jueves, 23 de agosto de 2012

Solo

Siete de la mañana. Voy a la cocina. Tras un momento de duda, dos trozos de pan en la plancha, al mínimo.

La cocina tiene un montón de armaritos, cada uno con una cosa. También tiene una ventana baja. Desde este segundo piso se ven los patios traseros y las casas de enfrente.

La cafetera, el filtro, el café, el fuego. Un arrendajo azul en el poste de teléfonos. El arrendajo es vecino del barrio, la primera cara conocida del día. Abre y cierra las alas, enseña sus plumas blancas, negras, azules.

El olor del pan me dice: dame la vuelta, y yo obedezco. El café va gorgoteando los buenos días. El desayuno empieza por la nariz. El sol me calienta las piernas. Hoy va a hacer buen tiempo.

Un plato: mantequilla y mermelada. Una taza: poca leche y un suspiro de azúcar. Un taburete junto a la ventana, la comida en el alféizar, los codos en las rodillas.

Desayuno mirando hacia fuera, hacia todo eso que, en realidad, no es nada: techos, cables, ventanas, arbustos, árboles, nubes.

Así, así, dormido, despierto, flotando. Así.

El último sorbo de café siempre tiene un toque amargo.

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