¿Quién ha escrito esto? ¿Quién ha escrito esto?
La pregunta de siempre. En el trabajo, te topas con ese texto importante, quizá crucial (según cómo vayan las cosas de hoy en adelante), y piensas: esto está mal escrito, o peor aún, esto está mal razonado, o mal presentado, o mal explicado. Por supuesto, uno no es más que un mandado y no hay métodos o procedimientos para comunicarse con el pez gordo de turno y decirle lo que uno opina, no con ánimo criticón, sino para mejorar o arreglar algo que, como digo, no solo es importante sino que podría llegar a ser crucial.
Cuando me pasan esas cosas, como me acaba de pasar hace cinco minutos, procuro recordar que, como dicen en las películas, yo solo trabajo aquí. Me han contratado para dar un servicio, así que hala, a dar el servicio y a callar como una... persona asalariada.
Sí, claro, pero entonces, ¿qué hago con la responsabilidad? Por sacar las cosas de quicio, digamos que un ejército me contrata como intermediario para comprar frutas y verduras. Me consta que esas frutas y verduras se usan para alimentar a los soldados del ejército, que tienen que comer todos los días (luego es un trabajo bueno) y que están ocupando ilegalmente un territorio extranjero (luego... ¿es un trabajo malo?). Claro está que yo no ocuparía territorios extranjeros, solo compraría lechugas. Imaginemos también que esas frutas y verduras sirven igualmente para alimentar a presos de conciencia que este ejército mantiene recluidos para reprimir todo tipo de protesta contra su ocupación. ¿Qué hago? ¿Dejo el trabajo? ¿Boicoteo a ese ejército invasor y carcelero? ¿No son los soldados, igual que yo, seres humanos con la misma necesidad de comer todos los días? ¿Y los presos? Uno puede decir: no te tortures, si tú no compras frutas y verduras, ya lo hará otro. Por supuesto me doy cuenta de eso, me doy cuenta de que el mundo sigue girando aunque yo no esté a bordo. Pero con eso no se soluciona el problema moral, sino que se le traspasa a otra persona, y así se consolida y se perpetúa el dilema. Entonces, ¿qué? ¿Colaboramos o no colaboramos? Y el colaboracionista, ¿qué es en realidad, quién es en realidad? ¿Qué pasa si nadie colabora? ¿Quién resulta afectado si nadie colabora? ¿Es posible comprar lechugas subversivas o protestar con zanahorias?
Cuando se actúa de mala fe, o cuando las cosas se hacen de mala manera, siempre hay consecuencias. Y esos actos de mala fe o de incompetencia o irresponsabilidad no solo afectan directamente a quienes tienen relación directa con los hechos, sino también a muchísima gente que tiene vínculos indirectos con las malas acciones o las chapucerías.
Siempre se puede hacer algo, me dicen. Siempre se puede decir algo. Sí, es cierto, pero la paciencia y la resistencia a la frustración no están repartidas con equidad y no las venden ni en tiendas ni por Internet.
viernes, 19 de diciembre de 2014
lunes, 16 de junio de 2014
LOL (en serio) en el metro
Cosas que no le pasan a uno todos los días:
1. Ir en metro leyendo una novela y tener que parar porque a)
todos los que van en el vagón están preguntándose a qué vienen esas carcajadas
bestiales y b) las lágrimas no te dejan ver.
2. Leer dos relatos cortos de un novelista italiano y pensar
que para los de Monty Python aquellos dos relatos cortos eran como la biblia. ¡No puede ser tanta coincidencia!
El único libro de Italo Calvino que había leído hasta ahora era Las ciudades invisibles, que me parece un tostón y nunca he recomendado. Pero esto es otra cosa. ¿Quién no los ha leído todavía?
El vizconde
demediado y El caballero inexistente, de Italo Calvino.
viernes, 23 de mayo de 2014
Adaptarse o salvarse
Hace ya tres días que terminé de leer The childhood of Jesus, el último libro de Coetzee, y la verdad es que no sé cómo comentarlo. En el fondo sé que lo mejor sería no comentarlo y punto, pero tampoco me parece bien quedarme sin decir nada. La gente rehúye los libros de Coetzee porque son difíciles, y es cierto, son difíciles, pero no porque escriba raro, como Lezama Lima, o porque use recursos narrativos raros, como Javier Marías, sino porque uno tiene que pensar, pensar a fondo cada cinco o seis párrafos. No es literatura de evasión, sino todo lo contrario: literatura de introspección. En fin, voy a explicar cómo es el libro y allá ustedes con lo que decidan.
Un hombre de cuarenta y tantos años y un niño de seis llegan a un centro de reubicación de una ciudad que no conocen. Han llegado en barco y van a empezar una nueva vida en un lugar nuevo. Por motivos que no se explican en el libro, tanto el niño como el hombre han sido despojados no solo de cualquier objeto o pertenencia, sino también de sus recuerdos, su familia, sus amigos y su nombre. Son conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar a ese centro de reubicación, pero son incapaces de poner en pie un solo recuerdo concreto. Por el mismo motivo, tampoco sienten pena o añoranza por su vida anterior: la nebulosa en la que se ha convertido su pasado no es suficiente para crear un vínculo emocional. Con la excepción de la compañía que se hacen el uno al otro, están genuinamente solos.
Se les han asignado nombres nuevos: el hombre se llama Simón y el niño se llama David. No son familia, pero de momento el hombre tendrá que ser el tutor del niño. También se les asigna un cuarto para dormir y se les dan tareas que tienen que cumplir. El centro de reubicación no tiene todas las respuestas, pero por lo menos facilita lo básico.
La ciudad a la que llegan, Novilla, ha sido despojada de muchas características propias de una ciudad actual. Los habitantes no eligen sus viviendas, sino que se les asignan, igual que los nombres. Da la impresión de que casi todo el mundo tiene más o menos el mismo dinero, y que todos tienen suficiente, pero no demasiado. Se prefiere el trabajo manual a las actividades mecanizadas, se prefiere el transporte público a los coches privados, las tiendas son sorprendentemente austeras y baratas y, en general, hay poca variedad y escasas posibilidades de entretenimiento. No hay ricos ni pobres. Hasta cierto punto, Novilla parece un enorme monasterio, o mejor aún, una ciudad adaptado a las normas de un monasterio.
La población de Novilla la componen inmigrantes que, como los protagonistas, llegaron en un barco y, aun conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar allí, han asimilado el nuevo estilo. La vida transcurre en general sin prisas, sin dificultades y sin urgencias porque la sociedad de Novilla no es competitiva ni innovadora, sino todo lo contrario. En la dieta diaria apenas hay carnes y pescados y la gente se contenta con una frugal dieta a base de pan y legumbres, en el trabajo no se obliga a quien está cansado a seguir trabajando, en los centros de estudio no se investiga, sino que se analiza la realidad circundante, se filosofa y se reflexiona al respecto, etc.
El adulto protagonista, Simón, observa todas estas cosas y reflexiona sobre ellas mientras busca a la madre del niño. La tarea no es sencilla porque no tiene ni idea de quién es: encontró al niño solo en el barco y lo ayudó desde ese momento a buscar a su familia, pero sin éxito. A medida que va conociendo esta nueva sociedad, se da cuenta de que él, Simón, es un inadaptado. El niño es, de hecho, el único factor que lo salva día tras día del tedio y la frustración que le produce esta nueva vida.
En ese entorno intrigante y a la vez verosímil, Coetzee puede plantear los temas que siempre le han obsesionado desde otro punto de vista, y puede también manipular los diálogos y las referencias culturales a su antojo. En Novilla, donde todo el mundo habla español pero nadie es hablante nativo de español, el autor no tiene que asimilar los usos, costumbres e ideas de sus personajes a una sociedad determinada (la sudafricana, la australiana, la británica). En ese contexto, los diálogos sobre sus temas favoritos (la naturaleza de las obras literarias, las relaciones sexuales, la violencia como forma de comunicación humana, etc.) cobran una dimensión diferente. Lo más interesante es la presión social que siente Simón, que es la que sentimos todos los que llegamos a un sitio nuevo. Es interesante porque en el caso de estos recién llegados, esa intuición de que uno debe asimilarse al statu quo, convertirse en un extraño o sucumbir, no está lastrada por el referente constante de la sociedad y la cultura propias. Por eso, Simón se enfrenta al proceso de asimilación con parámetros muy distintos a los habituales.
El título es muy interesante. Es un guiño al lector (yo también he incluido otro guiño en este texto) que va cobrando nuevas dimensiones a medida que uno se acerca al final de la lectura. No voy a decir más porque de lo contrario echaría a perder parte del contenido de la historia, sobre todo el final.
¿Qué más puedo decir? Por ejemplo, que nada más terminarlo lo volví a empezar otra vez para releer algunas secciones, como me pasó también con Foe, otra novela magistral del mismo autor. Como todos los libros de su última época, la cantidad de reflexiones y dudas que plantea esta novela es casi astronómica. Para quienes tenemos la manía de cuestionarlo todo, y para los escépticos patológicos, las obras de Coetzee son el estimulante perfecto.
Un hombre de cuarenta y tantos años y un niño de seis llegan a un centro de reubicación de una ciudad que no conocen. Han llegado en barco y van a empezar una nueva vida en un lugar nuevo. Por motivos que no se explican en el libro, tanto el niño como el hombre han sido despojados no solo de cualquier objeto o pertenencia, sino también de sus recuerdos, su familia, sus amigos y su nombre. Son conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar a ese centro de reubicación, pero son incapaces de poner en pie un solo recuerdo concreto. Por el mismo motivo, tampoco sienten pena o añoranza por su vida anterior: la nebulosa en la que se ha convertido su pasado no es suficiente para crear un vínculo emocional. Con la excepción de la compañía que se hacen el uno al otro, están genuinamente solos.
Se les han asignado nombres nuevos: el hombre se llama Simón y el niño se llama David. No son familia, pero de momento el hombre tendrá que ser el tutor del niño. También se les asigna un cuarto para dormir y se les dan tareas que tienen que cumplir. El centro de reubicación no tiene todas las respuestas, pero por lo menos facilita lo básico.
La ciudad a la que llegan, Novilla, ha sido despojada de muchas características propias de una ciudad actual. Los habitantes no eligen sus viviendas, sino que se les asignan, igual que los nombres. Da la impresión de que casi todo el mundo tiene más o menos el mismo dinero, y que todos tienen suficiente, pero no demasiado. Se prefiere el trabajo manual a las actividades mecanizadas, se prefiere el transporte público a los coches privados, las tiendas son sorprendentemente austeras y baratas y, en general, hay poca variedad y escasas posibilidades de entretenimiento. No hay ricos ni pobres. Hasta cierto punto, Novilla parece un enorme monasterio, o mejor aún, una ciudad adaptado a las normas de un monasterio.
La población de Novilla la componen inmigrantes que, como los protagonistas, llegaron en un barco y, aun conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar allí, han asimilado el nuevo estilo. La vida transcurre en general sin prisas, sin dificultades y sin urgencias porque la sociedad de Novilla no es competitiva ni innovadora, sino todo lo contrario. En la dieta diaria apenas hay carnes y pescados y la gente se contenta con una frugal dieta a base de pan y legumbres, en el trabajo no se obliga a quien está cansado a seguir trabajando, en los centros de estudio no se investiga, sino que se analiza la realidad circundante, se filosofa y se reflexiona al respecto, etc.
El adulto protagonista, Simón, observa todas estas cosas y reflexiona sobre ellas mientras busca a la madre del niño. La tarea no es sencilla porque no tiene ni idea de quién es: encontró al niño solo en el barco y lo ayudó desde ese momento a buscar a su familia, pero sin éxito. A medida que va conociendo esta nueva sociedad, se da cuenta de que él, Simón, es un inadaptado. El niño es, de hecho, el único factor que lo salva día tras día del tedio y la frustración que le produce esta nueva vida.
En ese entorno intrigante y a la vez verosímil, Coetzee puede plantear los temas que siempre le han obsesionado desde otro punto de vista, y puede también manipular los diálogos y las referencias culturales a su antojo. En Novilla, donde todo el mundo habla español pero nadie es hablante nativo de español, el autor no tiene que asimilar los usos, costumbres e ideas de sus personajes a una sociedad determinada (la sudafricana, la australiana, la británica). En ese contexto, los diálogos sobre sus temas favoritos (la naturaleza de las obras literarias, las relaciones sexuales, la violencia como forma de comunicación humana, etc.) cobran una dimensión diferente. Lo más interesante es la presión social que siente Simón, que es la que sentimos todos los que llegamos a un sitio nuevo. Es interesante porque en el caso de estos recién llegados, esa intuición de que uno debe asimilarse al statu quo, convertirse en un extraño o sucumbir, no está lastrada por el referente constante de la sociedad y la cultura propias. Por eso, Simón se enfrenta al proceso de asimilación con parámetros muy distintos a los habituales.
El título es muy interesante. Es un guiño al lector (yo también he incluido otro guiño en este texto) que va cobrando nuevas dimensiones a medida que uno se acerca al final de la lectura. No voy a decir más porque de lo contrario echaría a perder parte del contenido de la historia, sobre todo el final.
¿Qué más puedo decir? Por ejemplo, que nada más terminarlo lo volví a empezar otra vez para releer algunas secciones, como me pasó también con Foe, otra novela magistral del mismo autor. Como todos los libros de su última época, la cantidad de reflexiones y dudas que plantea esta novela es casi astronómica. Para quienes tenemos la manía de cuestionarlo todo, y para los escépticos patológicos, las obras de Coetzee son el estimulante perfecto.
lunes, 24 de febrero de 2014
India
Hablo menos con Tiburcio de lo que me gustaría, pero cuando hablamos, siempre saco montones de información útil. En nuestra última conversación, hace ya unos eones, me dio un nombre: Abraham Eraly. Es un historiador indio bastante discutido por los propios indios. Como he podido comprobar durante mis lecturas, esto se debe fundamentalmente a que, como buen científico, es muy crítico con los tópicos y las ideas preconcebidas y, a la hora de analizar hechos históricos, tiene la fea tendencia de cargar con la responsabilidad a sus protagonistas, y no a las circunstancias.
Cuando busqué este nombre en la biblioteca pública me encontré con dos tomazos, a cual más gordo. El primero, por orden de publicación, era el esplendoroso The Mughal Throne (Eraly escribe en inglés), en el que relata con minucioso detalle la historia de la dinastía centroasiática que dominó el norte de la India durante los siglos XVI y XVII. Los mogoles unificaron prácticamente todo el subcontinente y establecieron las estructuras de gobierno que luego aprovecharon los británicos y, hasta cierto punto, subsisten hasta hoy. En otras palabras, los mogoles, llegados al valle del Indo desde la lejana ciudad de Fergana por una serie de azares del destino, fueron los arquitectos de la India moderna.
El segundo es Gem in the Lotus, que describe la época prehistórica del subcontinente hasta más o menos el año 200 de nuestra era, cuando el imperio Mauriya estableció las primeras conexiones permanentes entre un extremo y otro, o sea, entre los actuales Pakistán y Bangladesh, con toda la zona norte de la India como núcleo.
Entre los dos libros suman más de mil páginas, con un enorme hueco de 1300 años entre ambos que espero que Eraly rellene pronto con otro libro, que nos tiene prometido, y continúe después con un cuarto para la India moderna y contemporánea. Antes de empezar a leer (empecé con el segundo, por aquello del orden cronológico y por no tener ni idea de la historia de la India), tuve la sensación de que no me los iba a acabar nunca, pero hete aquí que después de la tercera página estaba convencido de que me los iba a terminar, los dos, sin saltarme ni una página.
La descripción que hace Eraly en la introducción de Gem in the Lotus es una belleza. Es, supongo, un reflejo de su pasión por ese pedazo de tierra vieja que él nos presenta como un pedazo desgajado de Gondwana, flotando de un polo hacia el otro y chocando violentamente contra eurasia para crear tierra nueva, o sea, esas elevaciones tan monstruosas que son el Tibet, los Himalayas, el Karakorum y demás. Nos explica cómo ese lento pero inmenso cataclismo dejó encerrada una gran masa de agua que siglo tras siglo generó dos inmensas cuencas fluviales, la del Indo hacia el oeste y la del Brahmaputra hacia el este; cómo las lluvias y la nieve de aquellas montañas fertilizaron la llanura que quedó a sus pies y dieron vida a un tercer valle, el del Ganges, y cómo esos tres ríos serían las grandes rutas y las grandes fronteras de los pueblos que se asentarían en aquella zona del planeta.
Hay lectores para los que el nivel de detalle y de análisis de Eraly resulta extenuante. A mí, la verdad, me gusta. No puedo repetir aquí todas las historias que cuenta, y cómo narra, siempre con un ojo puesto en las fuentes originales (arqueológicas), lo que sabemos y lo que no sabemos de cada episodio de esas historias apasionantes. Por destacar una, mencionaré la descripción que hace de la incursión de Alejandro Magno en territorio indio, y cómo sus técnicas militares, tan eficaces como sanguinarias, le permitieron cruzar el subcontinente de lado a lado y no detenerse hasta que sus propios veteranos, hartos de conquistar mundo, le pidieron que diera la vuelta un poco antes de llegar al Golfo de Bengala. Me ha sorprendido saber que en las crónicas indias apenas se hace mención de Alejandro Magno. Para los indios, aquello debió de ser un poco como las incursiones que hicieron alguna que otra vez los vikingos en Sevilla, navegando río arriba por el Guadalquivir en tiempos medievales para llevarse unas cuantas huríes y saquear a gusto los alcázares, la mezquita y quizá echar una meadita desde lo alto de la Giralda, por aquel entonces sin el remate y el campanario.
En resumidas cuentas, que por si aún no se ha notado, estos dos libros de Eraly no solo me han encantado, sino que me han fascinado. Me parece que su estilo es ameno, didáctico y al mismo tiempo crítico y metódico. Excelente lectura.
Cuando busqué este nombre en la biblioteca pública me encontré con dos tomazos, a cual más gordo. El primero, por orden de publicación, era el esplendoroso The Mughal Throne (Eraly escribe en inglés), en el que relata con minucioso detalle la historia de la dinastía centroasiática que dominó el norte de la India durante los siglos XVI y XVII. Los mogoles unificaron prácticamente todo el subcontinente y establecieron las estructuras de gobierno que luego aprovecharon los británicos y, hasta cierto punto, subsisten hasta hoy. En otras palabras, los mogoles, llegados al valle del Indo desde la lejana ciudad de Fergana por una serie de azares del destino, fueron los arquitectos de la India moderna.
El segundo es Gem in the Lotus, que describe la época prehistórica del subcontinente hasta más o menos el año 200 de nuestra era, cuando el imperio Mauriya estableció las primeras conexiones permanentes entre un extremo y otro, o sea, entre los actuales Pakistán y Bangladesh, con toda la zona norte de la India como núcleo.
Entre los dos libros suman más de mil páginas, con un enorme hueco de 1300 años entre ambos que espero que Eraly rellene pronto con otro libro, que nos tiene prometido, y continúe después con un cuarto para la India moderna y contemporánea. Antes de empezar a leer (empecé con el segundo, por aquello del orden cronológico y por no tener ni idea de la historia de la India), tuve la sensación de que no me los iba a acabar nunca, pero hete aquí que después de la tercera página estaba convencido de que me los iba a terminar, los dos, sin saltarme ni una página.
La descripción que hace Eraly en la introducción de Gem in the Lotus es una belleza. Es, supongo, un reflejo de su pasión por ese pedazo de tierra vieja que él nos presenta como un pedazo desgajado de Gondwana, flotando de un polo hacia el otro y chocando violentamente contra eurasia para crear tierra nueva, o sea, esas elevaciones tan monstruosas que son el Tibet, los Himalayas, el Karakorum y demás. Nos explica cómo ese lento pero inmenso cataclismo dejó encerrada una gran masa de agua que siglo tras siglo generó dos inmensas cuencas fluviales, la del Indo hacia el oeste y la del Brahmaputra hacia el este; cómo las lluvias y la nieve de aquellas montañas fertilizaron la llanura que quedó a sus pies y dieron vida a un tercer valle, el del Ganges, y cómo esos tres ríos serían las grandes rutas y las grandes fronteras de los pueblos que se asentarían en aquella zona del planeta.
Hay lectores para los que el nivel de detalle y de análisis de Eraly resulta extenuante. A mí, la verdad, me gusta. No puedo repetir aquí todas las historias que cuenta, y cómo narra, siempre con un ojo puesto en las fuentes originales (arqueológicas), lo que sabemos y lo que no sabemos de cada episodio de esas historias apasionantes. Por destacar una, mencionaré la descripción que hace de la incursión de Alejandro Magno en territorio indio, y cómo sus técnicas militares, tan eficaces como sanguinarias, le permitieron cruzar el subcontinente de lado a lado y no detenerse hasta que sus propios veteranos, hartos de conquistar mundo, le pidieron que diera la vuelta un poco antes de llegar al Golfo de Bengala. Me ha sorprendido saber que en las crónicas indias apenas se hace mención de Alejandro Magno. Para los indios, aquello debió de ser un poco como las incursiones que hicieron alguna que otra vez los vikingos en Sevilla, navegando río arriba por el Guadalquivir en tiempos medievales para llevarse unas cuantas huríes y saquear a gusto los alcázares, la mezquita y quizá echar una meadita desde lo alto de la Giralda, por aquel entonces sin el remate y el campanario.
En resumidas cuentas, que por si aún no se ha notado, estos dos libros de Eraly no solo me han encantado, sino que me han fascinado. Me parece que su estilo es ameno, didáctico y al mismo tiempo crítico y metódico. Excelente lectura.
viernes, 17 de enero de 2014
viernes, 22 de noviembre de 2013
Sin indicios de sufrimiento
Este vagabundo que pasea por la estación central y sus alrededores tiene un aspecto de lo más normal. No diría distinguido, pero sí digno y correcto. Hay que fijarse un poco para apreciar el desgaste excesivo de la ropa en algunos puntos, las cicatrices de las manos, los objetos extraños que porta en el maletín de ruedas, por lo demás de aspecto tan profesional. Y luego está, por supuesto, la forma en que se comunica con nosotros, con el resto del mundo.
Porque como tantos vagabundos de la ciudad, este señor necesita, entre otras muchas cosas, atención psiquiátrica.
Si uno tiene la mala suerte de cruzarte con su mirada, este vagabundo abrirá desmesuradamente los ojos y dará por iniciada la comunicación con el desventurado ser humano que lo miró. Es una mirada que te atraviesa de parte a parte, te da la vuelta como un calcetín y te incita a decir algo, quizá a saludar. Pero antes de que uno pueda reaccionar llega el improperio. Por ejemplo:
-Todo el puto día batallando para tener que cruzarme ahora con tu cara de imbécil -dice, tranquilo, con una voz de trueno.
En ese momento, uno puede cometer muchos errores. Por ejemplo, volverse y contestar. O seguir mirando. Entonces la tormenta arrecia.
-No, no te pares ahí -dirá el vagabundo agitando levemente una mano que intenta expulsar al advenedizo-, hueles a mierda que apestas. Lárgate y déjame en paz.
Si uno quiere sentir la violencia de toda la artillería pesada de este hombre, no tiene más que quedarse quieto. Poco a poco irá surgiendo una buena retahíla de perlas dedicadas al amor fraterno, la filantropía y la buena vecindad.
-¿Tú eres el cabrón que se caga en las papeleras? Sí, tienes toda la pinta de cagarte en las papeleras. Se te ve capaz, y hueles a mierda, y también a papelera. Bueno, lárgate de una vez y déjame en paz, que se me revuelve el estómago de verte y olerte. Ve al hospital a que te laven bien, hijo de perra. Y deja de cagarte donde comemos los demás, enfermo del demonio.
A continuación, el vagabundo reanuda su camino en espiral hacia ninguna parte, digno y correcto, con su maletín lleno de envases que otros no apuraron. Sin indicios de sufrimiento.
Porque como tantos vagabundos de la ciudad, este señor necesita, entre otras muchas cosas, atención psiquiátrica.
Si uno tiene la mala suerte de cruzarte con su mirada, este vagabundo abrirá desmesuradamente los ojos y dará por iniciada la comunicación con el desventurado ser humano que lo miró. Es una mirada que te atraviesa de parte a parte, te da la vuelta como un calcetín y te incita a decir algo, quizá a saludar. Pero antes de que uno pueda reaccionar llega el improperio. Por ejemplo:
-Todo el puto día batallando para tener que cruzarme ahora con tu cara de imbécil -dice, tranquilo, con una voz de trueno.
En ese momento, uno puede cometer muchos errores. Por ejemplo, volverse y contestar. O seguir mirando. Entonces la tormenta arrecia.
-No, no te pares ahí -dirá el vagabundo agitando levemente una mano que intenta expulsar al advenedizo-, hueles a mierda que apestas. Lárgate y déjame en paz.
Si uno quiere sentir la violencia de toda la artillería pesada de este hombre, no tiene más que quedarse quieto. Poco a poco irá surgiendo una buena retahíla de perlas dedicadas al amor fraterno, la filantropía y la buena vecindad.
-¿Tú eres el cabrón que se caga en las papeleras? Sí, tienes toda la pinta de cagarte en las papeleras. Se te ve capaz, y hueles a mierda, y también a papelera. Bueno, lárgate de una vez y déjame en paz, que se me revuelve el estómago de verte y olerte. Ve al hospital a que te laven bien, hijo de perra. Y deja de cagarte donde comemos los demás, enfermo del demonio.
A continuación, el vagabundo reanuda su camino en espiral hacia ninguna parte, digno y correcto, con su maletín lleno de envases que otros no apuraron. Sin indicios de sufrimiento.
jueves, 31 de octubre de 2013
El soldado Dos Passos
A mi difunta abuela, nacida en 1907, le gustaba contar que, cuando era niña, su padre colgó un enorme mapa a todo color del Benelux en el salón de la casa familiar. El doctor, una de las eminencias de aquella población provinciana, compró chinchetas de colores y, siguiendo las noticias de la radio, empezó a colocar banderitas que indicaban las posiciones de los ejércitos que luchaban en la guerra de trincheras de la contienda mundial. Mi abuela, con sus ocho o nueve años, observaba aquello como si fuera un juego. Veinte años después le tocó vivir una guerra de verdad, una guerra en la que perdió a parte de su familia, incluido su marido y padre de sus cinco hijos.
Por algún punto de aquel mapa que mi bisabuelo recorría con el dedo ante la atenta mirada de mi abuela avanzaban renqueando entre el barro y las ruinas dos ambulancias del ejército estadounidense. Una la conducía Ernest Hemingway, que después escribió A farewell to arms (adiós a las armas) basándose en esa experiencia. La otra la llevaba el que luego sería su amigo, John Dos Passos.
A Hemingway lo conocemos casi todos. A Dos Passos no tanto, y eso que escribió mucho, y escribió probablemente mejor que su amigo. Sin embargo, el segundo nunca consiguió alcanzar las cotas de popularidad del primero, e incluso sus coterráneos estadounidenses lo tienen un poco arrinconado. Cuando les preguntas por Dos Passos, te responden con cierto desdén, o más bien con indiferencia. Algunos ni siquiera lo conocen, o piensan que era extranjero. En la biblioteca pública, las obras completas de Hemingway tienen una demanda impresionante, mientras que las de Dos Passos suelen estar disponibles.
Piensa uno entonces: ¿no decía el propio Hemingway que su amigo John escribía mejor que él?¿A qué se debe esta aparente injusticia?
Una lectura rápida de cualquier biografía de Dos Passos (incluida la de la Wikipedia) nos da la pauta: es por motivos políticos. En su juventud, Dos Passos fue un socialista convencido, por lo cual no les cae simpático a los estadounidenses de derechas. En su madurez, y después de muchas vueltas y revueltas, su ideología viró hacia la derecha liberal tradicional y se consagró a la defensa a ultranza de las libertades individuales como única garantía de paz social, por lo que los americanos izquierdosos lo consideran un traidor. En cualquier parte del mundo, esa deriva ideológica convierte a su protagonista en carne de cañón, pero es que aquí, en el país de las etiquetas, es un pecado imperdonable. Dicho esto, vamos con la cosa literaria.
La segunda novela de guerra de John Dos Passos se titula Three Soldiers (tres soldados). Empieza en los Estados Unidos, durante la etapa de reclutamiento de tropas para la primera guerra mundial. Tres muchachos de orígenes muy diversos se conocen durante la instrucción, en uno de los campamentos militares que creó ad hoc el ejército por aquel entonces. Los tres se embarcaron en uno de aquellos transatlánticos que cruzaban el océano rumbo a Europa cargados de chavales de 18 años, y volvían con los tullidos, los amputados y las notas de pésame para las familias. Una vez en Francia, los tres amigos son destinados a batallones diferentes y se separan. Dos de ellos llegan a distintos puntos del frente y viven el infierno de las trincheras, y uno se queda en los servicios de la retaguardia.
[Por cierto, al hilo del ambiente de la guerra de trincheras, una de las mejores cosas que he leído al respecto es una novela del periodista inglés Sebastian Faulks titulada Birdsong. Aparte de ser un dramón, la segunda parte cuenta la historia verídica de una unidad muy especial del ejército británico: la que se dedicaba a excavar túneles en el frente para tratar de colocar minas debajo de las trincheras de los alemanes. Por supuesto los alemanes también tenían unidades parecidas y a veces se encontraban durante el avance, con las consiguientes batallas subterráneas.]
Al final de la guerra, los tres soldados llegan a París por separado. Los ejércitos aliados tenían el mandato de invadir varias partes de Alemania y mantener el control de las zonas limítrofes de Francia, Bélgica y Holanda durante un tiempo indeterminado. Los tres amigos se ven, se hablan, pero no pueden volver a estar juntos. Tampoco los desmovilizan: tienen que seguir trabajando gratis, obedeciendo las órdenes absurdas de oficiales aburridos y caprichosos que se han quedado sin guerra y tampoco pueden volver a casa.
Uno de los tres soldados pide un permiso para estudiar música en la universidad. Tras muchas peripecias lo consigue y puede empezar a vivir con más holgura. Conoce a una familia acomodada de París que le presta un piano para practicar y componer. En cierto momento, una serie de infortunadas coincidencias le hacen caer de nuevo en los engranajes de la disciplina militar, los trabajos forzados y la vida cuartelaria. Y hasta ahí puedo leer.
Si uno conoce la vida de John Dos Passos, hasta ahí no es difícil afirmar que Three Soldiers es una novela muy autobiográfica. El personaje principal, el que estudia en la Sorbona, es él, sin ningún género de duda. Podríamos decir que se le ve el plumero de puro realismo. No estudió música, sino literatura, pero todo el proceso para llegar ahí es prácticamente igual. La única diferencia es que Dos Passos ya estaba en Europa y se presentó voluntario para ir a la guerra como conductor de ambulancia, mientras que su personaje es reclutado y hace la instrucción en Estados Unidos.
El desenlace de la historia, que no voy a contar, es otro elemento ficticio de la historia y, al igual que la primera parte, carece de garra. En todo caso, en esta novela de juventud, que no es gran cosa desde el punto de vista narrativo, lo que importa son las descripciones intensísimas de la experiencia de Dos Passos en la carnicería que fue la guerra de trincheras y, al mismo tiempo, su fascinación sin límites por el modo de vida francés. El contraste brutal entre esos dos mundos es sin duda lo mejor del libro. Three Soldiers es también un alegato contra el ejército como concepto de organización humana y plantea reflexiones muy interesantes sobre los efectos psicológicos de las relaciones jerárquicas propias de esa institución. También es una ventana abierta a las ideas que bullían en las mentes de los jóvenes de principios del siglo XX: socialismo, comunismo, anarquismo, fascismo eran conceptos que todo el mundo conocía y distinguía sin dificultad, ideas que aún no estaban vencidas por el peso de las interpretaciones y aplicaciones prácticas que se les dieron a lo largo de los decenios siguientes.
En Three Soldiers, Dos Passos sufre, y sufre mucho. Se nota que sufre escribiendo, sufre recordando, sufre tratando de explicar lo que sintió durante aquellos años en Europa. A lo largo de toda la novela, que no es corta precisamente, hace todo lo que puede por plasmar una imagen fiel de lo que lleva dentro. Eso sí, aunque el ambiente general está bien logrado y tanto las descripciones como las reflexiones internas tienen un inmenso valor, los personajes se le quedaron flojos. En su siguiente novela, la legendaria Manhattan Transfer, los personajes son rotundos, espléndidos, arquetípicos, probablemente porque en esta, escrita cuatro años después, Dos Passos se permite unas libertades que no se permitió en 1921: párrafos de monólogo interior en medio de un narrador omnisciente, secciones mínimas que son casi como nuestros actuales microcuentos, neologismos, onomatopeyas y composición de palabras por doquier, etc.
Es la diferencia entre un escritor que busca, experimenta y sufre (el de Three Soldiers) y un escritor que ha encontrado su voz a base de experimentar y sufrir (el de Manhattan Transfer).
Por algún punto de aquel mapa que mi bisabuelo recorría con el dedo ante la atenta mirada de mi abuela avanzaban renqueando entre el barro y las ruinas dos ambulancias del ejército estadounidense. Una la conducía Ernest Hemingway, que después escribió A farewell to arms (adiós a las armas) basándose en esa experiencia. La otra la llevaba el que luego sería su amigo, John Dos Passos.
A Hemingway lo conocemos casi todos. A Dos Passos no tanto, y eso que escribió mucho, y escribió probablemente mejor que su amigo. Sin embargo, el segundo nunca consiguió alcanzar las cotas de popularidad del primero, e incluso sus coterráneos estadounidenses lo tienen un poco arrinconado. Cuando les preguntas por Dos Passos, te responden con cierto desdén, o más bien con indiferencia. Algunos ni siquiera lo conocen, o piensan que era extranjero. En la biblioteca pública, las obras completas de Hemingway tienen una demanda impresionante, mientras que las de Dos Passos suelen estar disponibles.
Piensa uno entonces: ¿no decía el propio Hemingway que su amigo John escribía mejor que él?¿A qué se debe esta aparente injusticia?
Una lectura rápida de cualquier biografía de Dos Passos (incluida la de la Wikipedia) nos da la pauta: es por motivos políticos. En su juventud, Dos Passos fue un socialista convencido, por lo cual no les cae simpático a los estadounidenses de derechas. En su madurez, y después de muchas vueltas y revueltas, su ideología viró hacia la derecha liberal tradicional y se consagró a la defensa a ultranza de las libertades individuales como única garantía de paz social, por lo que los americanos izquierdosos lo consideran un traidor. En cualquier parte del mundo, esa deriva ideológica convierte a su protagonista en carne de cañón, pero es que aquí, en el país de las etiquetas, es un pecado imperdonable. Dicho esto, vamos con la cosa literaria.
La segunda novela de guerra de John Dos Passos se titula Three Soldiers (tres soldados). Empieza en los Estados Unidos, durante la etapa de reclutamiento de tropas para la primera guerra mundial. Tres muchachos de orígenes muy diversos se conocen durante la instrucción, en uno de los campamentos militares que creó ad hoc el ejército por aquel entonces. Los tres se embarcaron en uno de aquellos transatlánticos que cruzaban el océano rumbo a Europa cargados de chavales de 18 años, y volvían con los tullidos, los amputados y las notas de pésame para las familias. Una vez en Francia, los tres amigos son destinados a batallones diferentes y se separan. Dos de ellos llegan a distintos puntos del frente y viven el infierno de las trincheras, y uno se queda en los servicios de la retaguardia.
[Por cierto, al hilo del ambiente de la guerra de trincheras, una de las mejores cosas que he leído al respecto es una novela del periodista inglés Sebastian Faulks titulada Birdsong. Aparte de ser un dramón, la segunda parte cuenta la historia verídica de una unidad muy especial del ejército británico: la que se dedicaba a excavar túneles en el frente para tratar de colocar minas debajo de las trincheras de los alemanes. Por supuesto los alemanes también tenían unidades parecidas y a veces se encontraban durante el avance, con las consiguientes batallas subterráneas.]
Al final de la guerra, los tres soldados llegan a París por separado. Los ejércitos aliados tenían el mandato de invadir varias partes de Alemania y mantener el control de las zonas limítrofes de Francia, Bélgica y Holanda durante un tiempo indeterminado. Los tres amigos se ven, se hablan, pero no pueden volver a estar juntos. Tampoco los desmovilizan: tienen que seguir trabajando gratis, obedeciendo las órdenes absurdas de oficiales aburridos y caprichosos que se han quedado sin guerra y tampoco pueden volver a casa.
Uno de los tres soldados pide un permiso para estudiar música en la universidad. Tras muchas peripecias lo consigue y puede empezar a vivir con más holgura. Conoce a una familia acomodada de París que le presta un piano para practicar y componer. En cierto momento, una serie de infortunadas coincidencias le hacen caer de nuevo en los engranajes de la disciplina militar, los trabajos forzados y la vida cuartelaria. Y hasta ahí puedo leer.
Si uno conoce la vida de John Dos Passos, hasta ahí no es difícil afirmar que Three Soldiers es una novela muy autobiográfica. El personaje principal, el que estudia en la Sorbona, es él, sin ningún género de duda. Podríamos decir que se le ve el plumero de puro realismo. No estudió música, sino literatura, pero todo el proceso para llegar ahí es prácticamente igual. La única diferencia es que Dos Passos ya estaba en Europa y se presentó voluntario para ir a la guerra como conductor de ambulancia, mientras que su personaje es reclutado y hace la instrucción en Estados Unidos.
El desenlace de la historia, que no voy a contar, es otro elemento ficticio de la historia y, al igual que la primera parte, carece de garra. En todo caso, en esta novela de juventud, que no es gran cosa desde el punto de vista narrativo, lo que importa son las descripciones intensísimas de la experiencia de Dos Passos en la carnicería que fue la guerra de trincheras y, al mismo tiempo, su fascinación sin límites por el modo de vida francés. El contraste brutal entre esos dos mundos es sin duda lo mejor del libro. Three Soldiers es también un alegato contra el ejército como concepto de organización humana y plantea reflexiones muy interesantes sobre los efectos psicológicos de las relaciones jerárquicas propias de esa institución. También es una ventana abierta a las ideas que bullían en las mentes de los jóvenes de principios del siglo XX: socialismo, comunismo, anarquismo, fascismo eran conceptos que todo el mundo conocía y distinguía sin dificultad, ideas que aún no estaban vencidas por el peso de las interpretaciones y aplicaciones prácticas que se les dieron a lo largo de los decenios siguientes.
En Three Soldiers, Dos Passos sufre, y sufre mucho. Se nota que sufre escribiendo, sufre recordando, sufre tratando de explicar lo que sintió durante aquellos años en Europa. A lo largo de toda la novela, que no es corta precisamente, hace todo lo que puede por plasmar una imagen fiel de lo que lleva dentro. Eso sí, aunque el ambiente general está bien logrado y tanto las descripciones como las reflexiones internas tienen un inmenso valor, los personajes se le quedaron flojos. En su siguiente novela, la legendaria Manhattan Transfer, los personajes son rotundos, espléndidos, arquetípicos, probablemente porque en esta, escrita cuatro años después, Dos Passos se permite unas libertades que no se permitió en 1921: párrafos de monólogo interior en medio de un narrador omnisciente, secciones mínimas que son casi como nuestros actuales microcuentos, neologismos, onomatopeyas y composición de palabras por doquier, etc.
Es la diferencia entre un escritor que busca, experimenta y sufre (el de Three Soldiers) y un escritor que ha encontrado su voz a base de experimentar y sufrir (el de Manhattan Transfer).
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