Javier Marías es como un mecánico de coches de competición. Nunca va a pisar el acelerador. Su mayor pasión, después de cada carrera, es ir desmontando el complejo engranaje pieza a pieza, cuando todavía está caliente, estudiar el desgaste, el roce, la pérdida de lubricante que ha sufrido cada elemento, comparar esas observaciones con lo que estaba previsto que sucediera y con lo que se temía que pudiera suceder, calcular qué habría pasado si se hubiera utilizado otra calidad, otro calibre u otra marca, limpiar y clasificar cada elemento en su cajetín, en su apartado, revisar con cuidado y reponer todo aquello que no merezca o no pueda seguir rindiendo como debe.
En sus novelas, una escena, incluso una escena estática, digamos pictórica, en la que apenas pasa nada ni se mueve nada, se puede prolongar durante páginas y páginas. Al describir la escena puede, por ejemplo, presentarnos personajes enteramente nuevos para la narración, o llevarnos a lugares o épocas que aún no habían aparecido. Lo que hace, en realidad, es descomponer la escena hasta llegar a sus componentes fundamentales, sus números primos e indivisibles, ya sean objetos, ideas o sentimientos. Las palabras engranan a la perfección y no se percibe esfuerzo ni artificialidad en esa travesía fluida desde lo inmediato, desde la descripción de objetos y posiciones, hasta lo trascendente, pasando por hechos históricos, sentimientos o cualquier otra dimensión de lo humano que vaya surgiendo. Para conseguirlo, Marías, con una delicadeza sorprendente, usa como vehículo el hilo de los pensamientos de sus personajes. Se podría decir, simplificando, que utiliza la técnica del monólogo interior, pero no es solo eso: la plasticidad de esas transiciones, y la agilidad con la que nos trae y nos lleva del pensamiento puro a la observación más prosaica y viceversa es algo que supera con creces esa técnica, ya clásica, y la dota de una versatilidad muy original.
Es fácil caer en la tentación de pensar que ese estilo narrativo está demasiado próximo a la divagación: creer que el escritor está llenando páginas, vagando sin rumbo en un territorio que desconoce y que, por lo tanto, no nos está presentando, sino que va construyendo o explorando a medida que escribe. Quien caiga en esa tentación se sorprenderá al comprobar cómo los capítulos de cada novela van organizándose en unidades de significado más o menos completo y, después, se articulan, reaparecen y se aprovechan en los capítulos subsiguientes. Una aparente diatriba sobre una lectura antigua o una conversación con un familiar se convierten, muchas páginas más adelante, en un símbolo o un icono que, en circunstancias posteriores, pueden determinar la actitud o la reacción del personaje como si fueran líneas escritas en el libro del destino, como una obligación ineludible que ese personaje ha acarreado, sin saberlo, durante días, meses o incluso durante una vida entera.
Marías explota muy bien su capacidad de fascinación por los objetos normales y corrientes, las actividades cotidianas y la interacción corriente de unas personas con otras. Sabe destacar sin esfuerzo lo que hay de sorprendente en el hecho de estar vivos, de comer, de hablar o respirar, y por supuesto de pensar. Todos los personajes de este escritor son un torbellino de pensamientos que no se detiene nunca, como si el narrador omnisciente se metiera a hurgar en el seso de cada uno y no sacara de él únicamente lo que es fundamental a la historia que se cuenta, sino todo lo demás también: lo dicho y lo no dicho; lo pensado y decidido y lo pensado y nunca aceptado; las culpas, los miedos, las esperanzas, los deseos y las pasiones que se ocultan o que se expresan solo a medias. Todo eso nos lo plasma en esa riada de páginas sin apenas diálogo, páginas en las que la descripción meticulosa se une en masa compacta al versátil monólogo interior, el discurso ético, la conciencia social, la sabiduría popular y, en general, todo el terremoto psíquico que bulle en los dos, o como mucho tres, personajes de la escena. Cuarenta o cincuenta páginas más allá, veremos que no ha sucedido gran cosa y que todo está más o menos como al principio, pero ahora ya no sólo conocemos mucho mejor a esos personajes, sino que los podemos identificar, por su hechos y por sus ideas, con nosotros mismos o con otras personas (reales) a las que conocemos. Así, al construir sus mundos literarios, Javier Marías no acude a la narración lineal de los acontecimientos sobre la que se estampan las relaciones sociales que unen o separan a los personajes. Lo que hace es describir en detalle la mente de los personajes y, a continuación, señalar los mínimos hechos necesarios para que el lector pueda comprender las relaciones que se establecen entre ellos. Los hechos y la narración en general serán siempre mínimos; la tensión narrativa no residirá en la historia, sino en la evolución del pensamiento de cada personaje a partir de dos o tres elementos muy sencillos, pero al mismo tiempo trascendentales.
Para leer a Marías y enterarse de lo que está contando hace falta tener tiempo y ganas. Este escritor no regala nada y no nos deja que deslicemos la mirada por el texto: no hay diálogos, no hay golpes de efecto en la estructura de los párrafos, ni silencios elocuentes. No hay ayuda alguna, y la clave de un texto puede estar encerrada en tres o cuatro palabras que, a su vez, están en una frase delimitada por comas en un párrafo que se alarga a través de tres o cuatro páginas. Las novelas de Javier Marías exigen mucho y no hacen concesiones, pero tienen mucho que ofrecer a quien decida invertir tiempo y atención en ellas.
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