El jueves amaneció brumoso, húmedo y caliente. Era uno de esos días que detestan todos los que viven en esta ciudad. Sale uno limpio de la ducha y nada más abrir la puerta de la calle ya está empapado de humedad condensada sobre la piel. Esa humedad hace que la piel se pegue a la ropa y provoca de inmediato el sudor, incluso a temperaturas relativamente bajas. Cinco minutos después llega uno a la boca del metro, pero ya está hecho una sopa, agobiado, harto y con ganas de ducharse otra vez.
Por el subsuelo de la ciudad corren conducciones de vapor de agua, que todavía se usa como fuente de energía en los grandes edificios de oficinas. Esas conducciones calientan muchísimo los túneles subterráneos. En invierno, cuando las temperaturas se obstinan en quedarse por debajo del punto de congelación, ese calor es una ventaja, pero en verano es una condenación. La mezcla de ropa, humedad, sudor y piel se convierte en una masa densa que pesa como una mochila. La gente espera el tren casi inmóvil, procurando que ese emplasto de cuerpo entero se menee lo menos posible. Saben que en unos minutos llegará el tren, y que el sistema de aire acondicionado de los vagones siempre está funcionando a la máxima potencia. La temperatura es más propia de un refrigerador industrial que de un transporte público, pero en semejantes circunstancias, la verdad es que se agradece.
Así fue la cosa el jueves pasado. Así ha sido también muchos otros días del verano, pero el jueves, cuando llegó el tren a la estación, eché una carrerita hacia la izquierda porque me di cuenta de que, un poco más atrás de donde yo estaba, había un vagón bastante más vacío. Con un poco de suerte, igual hasta me sentaba.
En esta ciudad superpoblada, si un vagón está más vacío, es por un motivo. En este caso, y en comparación con otros, era un motivo de menor importancia: por el suelo cruzaban varios regueros de café con leche. No se había descompuesto todavía, porque olía a café y no a otra cosa. Los regueros nacían en uno de los bancos laterales de plástico. Allí había un hombre blanco sentado, en posición más o menos erguida pero profundamente dormido, con la cabeza apoyada sobre el pecho, de forma que no se le veía la cara. Vestía unas bermudas vaqueras azules, una camiseta blanca sin mangas ni inscripciones y unas zapatillas deportivas del mismo color. Tenía el pelo y la barba blancos. El brazo derecho le colgaba inerte a un lado, y de los dedos de la mano derecha colgaba a su vez, de milagro, el vaso que había contenido el café.
Todo esto lo fui observando mientras me apoyaba en un lateral y sacaba el libro. Empecé a leer, aliviado por el aire seco y frío que iba despegándome la ropa del cuerpo y secándome la cara y los brazos empapados. Con el rabillo del ojo me daba cuenta de que la posición del hombre era de lo más precaria. Basculaba de un lado a otro con cada arranque y cada frenazo. En un par de ocasiones, la señora que estaba enfrente de él hizo ademán de alargar la mano para sujetarlo, pero él no se cayó.
La estación de la calle 14 está trazada en una curva muy cerrada. En los andenes hay plataformas móviles que franquean el paso a los viajeros porque, al parar, algunas puertas de los vagones se quedan muy lejos del borde. Cuando íbamos entrando en esa estación (yo ya estaba otra vez fresco y seco), el giro pronunciado y el frenazo desquilibraron de pronto al hombre del café, que cayó al suelo con un ruido fofo, como de cuerpo muerto. Lo tenía justo enfrente y, entre las dos personas que había delante, pude ver que movía un poco la cabeza, así que por lo menos estaba vivo. El vaso, que se le había escapado, rodaba por debajo de los asientos de enfrente. Cerré el libro. Se habían levantado varias personas que lo ayudaban a sentarse en su sitio. Él se incorporaba con mucha dificultad, pero consiguió volver a colocarse en la misma posición. Ahora la camiseta blanca, las bermudas azules y las zapatillas tenían manchas marrones alargadas. Pude verle la cara: ahí también se le había pegado el café, y además se había hecho una herida en la cabeza. Debía de tener casi sesenta años.
La señora de enfrente le dio un pañuelo de papel, le dijo que se limpiara la sangre de la frente y de la barba y enseguida miró al suelo. El hombre se puso el pañuelo en la sien, pero lo dejó ahí quieto. Preguntó, con tono cavernoso y la lengua muy pesada, qué estación era aquella. Una voz de hombre dijo que la calle 14. Hubo una pausa, y el hombre volvió a preguntar en qué estación estábamos. La misma voz, más enérgica y severa, repitió la respuesta. Cuando el tren arrancaba, el hombre del café preguntó si el tren iba para el Bronx o para Brooklyn. Bronx, dijo la voz anónima. Él empezó a murmurar una letanía incomprensible mientras se iba acomodando en una esquina del asiento. En cuestión de un minuto se había dormido otra vez, con la cabeza ladeada hacia la izquierda. De cuando en cuando le resbalaba una gota de sangre por la cara y terminaba en el hombro. La señora de enfrente seguía haciendo amagos, como queriendo ayudar, pero no se animaba a levantarse. Yo me bajé tres estaciones más allá. Estuve un rato pensando si debería avisar a un empleado de la compañía de metro, pero mientras pensaba se me empezó a pegar otra vez la ropa al cuerpo y decidí salir cuanto antes de aquel horno subterráneo sin hablar con nadie.
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