viernes, 13 de noviembre de 2020

Hay quien lo lleva peor

Comentario sobre dos novelas de Luis Landero: Juegos de la edad tardía y La vida negociable.

Tuve la suerte de que, allá por los lejanos años setenta, mi madre me llevara a uno de los poquísimos jardín de infantes de Montevideo en los que se enseñaba francés. Me recuerdo a mí mismo cantando el Frère Jacques sentado en un pupitre muy alto, con la cabeza apoyada en una pared que tenía un curioso recubrimiento de plástico corrugado.

Muchos años después, ya en los fabulosos ochenta, me matriculé en primero de francés en la Escuela de Idiomas de Madrid. De aquellas primeras lecturas se me quedó, no sé por qué, la frase siguiente: “il y a plus malheureux que nous”. La traducción aproximada es la que he puesto en el título de este post, a saber, “hay quien lo lleva peor [que nosotros]”, o a quien le va peor la vida, o que lo pasa peor, o que las cosas se le tuercen más.

¿Por qué se me quedó esa frase? Es posible, muy posible, que sea por mi natural tendencia a la autocompasión, pobrecito de mí. Aunque a estas alturas no me acuerdo de nada, supongo que vi el cielo abierto al tener la posibilidad de autocompadecerme en un tercer idioma (en español y en inglés ya sabía, listo que es uno). Por aquellos tiempos me compadecía mucho de mí mismo porque en todo el puñetero curso fui incapaz de pedirle salir a aquella chica, ¿cómo se llamaba?, que iba a la misma clase de francés. Aquella persona encantadora a la que ni siquiera logré invitar a tomar algo, a pesar de que todos los martes y jueves me moría de ganas de estar con ella esos diez minutos escasos que tardábamos en llegar de la Escuela a la parada del autobús. Pobrecito de mí. Pobrecita de ella, mira que ir a toparse con el políglota más tímido de la Península Ibérica.

Rememoraba también la genial frase en francés cuando veía cómo los amigos viajaban alegres por Europa y el norte de África en aquellos largos veranos en los que yo me dedicaba a trabajar por cuatro perras porque, claro, hay que labrarse un futuro y no andar zanganeando por ahí con el Interraíl y las becas del Instituto de Cooperación. Como mucho, el proverbial vuelo a Montevideo, ida y vuelta, a saludar a los abuelitos y a los tíos y a las primas y a cuatro amigos que aún se acordaban un poco de nosotros.

No quiero aburrir a la concurrencia con más recuerdos mediocres y anodinos. Lo que quiero exponer aquí es la intensidad de la empatía que sentí de inmediato por los personajes de Luis Landero al leer esas dos novelas. Landero pinta personajes que no solo son grises, sino que, por motivos muy diversos, exudan grisura por los cuatro costados y lo empañan todo de una pátina indeleble de mediocridad, de languidez. Entiendo que a mucha gente se le caigan de las manos sus libros, pero a mí, justo a mí, me han llegado porque me siento identificado. No llegaré a decir “plenamente” identificado por dos motivos: primero, porque por más que yo vea puntos en común, tampoco hay que exagerar, y no me considero un excremento social como los que pinta este escritor (ahí, ahí es donde encaja la frasecita francesa: les va mucho peor que a mí) y, segundo, porque me gusta jugar al escondite con los adverbios terminados en –mente (son tan larguiruchos y desgarbados que siempre se les ve la patita, por más que se escondan entre los participios y demás palabros sin gracia).

Me gusta de Luis Landero cómo se solaza acoplando vocablos para construir frases que dan ganas de leer en voz alta. Como si las hubiera sacado poco a poco de un tronco, a golpe de gubia, cincel, cepillo y escoplo. Me gusta también que es capaz de tener al lector frito de tedio durante veinte páginas y, en la veintiuna, ponerle los vellos de punta en una escena de acción (a ver, de "acción", que todo es relativo) que fluye a las mil maravillas de principio a fin y te lleva hasta la página sesenta sin esfuerzo alguno. Me gusta su capacidad para retratar la miseria y la inanidad con precisión y arte, sin caer jamás en la lástima, la sensiblería o la demagogia. Son retratos naturales, crudos, como un bodegón con un cuenco lleno de higadillos de pollo. ¿Te desagradan los higadillos? ¿Habrías preferido unas lustrosas naranjas? Bueno, pues yo lo que tengo son higadillos de pollo, nos dice Landero. Míralos bien, están un poco rancios ya, aclara, pero eso es lo que tengo y ahí te los pongo para que los veas si te gustan. Y sí, en sus novelas también hay lustrosas naranjas que asoman de vez en cuando, pero enseguida desaparecen y el mundo sigue siendo un sitio mediocre, tristón, en el que los autocompasivos seguimos arrastrando los pies y mojándonos en los charcos de grisura, que salen por doquier y lo empapan todo sin remedio.

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