lunes, 29 de octubre de 2018

Milagritos

De cuando era niño, recuerdo varias cosas que entonces me parecían milagrosas. Hoy hay muchas más, pero en aquellos años el mundo estaba mucho más vacío y daba tiempo a mirar, y mirar, y mirar, y mirar hasta hartarse. Quizá por eso, o quizá de natural, yo siempre he tenido cierta tendencia a la contemplación, como ya he explicado en otras ocasiones. Podría decirse de mí que soy lo opuesto a un buen militar: disciplinado, alerta, obediente, marcial, decidido. Tan opuesto que, cuando era niño, a veces me quedaba diez minutos mirando cómo goteaba un grifo. ¿Qué miraba? El milagro de la gota, en todos sus detalles. Recuerdo el grifo del lavabo antiguo que había en el baño de mi casa, en Montevideo. Goteaba muy, pero muy despacio, digamos que a dos gotas por minuto. De hecho, si uno apretaba bien la canilla (el grifo, perdón, la memoria me tergiversa el vocabulario, el geolecto), el goteo cesaba. Con ese ritmo daba tiempo a sentarse de costado en la orilla de la bañera, apoyar el brazo en el lavabo, apoyar la cabeza ladeada sobre el antebrazo y, en esa cómoda posición, contemplar cómo se iba formando un orbe transparente en la boca negruzca de la canilla, un orbe que iba creciendo con una fascinante lentitud y, a medida que engordaba, se convertía en una pantalla en la que uno podía distinguir los volúmenes principales del cuarto de baño: la cortina de ducha, el espejo, el armarito, la puerta. Todo lo que se reflejaba en aquella esfera maravillosa estaba, además, vuelto cabeza abajo, con lo que la fascinación era aún mayor. Cuanto más aumentaba el diámetro de la gota, más detalles se podían ver en aquel minimundo al revés. En un momento dado, la gota se hacía tan grande que la tensión superficial era incapaz de sujetarla. Se percibía entonces una tensión, una deformación, un estiramiento, un temblor que iba creciendo hasta que de repente, zas, se soltaba y volvía una vez más la negrura del tubo de metal. Yo no sentía pena ni nostalgia de la gota perdida porque sabía que de inmediato comenzaría de nuevo el proceso, y así me quedaba, con la cabeza apoyada en el lavabo, hasta que el ensalmo se desvanecía con una voz que me preguntaba: "¿se puede saber qué haces?".

Como es de suponer, yo nunca respondía a la pregunta, y ahí mismo terminaba mi sesión de contemplación. Pensaba que si explicaba todas esas cosas a un adulto me tomarían por tonto, o por vago, o por quién sabe qué. Si me tiraban de la lengua, decía "nada", y listos. Aun así, me costaba entender por qué la gente no se pasaba el día mirando aquellas gotas mágicas que todo lo transformaban.

Otro de milagros favoritos con los que podía pasar horas en modo contemplativo era el tocadiscos. En casa de mi abuela había un tocadiscos portátil con forma de maleta, forrado en tela azul y cantos pespunteados en beige. Qué artefacto tan fascinante. Parece que los adultos no le daban mucho valor porque siempre que íbamos de visita nos dejaban trastear con él. Ahí estaba yo, con un cacho de plástico negro en forma de círculo, o más propiamente de disco, recién sacado de su rutilante funda de cartón policromado. Lo apoyaba en una caja, en la parte plana, donde había otro círculo del mismo tamaño que el cacho de plástico negro. Ese otro disco estaba mecanizado y daba vueltas a una velocidad constante, lo cual para mí ya era motivo de asombro. En la otra parte de la caja, que se levantaba y se encajaba en vertical, había un cacho de cartón con un imán enorme y un cable en el medio (el altavoz, el parlante, o como quiera que se llame). Alta voz. Parlante. Esos vocablos. Este idioma. Sigo: colocado el disco, había que mover una palanquita que remataba en un minúsculo pie, llamado aguja, que no era mucho más grande que la pata de un insecto. De hecho, vista de cerca, la aguja se parecía bastante a la pata de una cucaracha. La aguja tenía que caer justo, justo, en el margen exterior del disco. Y de repente, cuando la pata de cucaracha se posaba en el margen exterior del cacho de plástico negro, todos aquellos objetos (cartón, plástico, cable, maleta de tela, imán) me traían la voz de Los Bravos, o de Los Tres Sudamericanos, o de Paul Mauriat, o de Conchita Piquer. Guitarras, trompetas, tambores, violines, timbales y seres humanos, todos ellos regalándome melodías allí, en casa de mi abuela, en la trastienda del mundo.

No es que no entienda la teoría del sonido. No es eso. No es que no sepa cómo funcionaba un tocadiscos. Tampoco. Y no es, por supuesto, que quiera ocultar la ciencia llamándola milagro. Que no, caramba.

Estoy hablando de la fascinación infantil, que es como un océano, como un viento fresco y benigno que lo acaricia todo con una pasión irresistible. Y los niños, tanto los de aquella época como los de ahora, nos sumergíamos con naturalidad en aquel océano, nos dejábamos acariciar por aquel viento.

En aquel mundo tan vacío, con la mitad de gente que ahora, con una fracción de las cosas que hay ahora, ser niño era, en gran parte, ir descubriendo los milagritos que había en casa. Quizá algún día me anime a describir los milagritos que había en la calle, en el parque, en el mercado. Aquello sí que era una explosión de milagros. Quizá otro día.

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