lunes, 10 de diciembre de 2018

Otras formas de acabar

Hoy quedamos en el Maxi a tomar una caña. El bar está lleno porque hay partido. La ventaja de venir en día de partido es que, si juegan mal, hay muchos momentos de tranquilidad relativa y se puede charlar. Parece que hoy es uno de esos días: la gente mira con desgana de vez en cuando y menudean los comentarios despectivos sobre jugadores y entrenadores. Nos acodamos en la barra y pedimos dos cañas. Maxi nos las sirve y coloca un platito con aceitunas entre medias.

Veo a Igor más flaco y algo preocupado. Anda metido hasta las cejas en un proyecto misterioso y tiene poco tiempo, aunque ha conseguido escaparse un rato para charlar. Lo de que esté más flaco es bastante normal porque le pasa siempre que tiene trabajo. Ahora bien, ver a Igor preocupado es preocupante, porque es el tío más despreocupado que he conocido en mi vida. Lo malo es que también es una de las personas más reservadas que conozco. Habla por los codos, todo lo opina, todo lo cuenta, siempre que no tenga que ver con él. Por no saber, no sé siquiera si tiene familia. No aspiro a saber qué es lo que le preocupa, aunque me temo que sea lo mismo de la última vez, hace cinco años. Ojalá que su preocupación de esta vez no tenga cuentas pendientes con la justicia, como aquella.

Como no tengo esperanza de que me cuente nada, abro tema con mis libros.

-Sigo con la serie de Murakami -le explico.

-¿Cuántos llevas?

-A ver... Ya he leído Escucha la canción del viento, Pinball 1973, Baila, baila, baila, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Sputnik, mi amor, After dark y Los años de peregrinación del chico sin color.

-Siete- ha ido llevando la cuenta con los dedos. Tiene la palma derecha abierta y con la izquierda se ha quedado haciendo el gesto de la victoria.

-Eso: equis palito palito, en romanos. Y ahora estoy con La caza del carnero salvaje. Me estoy arrepintiendo de no haberlos leído en orden cronológico, pero bueno, las bibliotecas son como son.

-¿Cómo son? Yo hace milenios que no entro en una- me pregunta con tonillo sarcástico. Yo sonrío, dejo pasar de largo la pregunta y echo un trago de cerveza. Voy repasando mentalmente la experiencia de lectura, que no es homogénea en absoluto. En particular, la del pájaro de cuerda, que es un novelón de sopocientas páginas, se me resistió bastante. En todas las demás he ido encontrando elementos muy interesantes, y de hecho ya tengo una favorita.

-La del pájaro de cuerda se me atragantó por ahí de la página 300- le cuento.

-Pues haberla dejado- contesta-. Yo ya no leo libros aburridos.

-Pero es que tenía que saber cómo acababa- explico.

-¿Pero el Murakami no es de esos que termina sin terminar, que deja los finales abiertos?

-No. Bueno, no siempre. En las primeras. no, desde luego- me quedo pensando un momento-. Aunque en realidad eso da igual, o sea, no impide que quiera ver cómo termina.

Igor abre los brazos y casi le da un manotazo a la señora de la mesa de la derecha.

-¿Pero cómo va a dar igual, hombre?- pregunta ahuecando la voz- ¿Para qué quieres llegar a un final que no es un final? Yo, si no terminan como es debido, me cabreo.

Igor es un gran lector, pero le gusta avanzar por el texto como por la autopista de circunvalación, o sea, sabiendo a dónde va y con unas expectativas muy claras. No es que no le gusten las sorpresas, no. De hecho le encantan, siempre y cuando sean de corte clásico, o sea, sorpresas de argumento. Muy Código Da Vinci, este Igor. Tanto en la vida cotidiana como en la literatura, las sorpresas formales o estructurales le sacan de quicio. Es un pragmático. Su principio en esta vida es que las cosas son como son. En su estructura mental, el hecho de que haya un escritor que se llame Haruki y escriba novelas en japonés con títulos raros es una alarma tan clara y contundente como la de un bombardeo: hay que salir corriendo al refugio cuanto antes. Y si encima las novelas con título raro no terminan comme il faut, apaga y vámonos.

-Si la historia que cuenta la novela no termina al estilo clásico- empiezo a explicar-, se suele decir que tiene un final abierto.

-O sea, una mierda de novela- me interrumpe, haciendo un énfasis desmedido en la i de "mierda".

-...un final abierto -continúo-. Pero hete aquí que, al llegar a ese final abierto, la novela se ha terminado de verdad, ya no hay más páginas, pone "FIN" y luego "Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de bla bla bla, queda hecho el depósito legal tal y cual".

-Hasta eso te lees... Estás como una cabra, tronco.

-Bueno, pues si la historia termina ahí, en un sitio que para mí, o para ti, no es el final previsible, yo tengo interés en saber por qué deja de escribir el autor. A la gente le parecerá que la historia está inacabada, pero yo no tengo duda de que la persona que la escribió decidió parar ahí, justo ahí y no en otro sitio, no diez páginas antes ni diez páginas después. La historia no está acabada, pero la narración, sí. Por qué.

-Por joder, probablemente- cae el juicio sumarísimo de Igor.

-Probablemente, pero podría haber muchas otras explicaciones. Por eso, los finales abiertos son invitaciones a seguir la historia, o a contar por qué no se ha terminado de contar la historia, o sea, una metahistoria.

-Toma palabro, ya te estás poniendo filosófico metafísico. Maxi, pon dos más, haz el favor, que el partido se está poniendo cada vez más aburrido.

-Marchando, jóvenes.

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