No me he equivocado, no quería escribir «morelliana» con dos eles. Esas eran las ocurrencias de Morelli, uno de los personajes de la Rayuela de Cortázar, que parece destinada a aparecer en todos y cada uno de mis posts. Esto que cuento ahora es una moreliana, con una sola ele, porque no es de Morelli sino de Morel.
Este verano encontré en casa de mi suegra una copia de En la vida de Ignacio Morel, novelita de Ramón J. Sender que procedí a consumir en un par de tardes de asueto. Es una especie de fábula con aires muy decimonónicos, pese a haberse escrito en 1969. Un parisino del extrarradio, descendiente de españoles, pondera su situación actual, sus planes de futuro y su relación con la comunidad en la que vive. Piensa y piensa, pero no toma la iniciativa. Un día, los acontecimientos se precipitan y, en cuestión de horas, todo se va al garete. O eso es lo que a él le parece: toda una vida que parece reducirse a escombros por una serie de circunstancias adversas.
Dos semanas después encontré en un estante de una casita de pueblo al segundo Morel, a saber, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares. La había oído citar junto con La trama celeste como una de las obras más significativas del argentino, pero no me había dado cuenta, al leer la novela de Sender, de la coincidencia de los nombres. Ahora la tenía delante de las narices en un espacio de tiempo muy corto. Dos moreles, dos libros completamente distintos.
Abrí el libro, vi que estaba prologado por la gran vaca sagrada (Jorge Luis Borges), lo cual era garantía de que el panorama se pondría denso y oscurito, y aun así decidí lanzarme a leer este texto, breve también, pero claramente más exigente que el de Sender.
El Morel de Bioy Casares es un psicodrama de 1940 que podríamos calificar de clásico: protagonista desquiciado que emprende un monólogo interior, alma torturada y percepción obtusa de la realidad, circunstancias misteriosas o poco claras, psicoanálisis a borbotones. Es probable que no hubiera tolerado bien la lectura si no hubiera sido por el entorno exótico en el que transcurre, que me intrigaba, y por el hecho de que la tal invención es un juguete mecánico (a mí me gustan mucho las máquinas en general) cuyo funcionamiento se va desvelando poco a poco a lo largo de la novela.
Los dos moreles tienen muy poco que ver. El primero pasó por la historia literaria española reciente como un best-seller (ganó el Planeta) y luego, como tantos otros, cayó en el olvido. El segundo, aupado por el sello borgiano de «libro perfecto» (eso es lo que dice de él don Jorge Luis en el prólogo), ha ido acumulando a lo largo de los años un aura trascendente que ha llegado hasta nuestros días. Tanto es así que al buscar información en Internet sobre este libro me he encontrado con la sorprendente noticia de que el elenco de una famosa serie de televisión llamada «Lost» lo han adoptado como libro de cabecera y parece que parte del contenido de la serie deriva de las ideas que plantea la novela. El Morel de Bioy Casares es, sin duda, mucho más interesante que el de Sender. Sin embargo, yo los leí ambos durante las vacaciones, en pleno dolce far niente y, la verdad, guardo mucho mejor recuerdo del español que del argentino. Eso se puede deber también a que los ejercicios psicoanalíticos siempre me han tocado un poco las narices, con independencia de lo bien o mal escritos que puedan llegar a estar.
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