Se me aparece la cara de Dionisio, la frente alta, despejada y perlada de sudor, los leves rizos pelirrojos en las patillas y detrás de las orejas. Está frente a mí, encorvado, sentado en una silla de madera, con los codos apoyados en la mesa. Lleva la chaqueta de siempre, la gris con las coderas marrones, y la camisa blanca con cerco en el cuello y lamparones en la pechera. Está sudando, tiene la nariz roja de alcohol, tan roja que no se le ven las pecas, y por debajo le asoma sonrisa rara, amable y afectaada al mismo tiempo. Se me aparecen sobre todo los ojos, de color gris y ligeramente bizcos, que son como dos chispas en la penumbra de la cantina de la estación. Los ojos de Dionisio siempre fueron más elocuentes que el propio Dionisio: con los ojos remataba las insinuaciones y las frases sin terminar; con los ojos señalaba, marcaba, definía, juzgaba sin dudar ni equivocarse; con los ojos lo hacía casi todo. Bebía mucho. Fumaba más. Cuando la noche ya estaba avanzada, se le perdía la mirada como a diez kilómetros detrás de mi cabeza y empezaba a mecerse en la silla, con el vaso en una mano y el cigarrillo en la otra. La cantina era un silencio estruendoso de vasos que chocaban, voces que protestaban o celebraban o insultaban, fichas de dominó estampadas contra el mármol, gargantas que embuchan con satisfacción todo el licor del mundo. En aquel barullo, Dionisio se incorporaba de repente, alzaba su vaso de vino, tragaba, daba una chupada al cigarrillo, echaba un vistazo alrededor. Cuando volvía a acodarse en la mesa, ya no me miraba: se miraba las manos, miraba al vaso. Empezaba entonces aquella risa lenta, áspera y socarrona, que olía a vinazo como un odre vuelto del revés. Y empezaba también una letanía que Dionisio profería con una voz que no era la suya, sino algo ajeno, como la de un espectro. Yo me despabilaba rápidamente (yo, y muchos de los que nos rodeaban) y prestaba atención a aquel acontecimiento durante los quince, veinte, treinta minutos que duraba. En un instante la cantina se convertía en un circo, con Dionisio en el centro de la pista como única atracción. Los espectadores guardábamos un escrupuloso silencio, sobre todo en los primeros momentos. Él hablaba y hablaba sobre el vaso vacío y sobre el humo del cigarro como un oráculo. Decía el factor de la estación que en lenguas extranjeras, y la gente lo creía porque el factor había viajado por Europa. Decía el monago de la parroquia que eran latines, pero el monago era muy joven y no le hacíamos caso. Casi nadie entendía una palabra. En general, la expectación no duraba más allá de los cinco minutos, bien porque estábamos todos demasiado bebidos para escuchar una salmodia, bien porque, al no saber qué era aquello, perdíamos el interés. Pero una vez sí, una vez me quedé escuchando hasta el final y, después de uno de los muchísimos "fiat lux" que Dionisio soltaba a lo largo de su perorata, dijo con absoluta claridad: "hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son favorecidos". Y ya no dijo nada más. Desde ese día, cada vez que recuerdo la cara de Dionisio borracho en la cantina de la estación, recuerdo esa frase y siento que hay que hacer justicia.
Mucho tiempo después, cuando mi compañero de cantina había sucumbido a la cirrosis en un rincón perdido de Portugal, supe lo que era aquella frase y de dónde venía. Conocí a alguien que había estudiado y sabía de letras; sin venir a cuento, yo dije la frase, y él me dijo que la conocía y por qué. Luego, por otros indicios que yo le di, coligió muchas más cosas de Dioniso que yo, por supuesto, no habría podido saber jamás. Así me di cuenta de que Dionisio debió de tener muchas, muchísimas dimensiones, aparte de la que yo conocía, que era la de almacenero de la RENFE. Por eso tengo ganas de anunciar su frase: por justicia, simple y llana. Me entran ganas de grabarla en piedra en alguna parte, o dibujarla con humo blanco sobre un cielo azul, o usarla como estigma en un rebaño de mil vacas, o escribirla en pleno desierto de Sahara. Sé que ahora ya es demasiado tarde y no se me alcanzan ni el conocimiento ni el tiempo para poner las cosas en su sitio. No culparé al aguardiente ni al tabaco. No culparé al exceso de trabajo ni a mi poca instrucción escolar. No culparé, y punto. Pero eso sí, la frase la voy a repetir tantas veces como pueda antes de dejar este mundo, y la historia la voy a contar hasta que todos se aburran, porque se lo debo al otro Dionisio, al que no pude conocer, ese Dionisio que estuvo cada noche frente a mí en la taberna, aunque yo jamás acertara a verlo.
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