La segunda novela de José Saramago tiene una historia que da para otra novela. Uno puede afirmar, sin temor a equivocarse, que se podría decir lo mismo de cualquier otra novela del mundo, pero en este caso la cosa tiene cierta enjundia adicional que paso a explicar a continuación.
En 1953, el autor presentó Claraboia a
una editorial que, por supuesto, ni le contestó siquiera y tampoco le devolvió
el original. En aquel momento, Saramago era un escritorcillo que no había
publicado más que una novelita menor (Terra do pecado) y algún que otro
cuento. En lugar de intentarlo por otros caminos, el escritor se deprimió,
literariamente hablando, y se hundió en un silencio creativo de casi dos
décadas. En los setenta, cuando decidió volver a empezar, todo fueron éxitos
encadenados hasta alcanzar lo que para muchos es el éxito mayor, o sea, el
Nobel de literatura.
El caso es que Claraboia se quedó
en el cajón de aquella editorial innombrable y durmió el sueño de los justos
durante cerca de sesenta años. En realidad, no tanto: a mediados de los
ochenta, cuando Saramago estaba en la cresta de la ola, la editorial le propuso
publicarla, a lo que él contestó con un sucinto y altivo “ahora no, gracias”.
Ese “ahora” quería decir que el autor no quería ver el libro publicado en vida,
pero sí dejó instrucciones para su publicación “después de ahora”, es decir,
después de muerto.
Saramago murió en 2010 y Claraboia
se publicó en 2011. Por las páginas de esa claraboya póstuma uno se asoma a la
vida cotidiana de los vecinos de un edificio de seis viviendas de Lisboa
durante la primavera de 1952. Cualquiera que haya leído el realismo social
español de los años cincuenta se encontrará como en casa con esta novela. A mí,
personalmente, me trae aires de La Colmena, de Cela y El Jarama,
de Sánchez Ferlosio.
Los personajes son lo mejor de la
historia: el autor usa las técnicas clásicas de la época para construirlos y lo
hace con la maestría de un veterano, pese a que aún no lo era. Los bloques
narrativos son buenos también, pero algunos derivan ya hacia lo que luego sería
una característica fundamental de la prosa de Saramago: la disquisición o
digresión filosófica. Digo “pero” con plena consciencia de que a algunos
lectores les gustarán mucho las disquisiciones de este autor, pero a mí me da
la impresión de que esos bloques, a veces demasiado largos, le quitan sabor a
la novela y hacen que cojee el ritmo narrativo. En esta ocasión, los tramos más
farragosos corresponden a las conversaciones de un zapatero (Silvestre) con un
joven sin oficio permanente (Abel) que se aloja en la casa del primero. Su
relación es el eje fundamental del libro. Conversan y discuten sobre muchos
asuntos y, de hecho, son ellos dos quienes cierran el libro con un final que
parece tener visos de colofón pero, de hecho, resulta más bien flojo y
decepcionante.
En suma, Claraboia es una lectura
excelente que me ha inspirado, como tantas obras de esa misma época, un montón
de temas e historias para escribir. Se perciben, como he indicado, algunos cabos
sueltos en la ilación de la historia, pero los personajes son tan sólidos que
uno siente pena cuando llega a la última página y se da cuenta de que sus vidas
terminan ahí mismo, donde dice “este libro se terminó de imprimir...”.
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