que le deje el coche o, mejor todavía, que compre un segundo coche como los vecinos de al lado. Sin embargo, esa es la vida de Babbitt y su modélica familia: una vida que no presenta diferencias fundamentales respecto de la que lleva hoy día cualquier Babbitt equivalente en los Estados Unidos. Con ello quiero decir que los valores y esquemas que critica Lewis ya estaban consolidados en una sociedad madura hace ocho décadas, y siguen presentes. En los países de América Latina o en España, esos valores y esquemas son mucho más recientes y, en algunos casos, ni siquiera existen.

Sigo leyendo a Sinclair Lewis con gran interés. Con seis años de Estados Unidos a las espaldas, me llama mucho la atención lo lúcidos que son los retratos costumbristas que presenta en las escenas de sus novelas. Uno tiene la sensación de que nada ha cambiado en los últimos ochenta años. Y quién sabe, es posible que, en efecto, en lo fundamental nada haya cambiado.

domingo, 22 de enero de 2012

Después del genocidio

Llevo diez años leyendo (y traduciendo) informes y correspondencia sobre Ruanda, Burundi y la República Democrática del Congo. Reconozco que en todos esos años no he puesto mucho interés en entender lo que traducía, entre otras cosas porque casi todo me parecía un galimatías inexplicable de palabros raros, facciones que se matan unas a otras sin sentido, y bestias pardas que masacran a la población civil por un quítame allá esas pajas.

En diciembre del año pasado cayó en mis manos un documento sobre la región de los grandes lagos (los Kivus del Congo, Burundi y Ruanda). Desde la primera página me di cuenta de que aquello tenía otro estilo, otro aire. Había nombres y apellidos, no solo partidos políticos y milicias; había direcciones postales concretas, nombres de hoteles y bares, modelos de armas utilizadas en atentados; tipos de vehículos robados en sitios muy específicos. No era la habitual masa amorfa de información desinformante: aquello era personal, directo y concreto.

Al final de la lectura estaba yo en condiciones de seguir la pista a una serie de "buenas piezas", de esos que en las noticias llaman señores de la guerra pero de cuyo nombre normalmente no nos acordamos ni por casualidad. Los busqué por Internet, los analicé en la Wikipedia francesa, que tiene un quintal de información sobre esta gente y estos países, y me picó la curiosidad.

Un nombre que aparecía por todas partes era el de Gérard Prunier, periodista, investigador e historiador francés que se ha pasado los últimos treinta años de su vida pateándose la cintura de África. Fui a la biblioteca y me encontré con un majestuoso volumen suyo titulado "Africa's world war: Congo, the Rwandan genocide, and the making of a continental catastrophe". (Aunque el autor es francés, está escrito en inglés. No sé si hay traducciones.)

Después de leerlo, todo ese galimatías ha cobrado sentido. He releído algunos de los informes que parecían no tener pies ni cabeza y ahora entiendo por qué. Es como si alguien leyera las noticias de un periódico español de hoy sin tener la más mínima idea de quiénes son Rajoy, Aguirre, Chacón, Urkullu o Fraga Iribarne. Era imposible, claro, pero además hay otro factor: la información sobre los países del centro de África es objetivamente insuficiente porque la inmensa mayoría de los autores que escriben sobre ellos los analizan con criterios externos, a saber, los criterios estándar de los estados modernos y desarrollados.

Hay que echarle valor al libro, en primer lugar por eso: porque prácticamente todos los referentes socioculturales me eran ajenos. Por poner un ejemplo, en cierto momento Prunier utiliza una definición de "estado" que, en nuestros países, puede llegar a resultar casi obscena, pese a que sigue siendo rigurosamente cierta: un estado es una unidad geopolítica en la que un solo actor consigue tener el monopolio del uso lícito de la violencia (la definición, de fines del siglo XIX, se debe al pensador alemán Max Weber). Lo curioso es que, si uno aplica esa definición, en apariencia tan primitiva y trasnochada, a muchos países de África, se encuentra con la sorpresa de que muchos de ellos no son estados. Así, poco a poco, el autor va desmontando la tendencia del lector a "pensar en occidental".

Al tiempo que iba pasando páginas, he ido leyendo reseñas sobre la historia reciente de todos los países implicados en el conflicto post-genocidio (una docena, desde Libia hasta Sudáfrica), de todos los protagonistas vivos y muertos, y de toda la geografía de la zona. En total, me ha costado un mes digerir el libro, pero gracias al estilo metódico y detallado de Prunier, y gracias a su capacidad tanto para el análisis como para la síntesis, he comprendido por fin lo que pasó antes y, sobre todo, después del genocidio de Ruanda.

Para ser exactos, me costaba entender cómo era posible que después de semejante masacre en un país enano (Ruanda) se liara la que se lió durante los ocho años siguientes (1996-2004) y acabaran muriendo cuatro veces más personas en esa guerra (se calcula que unos tres millones y medio de personas) que en aquel aciago año de 1994. Cómo era posible que el ejército del país enano, traumatizado además por aquellos hechos, invadiera el país más grande de la región, controlara la mayor parte de sus extracciones de minerales y llegara a combatir en las calles de la capital, Kinshasa, pocos meses después de haber cruzado la frontera, en la otra punta del país. Prunier describe, analiza, establece vínculos, relaciones causa-efecto, y de hecho consigue que esa misión imposible, o quizá absurda, resulte clara y diáfana (aunque no lógica).

Hay varios tópicos sobre el asunto que el autor desmonta a base de azotar al lector con datos inapelables, muchos de los cuales provienen de su participación activa en grupos de expertos sobre la región, entrevistas con los protagonistas de la historia (incluidos ministros, vicepresidentes y comandantes de los ejércitos con los que mantiene relaciones personales) y, por supuesto, informes, estadísticas y artículos periodísticos. Ya he mencionado los criterios externos, como la definición de estado. Hay otros menos obvios. El que más me ha sorprendido es el de los recursos naturales. Mucha gente sostiene que la guerra del Congo fue instigada por las grandes potencias para hacerse con el control de las minas de diamantes y coltán de Katanga y los Kivus. Prunier demuestra que este no fue uno de los factores desencadenantes de la guerra del Congo y que, de hecho, las grandes potencias no obtuvieron beneficios especiales de los sucesivos cambios de gobierno tras la caída del régimen de Mobutu (1996), ni lo pretendían tampoco. Al término de la guerra, la mayoría de los concesionarios de minas eran africanos, con algún que otro pequeño participante australiano, chino y europeo.

El segundo mito desmontado, más llamativo por lo imprevisto, es el terrible destino de los refugiados ruandeses en el Congo. La mayor parte de los analistas afirma que casi todos volvieron a Ruanda al empezar la guerra. Prunier, junto con otros historiadores, considera que la invasión del Congo obligó a casi un millón de personas a desplazarse por todo el país (pero nunca a Ruanda, donde pensaban que les esperaba un destino aún peor) y que esos desplazamientos, provocados por ataques indiscriminados contra los campamentos de refugiados, acabaron por diezmar a esa población y condenarla a muerte, no bajo el fuego de ningún ejército, sino por inanición, agotamiento, enfermedades, heridas, desesperación y abandono. Durante la crisis de los refugiados, la comunidad internacional guardó silencio porque la inmensa mayoría de los invasores procedía de Ruanda, y se suponía que lo que estaban haciendo era combatir contra los llamados génocidaires. Era mucho suponer que todo ruandés que estuviera en 1998 el Congo fuera un génocidaire, y de hecho no lo eran: la inmensa mayoría de ellos eran civiles que habían huido del terror, pero sí era cierto que los militares del antiguo régimen estaban allí, con ellos, y en muchas ocasiones se habían rearmado y controlaban los campamentos. El cargo de conciencia internacional era grande, y el ejército ruandés no quería correr el riesgo de que el puñado de auténticos génocidaires acabara por organizar una rebelión con todos aquellos refugiados para atacar Ruanda de nuevo. Por lo tanto, los invasores ruandeses aprovecharon ese sentimiento de culpa de la comunidad internacional para aplicar una "solución final" al problema. Nadie los detuvo, e incluso mucha gente alabó su intervención porque, al fin y al cabo, otro objetivo declarado de la invasión era derrocar al régimen del nuevo presidente del Congo, Laurent Désiré Kabila, que mire usted por dónde, se había convertido en una espina clavada en el costado de las potencias internacionales tras la caída del telón de acero y del despótico Mobutu.

En fin, yo explico muy mal estas cosas porque soy nuevo, pero Prunier lo hace muy bien porque tiene un conocimiento íntimo, personal de la historia de esa región del mundo. Este libro es enciclopédico (la bibliografía y las notas ocupan por sí solas 160 páginas) y, aunque en la introducción da la impresión de que exige amplios conocimientos previos sobre la cuestión, también aporta la información de fondo sobre los países que participaron en la contienda, sus motivaciones y los resultados que obtuvieron. Como explica el autor, se trata quizá de la primera guerra colonial intra-africana, en la que la influencia de las potencias europeas y los Estados Unidos fue mínima. También dice, y uno no puede por menos que estar de acuerdo, que marcó un tremendo punto de inflexión en la historia general de África. La historia que cuenta este libro es tan fundamental que con su contenido se puede explicar, por ejemplo, por qué en los combates recientes de la región de Abyei (entre Sudán y Sudán del Sur) algunas milicias usan camionetas y blindados que les regaló el ejército de Gadafi para que lucharan contra los insurgentes de la "primavera" libia. Explica también por qué Zimbabwe está en el marasmo socioeconómico en el que está, cuando en 1996 era, junto con Uganda, uno de los candidatos a convertirse en la "Suiza de África" (título que ahora mismo parece cortado a medida para Ruanda, a pesar de los pesares). Y explica también cómo la doctrina de la seguridad en la "guerra contra el terror" está reemplazando con mucho éxito a la trasnochada doctrina de la seguridad en la guerra fría a la hora de patrocinar y apoyar desde los países desarrollados a los regímenes totalitarios, o de aplastar o sabotear los procesos democratizadores de los países en desarrollo.

Prunier, que tardó diez años en escribir este libro, lo dedica a la memoria de Seth Sendashonga, amigo suyo y ex ministro del interior de Ruanda, condenado al exilio por poner en duda las ideas que sirvieron de base al nuevo régimen ruandés del presidente Paul Kagame. Ese régimen fue uno de los principales instigadores de la guerra que se describe en el libro y, según Prunier, también es responsable del asesinato de Sendashonga en Nairobi (1998) (al segundo intento), que se describe con lujo de detalle en un anexo del libro.