domingo, 25 de octubre de 2009

Piloto no más (2)

En mayo de 1975, Esquella tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en una pequeña playa de la península de Tres Montes, frente al golfo de Penas. El DC-3, El loro con hipo, iba cargado con ovejas productoras de la más fina lana, y el vuelo empezado en Puerto Montt transcurrió con normalidad hasta que uno de los motores falló y el avión empezó a perder altura. El tripulante le aconsejó botar la carga, es decir, arrojar las ovejas al mar para aligerar el aparato, mantener altura e intentar llegar hasta alguna pista de aterrizaje en el continente. Esquella se negó. Indicó que la carga no se tocaba, y buscó una playa.

El contacto con la tierra no fue de los más elegantes. Perdió parte del tren de aterrizaje izquierdo, y el avión se detuvo finalmente con el morro metido en el mar. Pero ninguna oveja sufrió daños y por fortuna tampoco la radio. Luego de recibir la señal de SOS, Carlos No Más salió en barco para rescatar las ovejas y ver qué se podía hacer con el avión.

Una vez embarcadas las ovejas, revisaron el aparato. El desperfecto del motor era de fácil arreglo y, fuera del tren de aterrizaje dañado, no encontraron otros estropicios en El loro con hipo. Era posible reparar el avión, pero el gran problema era cómo diablos sacarlo de allí.

--Listo. Se acabó El loro con hipo --comentó alguien que iba en el barco.

--Cállate, huevón. ¿Lo sacamos, Carlitos? --consultó Esquella.

--Claro que lo sacamos --respondió Carlos No Más.

El tipo que había diagnosticado el fin de El loro con hipo era un comerciante de pieles famoso por su pasión por las apuestas, y no resistió la ocasión.

--Esquella, te apuesto cinco mil pesos a que no lo sacas --desafió el tipo.

--Diez mil a que sí lo saco --replicó el aviador.

--Veinte mil a que no lo sacas --insistió el comerciante.

--¡Cincuenta mil a que sí lo saco, y volando! --bramó Esquella.

--De acuerdo. Cincuenta lucas. Vengan esos cinco dedos.

Sellaron la apuesta con un apretón de manos. Cincuenta mil pesos nuevos. Para Carlos No Más era una fortuna. Esquella lo invitó a subir al aparato.

--Carlitos, hay cincuenta lucas en juego. Lo sacamos y vamos a medias. ¿Se te ocurre algo?

--Sí, pero antes quiero saber cómo se presenta el tiempo.

Por radio pidieron el informe meteorológico: en las próximas setenta y dos horas soplarían vientos moderados.

--Dígale al patrón del barco que apenas deje las ovejas en Puerto Chacabuco alquile dos parejas de bueyes y compre o robe uno de los catamaranes del puerto deportivo. Tiene que regresar con todo eso antes de cuarenta y ocho horas.

El barco zarpó. Esquella, el tripulante y Carlos No Más empezaron a trabajar.

Primero talaron varios árboles de troncos flexibles y los usaron para apuntalar el avión. Después cortaron otros troncos con los que construyeron una especie de sendero sobre el que descansó el vientre del aparato. Finalmente quitaron las ruedas del tren de aterrizaje intacto y procedieron a aligerar el aparato quitándole todo peso superfluo. Cuando terminaron, tras dieciocho horas de trabajo, en el interior de El loro con hipo quedaban solo los instrumentos y la butaca del piloto.

El barco regresó a tiempo y con todo lo que habían pedido. También el comerciante apostador, que no cesaba de repetirles que parte de esos cincuenta mil pesos, que daba por ganados, los invertiría en invitarlos un fin de semana entero al mejor burdel de Coyhaique. Los tres hombres empecinados en hacer volar al El loro con hipo lo dejaban fanfarronear.

Los bueyes jalaron el avión hasta que sacó el morro del agua. Trabajaron duro los bueyes. Un DC-3 pesa bastante más que una carreta, pero eran animales robustos y lo dejaron muy horizontal sobre el sendero de troncos. Enseguida, los hombres desmontaron los cascos del catamarán y los montaron en lugar de las ruedas del tren de aterrizaje. Finalmente ataron una balsa salvavidas al tren fijo de cola y convirtieron a El loro con hipo en un hidroavión.

Mientras los hombres del barco se encargaban de hacer otros dos senderos de troncos, uno para cada casco del catamarán, Esquella y Carlos No Más treparon al aparato y echaron a andar los motores. Las hélices del DC-3 giraron de maravilla.

--Ahora falta lo más fácil: despegar --dijo Esquella.

--Dispone de unos trescientos metros de agua calma. Luego empieza la línea de arrecifes --comentó Carlos No Más.

--El problema será bajar. Nunca he pilotado un hidroavión --confesó Esquella.

--Las aguas del fiordo estarán quietas. Por lo menos las próximas veinticuatro horas. Ahora, si me tiene confianza, déjeme volar el cacharro. En la escuela de aviación piloté Grummans, Catalinas, bichos que no son tan pesados como un DC-3, pero creo que puedo hacerlo.

--¡Todo tuyo, Carlitos! Para aligerarlo aún más botaremos parte del combustible. Volarás con lo apenas necesario. Desde el barco te indicaré cuándo levantar el vuelo.

--Entonces deje libre la butaca. Yo estoy al mando ahora.

--Las cincuenta lucas te pertenecen, Carlitos.

Los nobles bueyes jalaron de El loro con hilo hasta dejarlo en el agua. Los cascos de los catamaranes soportaron el peso y la balsa de cola mantuvo la parte trasera fuera del agua. Carlos No Más esperó a que el barco se acercara a la línea de arrecifes antes de aumentar la potencia de los motores y poner el avión en movimiento. Ver oscilar las agujas de los tacómetros fue una delicia. Cuando vio que Esquella levantaba los dos pulgares, tiró del bastón de mandos y El loro con hipo se elevó ganando rápidamente la altura deseada.

Fue un buen vuelo, tranquilo pero movido porque el avión iba tan ligero que las brisas lo sacudían como a una hoja de papel. Voló sin contratiempos las noventa millas rumbo norte por sobre la península de Taitao, el ventisquero de San Rafael, hasta la entrada del gran fiordo de Aysén. Allí torció al este y, guiándose por el destello del agua, se internó continente adentro. Le faltaban ocho millas para alcanzar la bahía de Puerto Chacabuco cuando las agujas del combustible marcaron cero, pero estaba a salvo y, protegido por las brisas del Pacífico, planeó sin contratiempos. Acuatizó como un cisne, entre el jolgorio de los lugareños congregados en el muelle.

El comerciante de pieles pagó la apuesta. Carlos No Más recibió los cincuenta mil peso y decidió independizarse. Al poco tiempo conoció a Pet Manheimm, otro aviador en busca de cielos libres, y juntos inauguraron el primer mercado de frutas y verduras, Flor de Negocio.

Empezaron con una avioneta Piper y un helicóptero Sikorsky, desecho de la guerra de Corea. En Puerto Montt cargaban la avioneta con cebollas, lechugas, tomates, manzanas, naranjas y otros vegetales, los llevaban hasta Puerto Aysén, donde tenían la base, y desde allí salían en el helicóptero para surtir de verduras y frutas los caseríos y las estancias patagónicos.

Flor de Negocio duró hasta el mal día en que Pet y el helicóptero desaparecieron tragados por una tormenta imprevista. Nunca los encontraron, ni a Pet ni a los restos del aparato. Descansa en cualquiera de los ventisqueros, bosques o lagos de la Patagonia, que atraen y a veces engullen a los aventureros.

Perdidos el socio y el helicóptero, Carlos No Más cambió de actividad y se dedicó al servicio postal entre la Patagonia y la Tierra del Fuego. Por esas cosas que ocurren en el sur del mundo, un día se encontró pilotando la primera funeraria aérea de los cielos australes.

(Continuará)

Patagonia Express, Luis Sepúlveda

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