—¡Año nuevo! —dice Igor, levantando la caña para
brindar.
—Y vida nueva —replico de mala gana. Levanto la vista del
libro, choco apenas mi vaso con el suyo y bebo un sorbito para sumirme de nuevo
en la lectura de la novela que tengo entre manos.
—Y post nuevo en
tu blog de escritor fracasado que no escribe, ¿verdad? —apostilla sin avisar y,
como de costumbre, me saca de inmediato de la excelente concentración que
tenía. Sin poder evitarlo, le ofrezco toda mi atención, y también mi furia, que
noto emerger desde un fondo visceral, oscuro y miserable y evolucionar como una
oleada incontenible de bilis que se propaga y en dos segundos alcanza hasta la
más recóndita de mis neuronas.
—Mira, tronco —empiezo,
tomando aire para mejor enfrentarme a lo que tenemos por delante. Me impresiona el talento
que tiene este hombre para sacarme de quicio con cuatro palabras.
—Mira tronco,
mira tronco —me imita él, ridiculizándome con una voz gangosa—. ¿Por qué leches te ofendes
tanto, tío? Si es verdad que no escribes una puta línea, si tú mismo has dicho
no sé cuántas veces que renuncias a la literatura y que está claro que no es lo
tuyo.
—Mira —me detengo
y lo miro. Prolongo la pausa, calculando, y levanto un dedo conminatorio—, tronco —bajo la
mano. Me ha dejado desarmado: no tengo ni idea de lo que quiero decir. Pasan tres segundos. A los dos nos da la risa floja. Igor da una palmada
en la mesa de formica. Yo me recuesto en la silla y miro al techo con una
sonrisa de oreja a oreja. Y esa es la realidad: no consigo nunca cabrearme de
verdad con Igor. Quizá en eso consista la amistad, no sé.
Estamos en el
Maxi, en nuestro bar de siempre, sentados en nuestra esquina de siempre, debajo
de la televisión, que ahora mismo está silenciada porque hay golf en el
canal de deportes. Nos estamos tomando una caña y nos acabamos de zampar la
tapita de pan con chorizo en salsa que nos ha servido el mismísimo Maxi al
llegar, con su cordial saludo de costumbre y sin necesidad de preguntar lo que
queríamos. Bajo la cabeza, miro las vetas de la mesa de formica y empiezo a
dibujar círculos con la humedad del vaso de cerveza.
—Lo que pasa con
el blog... —empiezo de nuevo, pero Igor me corta en seco, todavía sonriendo.
—Para, para, para
—dice, levantando las dos manos, como si yo fuera corriendo y él quisiera
frenarme con todas sus fuerzas—. Un momentito. Momentito. ¿Ves? Este es el
momentito, el momento, el momentazo. Ni más ni menos: ahora.
Levanto una ceja
y lo miro fijamente. De qué me estás hablando, le pregunto sin hablar, solo con
el pensamiento.
—Si estuviéramos
en 1995 —dice—, si estuviéramos en los viejos tiempos, en los buenos tiempos...,
¿te acuerdas?
Asiento con la
cabeza. Él asiente a mi asentimiento.
—Bueno, pues si
estuviéramos en 1995, este sería el momento, el momentazo perfecto.
Se echa la mano a
la cazadora vaquera y saca un paquete de tabaco. Lo mira, le da una vuelta y
otra, lo analiza y me lo pone delante de las narices.
—En 1995, esto no
sería un paquete de Ducados, sino un paquete de Celtas con filtro. Y no tendría
un aviso en blanco y negro que le tapa dos tercios de la superficie —niega con
la cabeza y esboza una sonrisa agridulce—, no, no, no. Tendríamos ahí, por
delante y por detrás, al celta, celtíbero cachas con su uniforme de guerra, la
espada en alto, el escudo preparado, el casco con dos alas y la armadura de
cuero. Celtas extra, se llamaban, no celtas con filtro. Eso de los celtas con
filtro es un disco que salió después, mucho después. La marca era Celtas extra.
Sigue mirando el
paquete. Luego me mira a mí. De pronto noto que le ha cambiado la expresión. No
sabría decir qué es lo que ha cambiado, pero sé que hay algo, quizá dentro de
Igor, quizá no en su aspecto, que acaba de cambiar. Y también sé que el brillo
que le veo ahora en los ojos no augura nada bueno. Sé que se le acaba de
ocurrir algo y que, de alguna manera, en algún momento, la vamos a cagar con su
ocurrencia. Agita el paquete y hace que asomen varios cigarrillos por la
abertura.
—Pilla —ordena, y
como me ve dudar, insiste—. Venga, pilla ya.
Cojo un
cigarrillo. Él coge otro y se lo pone en la boca, de medio lado. Sigue hablando
con el cigarrillo en la boca mientras guarda el paquete en el bolsillo de la
cazadora.
—Pues sí, chaval.
Si fuera 1995 y tú estuvieras a punto de soltarme un rollo insufrible sobre tu
frustración creativa y los motivos por los que tu inspiración lleva treinta y
no sé cuántos años bloqueada, yo habría sacado un par de ciris, no como estos,
sino de los del celta cachas, porque sería el momento ideal para fumar. Y este gesto tan sencillo que acabamos de hacer, y que a ti ya te está poniendo de los nervios, sería lo más natural, lo que todo el mundo hace, y no una infracción o una falta o un yo qué leches qué. Hay que joderse, una cosa tan normal, una cosa tan de toda la vida, ¡prohibida! Prohibido fumar aquí, prohibido fumar en los restaurantes,
prohibido fumar en los cines... Prohibido fumar hasta en los putos cementerios, no sea que
a los muertos les dé la tos, no te jode.
Como yo esperaba, durante ese parlamento Igor se ha ladeado para sacarse el mechero del bolsillo del pantalón. Hay que ver qué peliculero es.
—Y si
estuviéramos en 1995 —continúa—, ya habríamos encendido los celtas y estaríamos
disfrutando de su sabor inigualable.
Y al terminar la
frase, enciende el mechero y me lo pone delante.
—Venga,
enciéndelo —me ordena otra vez.
Yo niego con la
cabeza.
—No, tío. Vamos
fuera. Movidas en el Maxi no, ¿eh?
Igor levanta las
cejas, afectando sorpresa, pero no apaga el mechero ni lo mueve. Me sostiene la
mirada. Cobarde, me está diciendo. Me dejas solo, me reprocha. Se recuesta en
el respaldo de la silla. Pero no me importa, sigue explicándome con la mirada,
sin decir una sola palabra, sin apagar el mechero. Se lo acerca a su cigarrillo,
poco a poco.
—Igor, tronco —le
digo—, sé razonable.
Pero Igor
enciende el cigarrillo y da una calada larga, larga, larguísima, y suelta el
humo apuntando al techo, despacio, con un gesto de placer que se antoja inmenso, infinito. Está paladeando el instante porque sabe lo que va a pasar. No tarda ni dos
segundos en oírse la voz del Maxi. Tranquila, pausada, pero firme.
—Joder, chavales,
pero qué estáis haciendo.
Yo me vuelvo
hacia la derecha para mirarlo, me encojo de hombros y, por toda explicación, le
señalo con la barbilla a Igor. Todo el bar nos está mirando. Igor se ha vuelto
también hacia el Maxi, sonriendo. Luego alza los brazos, como los futbolistas
cuando cometen una falta en mitad del partido, se levanta y va andando sin
prisa hacia la puerta, con el cigarrillo encendido entre los labios. Yo me
levanto también y voy detrás, aguantando la mirada reprobatoria de Maxi, que
está secando unos vasos detrás de la barra, y la del resto de los parroquianos,
que no esperan a que estemos fuera para comentar la ocurrencia de Igor en términos poco elogiosos,
por decirlo de alguna manera.
—Anda, dame fuego
—le digo a Igor ya en la calle—. Gilipollas.
—Ya, bueno, que
le quiten lo bailao a este gilipollas —contesta ahuecando las manos con el mechero—. Era el momento ideal y me ha sabido a
gloria. Y de paso, me he ahorrado tu rollo filosófico sobre la escritura. ¿Que
no?
—Mira, tronco —replico,
y nos volvemos a reír los dos—. Ni de coña, ni de coña. Igual hoy no, pero fijo
que un día de estos te suelto ese rollo, corregido y aumentado. Te lo encasqueto sin anestesia y te lo tragas
doblado, so capullo.
Hay poca gente en la calle. Es martes, ya son las diez y hace frío. Como solía decir mi padre, es la época de los hombres con las manos en los bolsillos y las mujeres con los brazos cruzados. Por encima de los tejados de Madrid, el cielo se ve negro como la tinta, y en el silencio vibra el rumor sordo del tráfico incesante. En ese momento
pasa un camión de la basura de unas dimensiones mínimas, diseñado para circular
por las calles estrechas del centro de Madrid. Se detiene frente a un
contenedor y alarga un brazo mecánico para recogerlo, vaciarlo dentro del camión y colocarlo de vuelta en su sitio, todo ello al ritmo de una serie de chasquidos,
silbidos y zumbidos dignos de una película de naves espaciales.
—Fíjate. Es
que ni la mierda es ya lo que era —dice Igor—. Nos lo han cambiado todo. Nos han
quitado todo lo bueno. Coñazo de vida, joé.
—¿Sabes qué? —digo,
perdiendo la vista en los faros rojos del camioncito que se aleja calle abajo.
—Qué.
—Que vas a ser un
viejo insoportable.
Igor me mira, los
ojos borrosos tras el velo del humo y la brasa del cigarrillo.
—Como debe ser —sonríe
exhalando el humo.
Apuramos el tabaco. Igor sujeta el filtro con la punta de
los dedos para fumarse hasta la última hebra, y quizá también un poco de filtro. Lo termina y, muy civilizado, lo echa al cenicero que hay en la puerta del Maxi.
—Como debe ser —repite—: un
viejo cascarrabias de mierda.
[Escrito en enero de 2020. Pero no lo publiqué. Velay.]
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