sábado, 8 de diciembre de 2018

Las estadísticas mienten, pero a quién

Me pregunta Igor, por correo electrónico, que cómo puedo leer tanto, que de dónde saco el tiempo. Yo le contesto que no leo tanto, y que el tiempo lo saco del mismo sitio que él. Se queja, se revuelve, se rebela y niega la mayor: replica que siempre estoy contándole cosas de los libros que acabo de leer, que siempre hay algo nuevo mientras que él no tiene tiempo ni para mear. Con contundencia me exige que le explique cómo consigo leer tanto. ¿He ido a uno de esos cursos de lectura rápida? ¿Me salto párrafos? ¿Me leo resúmenes? ¿Eh, eh?
Como no sé qué contestarle, he hecho una prueba. He cronometrado cuánto tardo en leer una página. He abierto una novela por una página al azar y, después de comprobar que no fuera un diálogo de monosílabos sino un buen bloque de descripción o narración, he puesto el cronómetro en marcha y he empezado a leer con calma, a mi ritmo. En la primera, que estaba en español, he tardado un minuto y dieciocho segundos. La segunda estaba en inglés y me ha llevado un minuto y treinta y siete segundos. Después he probado con otras tres en español y otras tres en inglés y he llegado a la conclusión de que mi velocidad de lectura, en promedio, es de un minuto y quince segundos por página en español y de un minuto y treinta y cinco segundos en inglés.
A esa velocidad, para leer una novela de doscientas cincuenta páginas en español necesito cinco horas y veinte minutos de lectura. En inglés, seis horas y cuarenta minutos. He mirado un poco por ahí y resulta que mi velocidad de lectura es muy normalita, ni rápida, ni lenta.
Ahora se trata de explicarle a Igor (que es uno de los lectores asiduos de este multitudinario blog) de dónde saco cinco horas y veinte minutos o seis horas y cuarenta minutos, según el idioma, para leer novelas.
Como vivo lejos del trabajo, tengo que invertir una hora para ir y otra para volver. De todo ese tiempo se puede aprovechar como mínimo veinte minutos para leer en cada tramo. Ahí ya van cuarenta minutos, por lo menos. Si leo en el metro todos los días de la semana al ir y al volver, acumulo doscientos minutos, así que si empecé una novela el lunes, para terminarla durante el fin de semana solo me hará falta leer durante una hora y tres cuartos. Digo yo que no es tan difícil encontrar una hora y tres cuartos para leer durante un fin de semana. Además, durante la semana suele haber alguna noche con tiempo libre para echar unas páginas extra, así que lo más probable es que me pueda terminar la novela antes del domingo, sobre todo si es buena.
Claro que todo esto no le dirá nada a la gente que tiene que conducir, que tiene niños pequeños o que disfruta con los juegos de ordenador o con las series de televisión en formato paquete de salchichas (o sea, de seis en seis, o por docenas). Con ese tipo de cosas, y con muchas otras, el tiempo disponible para leer, que en realidad no es tanto, se reduce una barbaridad. Pero eso no quiere decir, como parece señalar Igor, que leer lleve mucho más tiempo que todas esas cosas.
A mí me da la impresión de que la gente como Igor tiene un concepto raro de la lectura: identifican la imagen de una persona con un libro en la mano con el no hacer nada, con perder el tiempo o con eternizarse en una actividad que, al fin y al cabo, no aporta gran cosa. En otras palabras, creo que piensan que no merece la pena y por eso les resulta pesado o aburrido, cuando no lo eso: si uno ve tres películas en una semana, que no me parece muchísimo, ya está invirtiendo mucho más de cinco horas, y no digamos y hay publicidad por medio.
Ahora que lo pienso, a lo largo de mi vida me he planteado varias veces hacer uno de esos cursos de lectura rápida que anuncian por ahí. De hecho, en un par de ocasiones, en la biblioteca, he hojeado un libro sobre el tema. Al ver el método propuesto, que en líneas generales consistía en resumir mientras se lee, lo dejé, porque a mí me interesan los detalles. Y también porque el tiempo que paso leyendo me resulta agradable y no quiero acortarlo.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Ah, las razones, las razones

-Te lo dije.

Igor suelta la frase y se me queda mirando para ver si contesto, pero no tengo ganas de contestar. Se recuesta en el diminuto respaldo de formica de la silla, una silla de las que ya no quedan: armazón de hierro pintado de negro, asiento y respaldo curvados de formica con acabado imitación madera, remaches metálicos redondos con un agujero en el centro. Aquí, en el Maxi, todavía hay algunas y no desentonan en absoluto. El Maxi es uno de los pocos bares cutres que quedan en este nuevo Madrid de gastrobares, cañas biodegradables y tapas desconstruidas al Pedro Ximénez (quién será ese señor Ximénez, que ahora está por todas partes, quizá reemplazando a la señora Vizcaína o al señor Ajoarriero). En el Maxi todavía hay calendarios de la Cruz Roja y de Desguaces La Torre colgados de las paredes, fotos descoloridas de la bahía de San Sebastián o de los cañones de Aigües Tortes en marcos horteras y cubiertos de grasuza. También hay un santo, que creo que es San Pancracio, y también un cartel de la gestoría Bermúdez, que está en la puerta de al lado. No importa mucho que la gestoría ya no exista y que en el local donde estaba hayan abierto un negocio de todo a un euro. No importa, porque San Pancracio tampoco existe, y las fotos de la bahía de San Sebastián y de Aigües Tortes están tan retocadas que resultan irreales. El Maxi, todo el Maxi, es un entorno irreal, porque cuando estás aquí tienes la sensación de que todavía gobierna Felipe González, de que la mayoría vivimos todavía de alquiler y no sabemos qué coño es una hipoteca, y de que la selección española jamás ha pasado de octavos de final en un mundial de fútbol.

Igor y yo estamos sentados al fondo, a la izquierda, en la esquina, debajo de la tele, formidable ejemplar de rayos catódicos con un manojo de cables y conexiones que le cuelgan por detrás. El Maxi, el dueño, que se llama igual que el bar, se niega a comprar una pantalla plana. Dice que mientras la tele funcione, él no compra una nueva. Su hija Julia, que estudia teleco, le instaló un convertidor digital-analógico para que pudiera seguir usándola cuando llegó el apagón de la señal convencional. La tele sigue ahí, tan campante, aunque Maxi se queja, con razón, de que ahora todo lo ponen con una franja negra arriba y otra abajo, como si fuera una película de versión original de las que dan en los Alphaville.

Aquí, debajo de la tele, hay menos barullo, aunque también un poco más de mugre. Nos sentamos uno frente al otro en una mesa de formica, del mismo material que el respaldo de la silla. Procuramos no tocar mucho la mesa, por miedo a quedarnos pegados. Hay que levantar la voz para superar el estruendo de la tele, que suele estar sintonizada en algún canal de deportes, pero estamos lejos de las conversaciones y cuesta un poco menos entenderse. Yo he pedido una caña. Igor, que es más chulo que un ocho, se ha pedido un vermú, aunque hace rato que pasó la hora de la cena.

-Te lo dije -repite Igor- porque es que era evidente. Por eso te lo dije.

Tiene razón, pienso. Levanto la caña, miro el círculo que dibuja la humedad en la formica pringosa y la coloco otra vez, en la tangente de ese círculo. La levanto y la poso otra vez, y otra vez, y así voy dibujando unos aros olímpicos mientras pienso que Igor tiene toda la razón. Me lo dijo: "tú empieza otra vez con el blog y vas a ver cómo no pasa nada en absoluto". En realidad, lo que me está diciendo que me dijo era que no empezara otra vez con el blog porque no iba a conseguir nada, pero en fin, él y yo nos entendemos.

No es que me moleste que haya acertado, claro. Igor casi siempre acierta porque sabe leer a la gente. Nos ve, nos observa y nos entiende a todos como si fuéramos novelas, o personajes de novela. No le cuesta nada, y además no pierde ripio. Es preciso en sus análisis hasta límites insospechados. Y con la gente de su círculo, no digamos. Y conmigo, qué barbaridad, si a veces parece mi madre. No, lo que me molesta es que no entienda mis razones.

Por eso no sale adelante la conversación: porque yo no quiero. No quiero decirle que no esperaba conseguir nada abriendo otra vez el blog y que, por lo tanto, la cosa marcha como estaba previsto. No, para qué. Yo sigo haciendo aros olímpicos mientras Igor se descoyunta para intentar ver lo que ponen en la tele. "Pentatlón moderno, qué coñazo", dice. Una prueba de hípica mortalmente aburrida, de lo que deduzco que debe de ser la televisión pública.

Desanimado, quizá, por mi silencio, Igor vuelve a la posición normal y decide cambiar de tema.

-Lo que daría por echarme un ciri aquí sentado, tío. Te juro que pagaría por que me dejaran fumar dentro del bar como antes -dice de repente.

Sonrío sin mirarle. Yo hace tiempo que no fumo, pero él no lo ha dejado, y en su momento Igor y yo compartimos cajetilla y mechero, y entiendo muy bien lo que me dice. De hecho, esa es una de las cosas que le faltan al Maxi y que echo muchísimo de menos: el humo del tabaco. Ya son años los que llevo sin darle al cigarrillo, pero cada vez que cruzo unas hilachas de humo de tabaco, en lugar de hacer aspavientos como la mayoría de la gente, yo respiro hondo. Intento adivinar si es rubio o negro. Intento que me llegue un poco de alquitrán a los pulmones. Me gustaba fumar, qué carajo. Me gustaba mucho.

Y cómo me va a molestar que haya acertado con su previsión sobre el blog. No, lo que me molesta no es la profecía cumplida, sino que no entienda. Ya hemos hablado, aquí mismo, en el Maxi. Ya hemos quedado en que iba a dejar de dar vueltas en círculo, de esconderme de mí mismo y de sorprenderme cada vez que me vuelvo a encontrar: "¡uy, mira, si resulta que tengo cosas interesantes que contar!". A mis años, ya me conozco, y ya he tirado la toalla. El blog me sirve de archivo, eso es lo que es: un archivo. He descubierto que la memoria humana es un bendito desastre y me da muchísima rabia no acordarme de lo que voy leyendo, de cuándo he leído cada cosa y de las impresiones que me he llevado de cada libro. De repente, en casa, miro una estantería, saco una novela y sé que la he leído, pero no me acuerdo de nada, o de casi nada. En los dos años en los que dejé de publicar reseñas, he perdido en ese pozo de la memoria una cantidad considerable de novelas, algunas muy buenas, como Patria, de Fernando Aramburu, y The Sportswriter, de Richard Ford. Esta última la saqué de la biblioteca de Oviedo cuando le dieron el Princesa de Asturias de las letras.

-¿Sabes que el Princesa de Asturias de las letras se lo dieron a Richard Ford? -le pregunto de repente a Igor. Él se me queda mirando con una expresión rara.

-Hace dos años- dice con parsimonia y un dejo de sarcasmo.

-Sí, sí, hace dos años, perdona. Nada, pensaba en voz alta.

-Y por supuesto has leído algo de él pero no está en el blog, ¿verdad? -me pregunta inclinándose hacia delante y abriendo mucho los brazos, como si la pregunta la pudiera contestar cualquiera que pasara por allí en ese momento.

-Por supuesto -contesto, y tomo un sorbo de cerveza antes de volver a sumirme en mis aros olímpicos. En realidad, por eso he vuelto: para que no se me vuelva a perder Richard Ford, para entrar en el blog y ver ese chorizo inmenso de tags a la derecha y darme la satisfacción de tener una verdadera lista de lectura: ahí está lo que llevo leído. Que no se me pase, que no se me olvide. Esto es un trabajo como cualquier otro y merece la pena conservarlo y reconocerlo. No son medallas, no son logros, es un mero archivo personal.

Pero Igor no lo entiende.

-No entiendo por qué tanta resistencia, tío. Los tiempos cambian, pues uno cambia con los tiempos y ya está. Las pajas mentales no llevan a ninguna parte. Escribe de Trump, escribe de Sánchez, escribe de la corrupción, de Cataluña, de Bolsonaro y de la madre que los parió. Mete caña, por qué no metes caña. Inténtalo por lo menos: en Facebook, Instagram y demás, con temitas trending como esos podrías ser un grande, publicar con gente grande. Con el rollo intimista este de las notitas, las canciones, las citas de gente rara, pues eso: 20 lectores despistados, como mucho.

No lo entiende. Y ya digo que, a mi edad, no me apetece explicar ciertas cosas. Lo que me apetece es terminar de dibujar estos aros olímpicos en la mesa con la humedad del vaso, pero ya queda muy poco.

-Maxi, ponme otra caña cuando puedas.

-Marchando, chaval.

Me encanta que Maxi me siga llamando chaval.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Un tren tantito desorganizado

He hecho una pausa entre tanto Murakami para leer algo en español. Como es mi costumbre, me acerqué a la biblioteca y elegí una novela de alguien a quien no he leído nunca, por probar. Miento: a Elena Poniatowska la había leído muchas veces en prensa, pero jamás en libro. En todo caso, el volumen que saqué se llama El tren pasa primero, y es una señora novela, con un montón de páginas, no como los artículos de prensa. Supongo que cuenta como primera vez para doña Elena y un servidor.

Esta novela narra la historia de Demetrio Vallejo, líder sindical obrero que organizó la huelga ferroviaria más memorable de la historia de México, en 1959. Tiene tres partes: en la primera se narra el movimiento de protesta y la huelga, hasta el momento de la detención de Vallejo. La segunda se centra en los once años qué pasó en la cárcel, hasta 1970, acusado de sedición, entre otras muchas cosas, por el gobierno del presidente Adolfo López Mateos. En la tercera se da un salto hacia atrás y se cuenta su infancia en un pueblito de Oaxaca, su juventud de lucha y esfuerzo y su ascenso en las filas del sindicato ferroviario. El último capítulo de esa tercera parte salta hacia delante para enlazar otra vez con los años cercanos a su muerte.

Aunque digo arriba que es una señora novela, la impresión que he tenido no ha sido la de una novela, ni tampoco de un reportaje, como cabría esperar de un relato histórico. Más bien me ha dejado con la sensación de haber abierto un enorme baúl de fotos y cartas en el que esas fotos y cartas estaban más o menos en orden, pero no tanto. He ido viendo y conociendo lugares y personajes, pero siempre me faltaba información. La escritora cambia todos los nombres, empezando por el de Vallejo, que se llama Trinidad Pineda en la novela, por lo que tampoco puede uno aspirar a ubicar personas reales y buscarlas en otros libros. Como el relato no está hilado en una sucesión tradicional se queda uno con eso: con una serie de estampas o escenas más o menos relacionadas entre sí. También parece que la narración estuviera dirigida a un lector que ya está al corriente de muchas, muchas cosas, pero como no es el caso, me he perdido con frecuencia y más de una vez me he visto retroceder varias páginas para comprobar que no me había perdido nada (y no). Hay saltos en los tiempos verbales, saltos en el tiempo narrativo, saltos sustantivos porque aparecen y desaparecen por todas partes nombres y hechos que son como fantasmas, como invitados en una fiesta multitudinaria (¿quién será este?). Menudean los nombres propios aquí y allá, las menciones a hechos, lugares, objetos y tradiciones del istmo de Tehuantepec, de Oaxaca y de la Ciudad de México que a veces se explican, pero muchas veces no.

Otro asunto bastante llamativo de este libro es la catalogación de los personajes. La narradora dicta desde el primer momento quiénes son los buenos y quiénes los malos en esta historia, y no deja nada al juicio del lector, sobre todo en el aspecto político, que está meridianamente claro desde la primera página de la novela. La caracterización de hombres y mujeres es arquetípica, sobre todo la del protagonista, pero también la de sus acompañantes y sus antagonistas. Quizá por eso El tren pasa primero es un libro sin sorpresas, sin misterio, sin los alicientes que suelen tener las historias en las que todos esos rasgos personales se van descubriendo a medida que se vuelven las páginas.Al contrario, esta historia es más como las fábulas, los cuentos y los mitos de antaño, en las que todo el mundo conocía de antemano a los personajes y nadie osaba salirse de su papel.

Después de leer el libro he estado desasnándome en internet sobre aquel movimiento obrero de 1959 y sobre el personaje real, Demetrio Vallejo, que escribió mucho, tanto en prensa como libros. Yo me imagino que Poniatowska se ha debido de dar una inmensa sobredosis de Vallejo, anotando de tanto en tanto las imágenes, las frases y los momentos que más impresión le hayan hecho, y que más tarde habrá armado la novela a partir de todas esas notas. Esa larga inmersión en la vida un tipo tan carismático como fue Vallejo explicaría, de ser cierta, todos esos sobreentendidos y esa falta general de coherencia en el relato, que con seguridad resultará mucho más llevadera a quien ya conozca al personaje.

La escritura de Elena Poniatowska es ágil y directa: aunque uno no entienda o se pierda, no da tiempo a aburrirse porque enseguida ofrece algo nuevo o distinto. No se queda más de dos páginas en la misma habitación, en el mismo tren. Por eso, creo yo, a pesar de esa estructura tan inestable, tan irregular, el libro se le bastante bien. Me quedo con las imágenes de los trenes antiguos, que por motivos personales me resultan entrañables, y con algunos diálogos muy realistas e interesantes, sobre todo entre mujeres.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Siempre hay pérdidas personales

"Vuelves a la sociedad que conoces y en la que has vivido y ves que es otra, paseando por Barcelona veo que me apropié de una ciudad que ahora no encuentro. Siempre hay una pérdida."
Entrevista a Eduardo Mendoza, El País, 15 de noviembre de 2018

martes, 13 de noviembre de 2018

Abriendo puertas al pasado

El domingo pasado por la noche, Alfonso Cuarón pre-presentó su nueva película, que se titula Roma, en la sala del sindicato de directores de cine de Nueva York. Tuve la suerte de ir con un amigo y no solo ver la película, sino también de escucharlo a él hablando de su experiencia creativa y de las vicisitudes del rodaje de una película tan especial.

Explicó que era una obra autobiográfica, que reflejaba un período de su infancia, entre 1970 y 1971, en el que su familia vivió en la colonia Roma de la ciudad de México. Al ser algo tan personal, Cuarón hizo algo que no había hecho nunca antes, a saber, escribir el guion solo, sin compartirlo con nadie, sin pedir consejo o ayuda a nadie. Hizo lo mismo con las técnicas narrativas: en lugar de utilizar las fórmulas y las técnicas habituales, se dejó guiar por el instinto y procuró reproducir lo que su memoria le iba dictando. No quería hacer un documental ni una película histórica, sino sencillamente un mural, o un collage, de lo que su cabeza había conseguido rescatar de aquellos años.

Al explicar la experiencia de escribir esos retazos de infancia, el director puso como ejemplo un largo pasillo lleno de puertas: iba recorriendo ese pasillo, abriendo las puertas una a una y rescatando recuerdos, y a veces una de esas puertas daba paso a otras puertas, y así sucesivamente. Me quedé con esa imagen, la del pasillo y las puertas, porque coincide muy bien con la época que estoy viviendo en este momento.

En cuanto a la película, estoy muy agradecido a mi amigo por haberme llevado al preestreno, y también a Alfonso Cuarón, no solo por traerme esa imagen de la ciudad de México, tan diferente y a la vez tan parecida a la que yo viví casi treinta años después. En particular, me impresionó lo bien que reproducía los sonidos de la ciudad, incluido el carrito de los tamales. No llegaré al extremo de decir que disfruté de la película como si fuera un libro, pero estuvo cerca. Es una película que da tiempo para pensar.

martes, 6 de noviembre de 2018

A reposar un poquito

Con unos buenos auriculares y un buen sillón, esta música es un estupendo masaje emocional. A mí, por lo menos, me deja como nuevo.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Una novela impromptu

(Extracto de Escucha la canción del viento, de Haruki Murakami, traducido del inglés por mí. Seguro que la versión del japonés de Lourdes Porta es mil veces mejor, pero aquí no tengo forma de conseguirla. Mil disculpas.)

—La última vez que ley un libro fue este verano —dijo [el Rata] de repente—. No me acuerdo ni del título, ni del autor, ni de por qué me lo leí. Pero bueno, iba de una mujer. La protagonista es una diseñadora de moda, una tía como de treinta años que está obsesionada con la idea de que tiene una enfermedad incurable.

—¿Qué clase de enfermedad incurable?

—Yo qué sé, cáncer, puede. ¿Qué otras hay? Bueno, pues la mujer se va para un sitio de veraneo en la playa y se pasa todo el rato masturbándose. En el baño, en el bosque, en la cama, en el mar, y no hace más que masturbarse en todas partes.

—¿En el mar?

—Que sí, ¿a que flipas? ¿A qué viene contar eso en una novela? Anda que no hay cosas que contar, digo yo.

—La verdad es que sí.

—A mí no me va esa clase de novelas. Me dan ganas de vomitar.

Asentí.

—Si la novela fuera mía, sería muy diferente.

—¿Cómo sería?

El Rata se puso a toquetear el borde del vaso y se quedó pensando.

—A ver, a ver qué te parece esto. Voy en barco por el Pacífico, y va el barco y naufraga. Total, que pillo un salvavidas y me quedo ahí flotando en el agua, más solo que la una, mirando a las estrellas. La noche está preciosa, muy tranquila. Y de repente veo a una chavala que viene braceando hacia mí, agarrada a otro salvavidas.

—¿Está buena?

—Ya te digo.

Le di un sorbo a mí cerveza.

—Te está quedando un poco cutre —dije, meneando la cabeza.

—Espera, que no he terminado. La cosa es que estamos ahí los dos juntos, flotando en medio del océano, y nos ponemos a charlar. Hablamos de todo un poco: el pasado y el futuro, nuestras aficiones, con cuántas tías me he acostado, lo que nos gusta ver en la tele, lo que soñamos anoche y cosas así. Y entonces nos tomamos una cerveza.

—A ver, para un momento. ¿De dónde sale la cerveza?

El Rata reflexionó unos instantes.

—Está desperdigada por el mar —dijo—. Hay latas de cerveza flotando por ahí, de la cocina del barco. Y latas de sardinas también. ¿Te vale eso?

—Bueno.

—Después de un rato empieza a clarear. "¿Qué vas a hacer?", me pregunta la chica. "A mí me da que hay una isla por aquí cerca, voy a ponerme a nadar hacia allí". Pero yo sé que su presentimiento puede ser un error, así que le digo: "mejor nos quedamos por aquí flotando y bebiendo cerveza. Seguro que al final viene un avión a rescatarnos". Pero ella se va nadando, sola.

El Rata suspiró y echó un trago a la cerveza.

—La chica sigue nadando durante dos días y dos noches y por fin llega a una isla. Yo, para cuando me encuentra el avión de rescate, tengo una resaca de tamaño natural, como corresponde. Pasan los años y un día nos encontramos en un bar de un barrio cualquiera.

—Y os tomáis otra cerveza, ¿a que sí?

—¿No te dan ganas de llorar?

—Uy, sí.

La novela del Rata tenía dos cosas buenas. Una, que no había escenas de sexo; otra, que no moría nadie.

* * *

Nota: sí, me estoy leyendo todas las novelas de Murakami. Qué pasa. Vosotros os dais al binge watching y yo no me puedo dar al binge reading... ¡Racistas!