lunes, 26 de octubre de 2009

Piloto no más (y 3)

Cierta mañana de junio, en pleno invierno, Carlos No Más estaba en los corrales de una estancia cerca de Ushuaia. Revisaba el Piper antes de regresar al norte y esperaba a que los gauchos de la estancia terminaran de asar un cordero. De pronto apareció un Land Rover del que bajaron cuatro desconocidos.

--¿Quién es el piloto del Piper? --preguntó uno.

--Yo. ¿Qué pasa?

--Tiene que hacernos un servicio. Se le pagará lo que pida --dijo el hombre.

--Lo que pida. El dinero no es problema --indicó otro.

--Cálmense. ¿De qué se trata?

--Ha muerto don Nicanor Estrada, el dueño de la estancia San Benito. Yo soy el capataz --informó el que llevaba la voz cantante.

--Mi sentido pésame. ¿Y qué tiene que ver conmigo?

--Que tiene que llevarlo hasta Comodoro Rivadavia. Allá lo está esperando la familia con el velorio listo. Don Nicanor debe ser sepultado en el panteón familiar.

Aquellos tipos no sabían de qué hablaban. La estancia San Benito está en Río Grande, y Comodoro Rivadavia a unos ochocientos kilómetros de distancia, siempre que se volara en línea recta.

--Lo siento. Mi aparato no tiene suficiente autonomía. Tengo combustible justo para volar hasta Punta Arenas --se disculpó Carlos No Más.

--Lo va a llevar. ¿No oyó de quién se trata? --precisó el capataz.

--No. No pienso llevarlo. Y para que nos entendamos, yo decido cuándo y adónde vuelo, y también quiénes serán mis pasajeros.

--No lo entiende. Si usted se niega a llevar a don Nicanor Estrada, no vuelve a volar ni en la Patagonia, ni en la Tierra del Fuego ni en ninguna maldita parte del mundo.

El capataz aún no había terminado de hablar cuando ya sus acompañantes se levantaban los ponchos para enseñar sus escopetas de cañones recortados.

A veces conviene hacer excepciones. Eso pensó Carlos No Más volando rumbo a la estancia San Benito con un matón por copiloto.

Don Nicanor Estrada le esperaba azul, congelado, en la capilla ardiente que habían montado en el frigorífico de la estancia. Cientos de corderos desollados acompañaban al amo. Algunos gauchos y peones tomaban mate y fumaban mirando con temor al cadáver.

--Es enorme --comentó al verlo.

--Como todos los Estrada. Un metro noventa y ocho --dijo el capataz.

--No entra. Semejante paquete no entra en el Piper --alegó Carlos No Más.

--Más respeto con don Nicanor. Entra --insistió el capataz.

--Escuchen: comprendo que deben hacer todo lo posible por mandar el fiambre a Comodoro Rivadavia. Pero deben comprender que es imposible. Ese avión es un Piper, un cuatriplaza. La cabina, desde el panel de instrumentos hasta el ángulo trasero, mide un metro setenta. No entra ni en diagonal.

--La idea es que lo lleve recostado, o sentado. Así, entra.

--Tampoco. El asiento posterior mide noventa centímetros de ancho. No entra recostad, y en cuanto a sentarlo, ¿cuánto hace que lleva muerto?

--Cuatro días. ¿Por qué?

--¡Cuatro días! Está más tieso que un tronco, por la congelación y por algo que se llama rigor mortis. Van a tener que partirle el espinazo y no creo que eso le agrade a la familia.

--Mierda, es cierto --asintió el capataz.

El muerto, además de enorme, era muy robusto. Debía de pesar sus buenos ciento veinte kilos sin ropa, y allí, tendido con todos sus atuendos, espuelas de plata, botas de acordeón, chiripa, cinturón de suela y plata, facón y poncho, debía de superar los ciento cincuenta kilos.

--Oiga, ¿puede desmontar una parte del techo? --consultó el capataz.

--Todo el techo. Pero entonces me congelo.

--Sólo una parte. Suficiente para que entre el cuerpo. Puede volar a baja altura.

--Está loco. ¿Pretende que lo lleve parado?

--¡De cualquier manera lo vas a llevar, hijo de puta! --chilló el capataz aplastándole la nariz con el cañón de un treinta y ocho.

Lo llevó. Luego de quitar la portezuela del copiloto y atar al muerto a un tablón, lo metieron en el Piper. Lo metieron por los pies, que sujetaron firmemente a la base del asiento posterior. El muerto descansaba la cintura en el respaldo del asiento del copiloto y parte del tronco, los hombros y la cabeza, quedaron al aire. Como lo pusieron boca arriba, parecía ir mirando el ala derecha. Para culminar la faena le cubrieron la cabeza con una bolsa de plástico en la que se leía "San Benito. Las mejores carnes".

Antes de despegar, Carlos No Más pensó que no era mal negocio eso de la funeraria aérea. El capataz le entregó un cheque por cincuenta mil pesos chilenos, y en Comodoro Rivadavia le esperaba la otra mitad.

Miró la aguja del combustible: Full. Los peones de la estancia habían conseguido el combustible necesario para la primera etapa del vuelo hasta Río Gallegos. Trescientos cincuenta kilómetros volando a baja altura, arropado como un esquimal y con un pasajero con medio cuerpo fuera.

Despegó a las dos de la tarde. Por fortuna el tiempo se mostraba bueno, aunque los fuertes vientos del Atlántico movían el Piper como una coctelera. A los tres cuartos de hora de vuelo divisó el cabo Espíritu Santo y atravesó el estrecho de Magallanes. Cantaba a todo pulmón. Agotó el repertorio de tangos, cumbias, boleros, siguió con la canción nacional y los casi olvidados himnos escolares. Tenía que cantar a todo pulmón para mantener el cuerpo caliente.

A las cinco de la tarde ya era de noche y apenas distinguía la espuma de la costa atlántica. Al pedir autorización para aterrizar en la pista de Río Gallegos le preguntaron si llevaba carga que declarar.

--No llevo carga. Llevo un muerto. Over.

--¿Trae el certificado médico que indique la causa del deceso? Over.

--No. Nadie me habló de eso. Over.

--Entonces, vuelva a buscarlo. Over.

--El fiambre se llama Nicanor Estrada. Over.

Poderoso caballero don Nicanor, influyente hasta después de muerto. En la pista le esperaba un cura, que casi sufre un infarto al ver la incomodidad en la que viajaba el pasajero.

--Hay que bajarlo. ¡Por Dios! Hay que bajarlo y llevarlo enseguida a la catedral --clamó el cura.

--Ni lo piense. Se queda aquí. Al aire libre --indicó Carlos No Más.

--¿Qué clase de alimaña es usted? ¡Se trata de don Nicanor Estrada! --bramó el cura.

--Si lo lleva a la iglesia se va a descongelar y empezará a pudrirse. Supongo que la familia quiere recibir incorrupto a don Nicanor.

Tras ser excomulgado, Carlos No Más convenció al cura para que negociara: misa, sí, pero allí, con el muerto en el avión. De tal manera que a don Nicanor Estrada le ofrecieron un servicio religioso en la pista, a diez grados bajo cero.

Aquella noche Carlos No Más durmió a pierna suelta y cubierto con las mantas de tres camas en una pensión cercana a la pista. Al día siguiente, a las seis de la mañana, se metió un litro de café en el cuerpo, cargó dos termos del ardiente brebaje y, con las primeras luces, despegó, iniciando así la segunda etapa del vuelo hasta Río Chico, que volaría sobre el Atlántico y la bahía Grande hasta ver el faro del cabo San Francisco de Paula, que le señalaría la entrada al continente. Fueron unos doscientos kilómetros de vuelo apacible, porque la necesidad de calentarse llevó hasta su memoria varias canciones de Moustaki que aulló a todo pulmón entre bolero y bolero.

A las diez de la mañana, y tras repostar en Río Chico, inició la tercera etapa del tour funerario hasta Las Martinetas, un pueblo a otros doscientos kilómetros, bastante alejado de la costa. Voló siguiendo la línea de la carretera que conduce a Comodoro Rivadavia. Abajo pasaban rauda la pampa, los rebaños de ovejas, los grupos de ñandúes que desde la altura se veían como pollos grotescos con el culo al aire. Los ñandúes huían espantados por el ruido del Piper.

A las dos de la tarde, Carlos No Más y don Nicanor Estrada empezaron la última etapa del viaje. Doscientos kilómetros más y ya llegarían a Comodoro Rivadavia. No había una nube en el cielo, el sol se reflejaba en la congelada capucha del muerto y Carlos No Más seguía cantando, ya medio afónico, jurándose que lo primero que haría al regresar a Chile sería tomar clases de canto.

Al solicitar permiso de pista en Comodoro Rivadavia le preguntaron por qué volaba a tan baja altura. El radar de la Fuerza Aérea argentina apenas lo había detectado.

--Es que llevo a un muerto. Un muerto ilustre. Over.

--¿Quién diablos es usted? Over.

--Aerofunerarias Australes. Over --respondió Carlos No Más con el patético resto de voz que le quedaba.

En la pista, los familiares y las autoridades del lugar lo recibieron con desmayos, insultos, amenazas, que luego de sus explicaciones se transformaron en huecas frases de disculpas. A la espera del segundo cheque, Carlos No Más se vio obligado a sumarse al cortejo fúnebre.

En el cementerio le esperaba una sorpresa. Tras una misa solemne, el cortejo se dirigió al panteón familiar, una suerte de palacete de mármol blanco. Después de sacar al muerto del cajón con la ayuda de una grúa, lo alzaron sosteniéndolo por los sobacos, le cubrieron la cabeza con un sombrero gaucho y finalmente lo bajaron hasta una fosa enorme. Carlos No Más se asomó al borde. Abajo había un caballo embalsamado. A don Nicanor Estrada lo enterraron montado en su caballo.

--Y luego, ¿qué? --le pregunto mientras el temporal arrecia.

--Cobré, me despedí de los deudos y volví. Atiza el fuego. Voy a buscar un pedazo de carne para tirar a las brasas --dice Carlos No Más alejándose con pereza.

Es mi mejor y el más antiguo de mis amigos. Muchas veces, alejado del sur del mundo, pienso en él y tiemblo ante la idea de que algo terrible le haya ocurrido. Y ahora también tiemblo ante las abolladuras del fuselaje del Piper.

Carlos No Más regresa con un costillar de cordero.

--¿Qué vas a hacer, Carlitos?

--Un asado.

--No. Me refiero a más tarde. Mañana. Qué sé yo.

--Volar. Apenas mejore el tiempo te llevaré a dar una vuelta por el golfo Elefantes. Viniste a ver ballenas. Pues verás ballenas --dice Carlos No Más, mientras tira palitos de romero sobre la carne, observando con ojos infantiles, a ratos el fuego, a ratos a mí y a ratos el avión, que, como un compañero más, también disfruta del calorcillo del hangar, a salvo de la lluvia que cae y cae sobre la Patagonia.

Patagonia Express, Luis Sepúlveda

domingo, 25 de octubre de 2009

Piloto no más (2)

En mayo de 1975, Esquella tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en una pequeña playa de la península de Tres Montes, frente al golfo de Penas. El DC-3, El loro con hipo, iba cargado con ovejas productoras de la más fina lana, y el vuelo empezado en Puerto Montt transcurrió con normalidad hasta que uno de los motores falló y el avión empezó a perder altura. El tripulante le aconsejó botar la carga, es decir, arrojar las ovejas al mar para aligerar el aparato, mantener altura e intentar llegar hasta alguna pista de aterrizaje en el continente. Esquella se negó. Indicó que la carga no se tocaba, y buscó una playa.

El contacto con la tierra no fue de los más elegantes. Perdió parte del tren de aterrizaje izquierdo, y el avión se detuvo finalmente con el morro metido en el mar. Pero ninguna oveja sufrió daños y por fortuna tampoco la radio. Luego de recibir la señal de SOS, Carlos No Más salió en barco para rescatar las ovejas y ver qué se podía hacer con el avión.

Una vez embarcadas las ovejas, revisaron el aparato. El desperfecto del motor era de fácil arreglo y, fuera del tren de aterrizaje dañado, no encontraron otros estropicios en El loro con hipo. Era posible reparar el avión, pero el gran problema era cómo diablos sacarlo de allí.

--Listo. Se acabó El loro con hipo --comentó alguien que iba en el barco.

--Cállate, huevón. ¿Lo sacamos, Carlitos? --consultó Esquella.

--Claro que lo sacamos --respondió Carlos No Más.

El tipo que había diagnosticado el fin de El loro con hipo era un comerciante de pieles famoso por su pasión por las apuestas, y no resistió la ocasión.

--Esquella, te apuesto cinco mil pesos a que no lo sacas --desafió el tipo.

--Diez mil a que sí lo saco --replicó el aviador.

--Veinte mil a que no lo sacas --insistió el comerciante.

--¡Cincuenta mil a que sí lo saco, y volando! --bramó Esquella.

--De acuerdo. Cincuenta lucas. Vengan esos cinco dedos.

Sellaron la apuesta con un apretón de manos. Cincuenta mil pesos nuevos. Para Carlos No Más era una fortuna. Esquella lo invitó a subir al aparato.

--Carlitos, hay cincuenta lucas en juego. Lo sacamos y vamos a medias. ¿Se te ocurre algo?

--Sí, pero antes quiero saber cómo se presenta el tiempo.

Por radio pidieron el informe meteorológico: en las próximas setenta y dos horas soplarían vientos moderados.

--Dígale al patrón del barco que apenas deje las ovejas en Puerto Chacabuco alquile dos parejas de bueyes y compre o robe uno de los catamaranes del puerto deportivo. Tiene que regresar con todo eso antes de cuarenta y ocho horas.

El barco zarpó. Esquella, el tripulante y Carlos No Más empezaron a trabajar.

Primero talaron varios árboles de troncos flexibles y los usaron para apuntalar el avión. Después cortaron otros troncos con los que construyeron una especie de sendero sobre el que descansó el vientre del aparato. Finalmente quitaron las ruedas del tren de aterrizaje intacto y procedieron a aligerar el aparato quitándole todo peso superfluo. Cuando terminaron, tras dieciocho horas de trabajo, en el interior de El loro con hipo quedaban solo los instrumentos y la butaca del piloto.

El barco regresó a tiempo y con todo lo que habían pedido. También el comerciante apostador, que no cesaba de repetirles que parte de esos cincuenta mil pesos, que daba por ganados, los invertiría en invitarlos un fin de semana entero al mejor burdel de Coyhaique. Los tres hombres empecinados en hacer volar al El loro con hipo lo dejaban fanfarronear.

Los bueyes jalaron el avión hasta que sacó el morro del agua. Trabajaron duro los bueyes. Un DC-3 pesa bastante más que una carreta, pero eran animales robustos y lo dejaron muy horizontal sobre el sendero de troncos. Enseguida, los hombres desmontaron los cascos del catamarán y los montaron en lugar de las ruedas del tren de aterrizaje. Finalmente ataron una balsa salvavidas al tren fijo de cola y convirtieron a El loro con hipo en un hidroavión.

Mientras los hombres del barco se encargaban de hacer otros dos senderos de troncos, uno para cada casco del catamarán, Esquella y Carlos No Más treparon al aparato y echaron a andar los motores. Las hélices del DC-3 giraron de maravilla.

--Ahora falta lo más fácil: despegar --dijo Esquella.

--Dispone de unos trescientos metros de agua calma. Luego empieza la línea de arrecifes --comentó Carlos No Más.

--El problema será bajar. Nunca he pilotado un hidroavión --confesó Esquella.

--Las aguas del fiordo estarán quietas. Por lo menos las próximas veinticuatro horas. Ahora, si me tiene confianza, déjeme volar el cacharro. En la escuela de aviación piloté Grummans, Catalinas, bichos que no son tan pesados como un DC-3, pero creo que puedo hacerlo.

--¡Todo tuyo, Carlitos! Para aligerarlo aún más botaremos parte del combustible. Volarás con lo apenas necesario. Desde el barco te indicaré cuándo levantar el vuelo.

--Entonces deje libre la butaca. Yo estoy al mando ahora.

--Las cincuenta lucas te pertenecen, Carlitos.

Los nobles bueyes jalaron de El loro con hilo hasta dejarlo en el agua. Los cascos de los catamaranes soportaron el peso y la balsa de cola mantuvo la parte trasera fuera del agua. Carlos No Más esperó a que el barco se acercara a la línea de arrecifes antes de aumentar la potencia de los motores y poner el avión en movimiento. Ver oscilar las agujas de los tacómetros fue una delicia. Cuando vio que Esquella levantaba los dos pulgares, tiró del bastón de mandos y El loro con hipo se elevó ganando rápidamente la altura deseada.

Fue un buen vuelo, tranquilo pero movido porque el avión iba tan ligero que las brisas lo sacudían como a una hoja de papel. Voló sin contratiempos las noventa millas rumbo norte por sobre la península de Taitao, el ventisquero de San Rafael, hasta la entrada del gran fiordo de Aysén. Allí torció al este y, guiándose por el destello del agua, se internó continente adentro. Le faltaban ocho millas para alcanzar la bahía de Puerto Chacabuco cuando las agujas del combustible marcaron cero, pero estaba a salvo y, protegido por las brisas del Pacífico, planeó sin contratiempos. Acuatizó como un cisne, entre el jolgorio de los lugareños congregados en el muelle.

El comerciante de pieles pagó la apuesta. Carlos No Más recibió los cincuenta mil peso y decidió independizarse. Al poco tiempo conoció a Pet Manheimm, otro aviador en busca de cielos libres, y juntos inauguraron el primer mercado de frutas y verduras, Flor de Negocio.

Empezaron con una avioneta Piper y un helicóptero Sikorsky, desecho de la guerra de Corea. En Puerto Montt cargaban la avioneta con cebollas, lechugas, tomates, manzanas, naranjas y otros vegetales, los llevaban hasta Puerto Aysén, donde tenían la base, y desde allí salían en el helicóptero para surtir de verduras y frutas los caseríos y las estancias patagónicos.

Flor de Negocio duró hasta el mal día en que Pet y el helicóptero desaparecieron tragados por una tormenta imprevista. Nunca los encontraron, ni a Pet ni a los restos del aparato. Descansa en cualquiera de los ventisqueros, bosques o lagos de la Patagonia, que atraen y a veces engullen a los aventureros.

Perdidos el socio y el helicóptero, Carlos No Más cambió de actividad y se dedicó al servicio postal entre la Patagonia y la Tierra del Fuego. Por esas cosas que ocurren en el sur del mundo, un día se encontró pilotando la primera funeraria aérea de los cielos australes.

(Continuará)

Patagonia Express, Luis Sepúlveda

miércoles, 21 de octubre de 2009

Piloto no más (1)

El tipo que tengo frente a mí, que me ofrece la calabaza del mate y que enseguida remueve las brasas del fogón, se llama Carlos y es, al mismo tiempo, el mejor y el más antiguo de mis amigos. También tiene un apellido, pero me exige que, si escribo algo de lo que me contará en este día de lluvia, no mencione su nombre completo.

-Carlos no más -insiste, mientras corta unas lonjas de charqui de caballo, una carne oreada al viento y que va de maravilla con el mate.

-Conforme. Carlos no más -respondo, y escucho cómo la lluvia arrecia sobre el techo del hangar que nos protege.

Desde muy pequeño, Carlos No Más manifestó un solo interés en la vida: volar. Leía cómics de aviadores, sus héroes eran Malraux, Saint Exupéry, Von Richtoffen, el Barón Rojo. Iba al cine a ver únicamente películas de aviadores, coleccionaba modelos de aeroplanos y a los quince años conocía todas las piezas de un avión.

A los diecisiete, cierta tarde de playa, en Valparaíso, abrió su intimidad a la familia.

-Voy a ser piloto. Me matriculé en la Escuela de Aviación.

-Vas a ser militar, cretino. La Escuela de Aviación es de la Fuerza Aérea, imbécil -le respondieron con el tono más fraterno.

-No. Tengo un plan para evitarlo.

-¿De veras? ¿Podemos saber en qué lío te piensas meter?

-Es muy simple: en cuanto aprenda a pilotar un avión, deserto.

Aprendió a pilotar pequeños aparatos y helicópteros, pero no tuvo que desertar. Cuando, en 1973, la dictadura trepó al poder, Carlos No Más fue expulsado de la Fuerza Aérea por sus ideas socialistas.

Cuando los chilenos quieren expresar un gran bienestar dicen: «Estoy más feliz que un perro con pulgas». Carlos No Más dijo: «Estoy más felix que un cóndor con pulgas».

¿Y adónde se va a tentar fortuna un piloto sin empleo? Pues al sur del mundo. Carlos No Más emprendió el camino rumbo a la Patagonia. Sabía de la existencia de varios pilotos que hacían servicios de correo en aquella región olvidada por la burocracia central. Llegó a Aysén y, a las pocas semanas, conoció a un legendario aviador de aquellas latitudes: el capitán Esquella, quien con su DC-3 aprovisionaba las estancias ganaderas de la Patagonia y la Tierra del Fuego.

Su primer empleo fue de mecánico de mantenimiento de El loro con hipo, el aparato que Esquella, y nadie más que Esquella, pilotaba, hasta que ocurrió algo más que puso el avión en manos de Carlos No Más.

-Esquella. ¡Ése sí que fue un piloto! -exclama Carlos No Más ofreciéndome un nuevo mate.

[Continuará...]

Patagonia express, Luis Sepúlveda

miércoles, 14 de octubre de 2009

Mujeres muertas

Acabo de terminar dos novelas famosas de Javier Marías: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Separan a estas dos novelas dos escuetos años: la primera es de 1992 y la segunda de 1994. De mis últimos años en España recuerdo que esos dos títulos le dieron mucho renombre y que, en aquel tiempo, era autor más que polémico, lo que allí es sinónimo absoluto de famoso.

Fiel a mi costumbre, leí estas dos novelas por orden cronológico. La primera, Corazón tan blanco, suscitó el texto que vino justo antes que éste, y que está aquí. Cualquiera que lo haya leído se habrá dado cuenta de lo mucho que me llamó la atención ese estilo narrativo de amplios círculos y soliloquios ambiguos en los que la voz del narrador en primera persona se mezcla con los pensamientos del escritor que a su vez se mezclan con la voz de otro narrador omnisciente que a su vez se mezcla con un tercer narrador recursivo que trae textos ya leídos en el mismo libro. Creo que Corazón tan blanco es una novela original, con buen ritmo y muy bien resuelta en sus aspectos principales. Me gustó mucho y me abrió los ojos a una estética diferente.

Quizá por eso me sorprendió tanto, al digerir las primeras páginas de Mañana en la batalla piensa en mí, la sensación tan intensa de dejà vu. Me parecía haber leído eso antes, pese a que identificaba sin duda ninguna la misma estética literaria que había descubierto (como cosa nueva) en la otra novela. Seguí leyendo y leyendo, pues esta novela es casi el doble de larga que la primera, y allá por la página 200 había encontrado tantas analogías entre una y otra que perdí, hasta cierto punto, el interés por el desarrollo de la historia. Me obligué a seguir y, ahora que la he terminado, tengo muy claro por dónde metería la tijera si fuera el editor. A Mañana en la batalla le sobran entre 100 y 150 páginas de divagación innecesaria que la debilitan, la trivializan y la convierten en un producto inferior a su antecesora. No digo que sea una mala novela, porque no lo es. No digo que esté mal escrita, porque me da la impresión de que eso es imposible, vista la calidad y la capacidad del autor. Solo digo que, como continuación o remedo de Corazón tan blanco, no funciona: tiene varias secciones (la entrevista con el Uno, la visita al hipódromo, la noche con las prostitutas) que no están conseguidas. Le restan contundencia y reducen el efecto general, que podría haber sido tan redondo como el de la primera.

Cabe decir también que las dos novelas son, en el fondo, efectistas, porque están construidas alrededor de un secreto que no se desvela, ni a los personajes ni al lector, hasta que se llega a las últimas páginas, y además no se dan los datos necesarios para que el lector pueda inferir ese secreto, ese elemento final efectista (dramatismo de cierre). Considero que ese rasgo, propio de la literatura actual más exitosa, es poco recomendable desde el punto de vista del autor porque hace que su labor sea menos exigente. Si uno se guarda el triunfo, si sabe que va a ganar pase lo que pase, la emoción del juego merma. Si uno siempre hace lo mismo, si siempre saca el triunfo y jamás arrastra durante la partida, la emoción del juego acaba por desvanecerse.

jueves, 1 de octubre de 2009

Los números primos de cada escena

Javier Marías es como un mecánico de coches de competición. Nunca va a pisar el acelerador. Su mayor pasión, después de cada carrera, es ir desmontando el complejo engranaje pieza a pieza, cuando todavía está caliente, estudiar el desgaste, el roce, la pérdida de lubricante que ha sufrido cada elemento, comparar esas observaciones con lo que estaba previsto que sucediera y con lo que se temía que pudiera suceder, calcular qué habría pasado si se hubiera utilizado otra calidad, otro calibre u otra marca, limpiar y clasificar cada elemento en su cajetín, en su apartado, revisar con cuidado y reponer todo aquello que no merezca o no pueda seguir rindiendo como debe.

En sus novelas, una escena, incluso una escena estática, digamos pictórica, en la que apenas pasa nada ni se mueve nada, se puede prolongar durante páginas y páginas. Al describir la escena puede, por ejemplo, presentarnos personajes enteramente nuevos para la narración, o llevarnos a lugares o épocas que aún no habían aparecido. Lo que hace, en realidad, es descomponer la escena hasta llegar a sus componentes fundamentales, sus números primos e indivisibles, ya sean objetos, ideas o sentimientos. Las palabras engranan a la perfección y no se percibe esfuerzo ni artificialidad en esa travesía fluida desde lo inmediato, desde la descripción de objetos y posiciones, hasta lo trascendente, pasando por hechos históricos, sentimientos o cualquier otra dimensión de lo humano que vaya surgiendo. Para conseguirlo, Marías, con una delicadeza sorprendente, usa como vehículo el hilo de los pensamientos de sus personajes. Se podría decir, simplificando, que utiliza la técnica del monólogo interior, pero no es solo eso: la plasticidad de esas transiciones, y la agilidad con la que nos trae y nos lleva del pensamiento puro a la observación más prosaica y viceversa es algo que supera con creces esa técnica, ya clásica, y la dota de una versatilidad muy original.

Es fácil caer en la tentación de pensar que ese estilo narrativo está demasiado próximo a la divagación: creer que el escritor está llenando páginas, vagando sin rumbo en un territorio que desconoce y que, por lo tanto, no nos está presentando, sino que va construyendo o explorando a medida que escribe. Quien caiga en esa tentación se sorprenderá al comprobar cómo los capítulos de cada novela van organizándose en unidades de significado más o menos completo y, después, se articulan, reaparecen y se aprovechan en los capítulos subsiguientes. Una aparente diatriba sobre una lectura antigua o una conversación con un familiar se convierten, muchas páginas más adelante, en un símbolo o un icono que, en circunstancias posteriores, pueden determinar la actitud o la reacción del personaje como si fueran líneas escritas en el libro del destino, como una obligación ineludible que ese personaje ha acarreado, sin saberlo, durante días, meses o incluso durante una vida entera.

Marías explota muy bien su capacidad de fascinación por los objetos normales y corrientes, las actividades cotidianas y la interacción corriente de unas personas con otras. Sabe destacar sin esfuerzo lo que hay de sorprendente en el hecho de estar vivos, de comer, de hablar o respirar, y por supuesto de pensar. Todos los personajes de este escritor son un torbellino de pensamientos que no se detiene nunca, como si el narrador omnisciente se metiera a hurgar en el seso de cada uno y no sacara de él únicamente lo que es fundamental a la historia que se cuenta, sino todo lo demás también: lo dicho y lo no dicho; lo pensado y decidido y lo pensado y nunca aceptado; las culpas, los miedos, las esperanzas, los deseos y las pasiones que se ocultan o que se expresan solo a medias. Todo eso nos lo plasma en esa riada de páginas sin apenas diálogo, páginas en las que la descripción meticulosa se une en masa compacta al versátil monólogo interior, el discurso ético, la conciencia social, la sabiduría popular y, en general, todo el terremoto psíquico que bulle en los dos, o como mucho tres, personajes de la escena. Cuarenta o cincuenta páginas más allá, veremos que no ha sucedido gran cosa y que todo está más o menos como al principio, pero ahora ya no sólo conocemos mucho mejor a esos personajes, sino que los podemos identificar, por su hechos y por sus ideas, con nosotros mismos o con otras personas (reales) a las que conocemos. Así, al construir sus mundos literarios, Javier Marías no acude a la narración lineal de los acontecimientos sobre la que se estampan las relaciones sociales que unen o separan a los personajes. Lo que hace es describir en detalle la mente de los personajes y, a continuación, señalar los mínimos hechos necesarios para que el lector pueda comprender las relaciones que se establecen entre ellos. Los hechos y la narración en general serán siempre mínimos; la tensión narrativa no residirá en la historia, sino en la evolución del pensamiento de cada personaje a partir de dos o tres elementos muy sencillos, pero al mismo tiempo trascendentales.

Para leer a Marías y enterarse de lo que está contando hace falta tener tiempo y ganas. Este escritor no regala nada y no nos deja que deslicemos la mirada por el texto: no hay diálogos, no hay golpes de efecto en la estructura de los párrafos, ni silencios elocuentes. No hay ayuda alguna, y la clave de un texto puede estar encerrada en tres o cuatro palabras que, a su vez, están en una frase delimitada por comas en un párrafo que se alarga a través de tres o cuatro páginas. Las novelas de Javier Marías exigen mucho y no hacen concesiones, pero tienen mucho que ofrecer a quien decida invertir tiempo y atención en ellas.