Uno de los hábitos de los neoyorquinos que menos aprecio es el de recorrer la ciudad por la mañana temprano con un vaso en una mano.
Esta costumbre está tan arraigada que su incidencia no disminuye ni siquiera en los días de lluvia, en los que la mano libre suele estar ocupada con un paraguas. Merece la pena contemplar el espectáculo de la típica moza esbelta y elegante que se balancea en lo alto de unos tacones excesivos, sorteando charcos, transeúntes y bolsas de basura con escasa habilidad, mientras sostiene un vaso de papel en una mano, un paraguas en la otra y un número indeterminado (siempre superior a uno) de bolsos y bolsas colgando de los brazos. Por supuesto, no va bebiendo lo que hay en el vaso: es imposible beber en esas condiciones. Lo que hace es llevarlo a la oficina, a la tienda o a donde sea que se dirija. Hay que tener en cuenta que por estos lares gusta mucho el café frío, y también el café que en realidad no es café, es decir, ese tipo de brebajes en los que el café es solo una excusa para tomar refrescos desde bien temprano, pero en fin, eso es harina de otro costal.
Lo curioso de este asunto del vaso en la mano es que transportar líquidos no es asunto baladí. Nunca lo ha sido. Uno de los objetos que más usan los antropólogos y arqueólogos para distinguir la antigüedad e identidad de un yacimiento es la vasija, el recipiente, el vaso, la jarra o cualquier otro artículo que se usara hace miles de años para guardar líquidos. Durante decenas de siglos, el ser humano ha desarrollado, mejorado, perfeccionado y afinado las artes relacionadas con la fabricación de recipientes, no solo por el interés práctico evidente, sino también como vehículo de expresión artística y cultural.
En esta ciudad, el exponente moderno de todo ese cúmulo de historia es el lamentable vaso de papel con tapa de plástico. Quiero decir que ese es el exponente más habitual, claro, no querría generalizar. Además del vaso susodicho hay todo un universo de recipientes portátiles que uno puede contemplar en el metro o en el autobús y que guardan relación con distintas escuelas estéticas: está la taza metálica, en teoría a prueba de derrames y golpes, propia de los conservadores y preferida por los bebedores de té; está también la botella plástica post-cantimplórica con tendencia aventurera y bananera; está la botella metálica de inspiración deportiva; en esa misma línea, están todos esos contenedores plásticos de formas ridículas que se adaptan a la mochila o incluso se integran en ella, con tubito succionador incluido para facilitar el trasiego. En fin, la lista es larga.
Lo que no he visto nunca es botijos. Ni uno. Y mira que he visto botijos colgados debajo de los ejes de los carros, aguantando tela por los caminos de cabra sin romperse y sin calentarse.
Hay quien dice, con mucha razón, que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura. Yo estoy de acuerdo: lo es, en varios aspectos. El primero y principal es que a mucha gente (esto no incluye a los neoyorquinos, pero sí me incluye a mí) le da asco tomar café con la boca pegada a un cacho de papel o de plástico. Por cierto, es mucho más asqueroso lo que hace cierta gente cuando se le acaba el café, a saber, pasarse el resto del trayecto en el metro mordisqueando los bordes de la tapa de plástico, para disgusto y molestia de la docena de personas que estamos a escasos centímetros de su cara y que pensábamos, pobres de nosotros, que ya teníamos suficiente desgracia con ir apretados y apestados por los vapores de un café requemado con olor artificial a vainilla, calabaza, avellana, cereza o cualquier otra repugnancia que esté de moda en esa temporada. Se dirá, con razón, que esta parte del asco no es atribuible directamente al vaso, pero por lo mismo es justo reconocer que si el susodicho vaso no existiera, o fuera de otra naturaleza, probablemente el tío cerdo mordisqueador de plasticuchos se vería obligado a ventilar sus malos hábitos en privado, y no en un vagón atestado de personal.El segundo aspecto por el que cabe afirmar que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura es el ya mencionado de la fiabilidad: hay que ver la cantidad de veces que se abren, se despegan, se rompen, se les sale la tapa o, en general, les pasa algo que provoca un derrame en los sitios más inesperados.
El tercer aspecto, por paradójico que parezca, es la inconveniencia. Se nos dice y se nos repite que estos vasos son útiles y convenientes porque es muy práctico poder traer y llevar cafés a la oficina, a casa, a un parque o a donde nos dé la gana. En otras palabras, el mensaje que se nos transmite es que el café es como el teléfono celular, las llaves de casa o la tarjeta de crédito, es decir, que hay que ir a todas partes con él. ¡Error! Como ya se ha dicho, transportar líquidos no es un asunto sencillo y, desde luego, no es algo que uno quiera hacer todos los días a todas horas. De hecho, la cultura del café, en sitios distintos de Nueva York, implica sedentarismo, tiempo libre, relax, conversación y, en general, ir a un lugar y no moverse de él mientras dure la relación del paladar con el café. Durante todo ese tiempo, el líquido se queda estabilizado encima de una mesa. Por contraste, esta noción de ir bebiéndose un café (sin derramarlo) mientras se recorren varios kilómetros, se cruzan ríos y canales, se transita por túneles atestados de transeúntes y se aborda todo tipo de medios de transporte resulta, si bien se piensa, opuesta a la conveniencia y la utilidad. Más bien recuerda al planteamiento de uno de esos concursos televisivos (para japoneses, quizá) en los que los participantes recorren un circuito absurdo vestidos de mosca o de oso panda con un cachirulo en la mano mientras se dan trastazos y se ponen perdidos de guarrerías para solaz de los espectadores.
Un cuarto aspecto es el de la ecología, pero he de reconocer que este terreno está ya demasiado trillado. Baste decir que el asunto de los vasos de papel (se calcula un consumo de 220.000 millones de vasos al año, ahí es nada) ha generado una cantidad asombrosa de corrientes de idiotización. La primera que quiero mencionar es la de generar estadísticas absurdas: a los estadounidenses les resultan extrañamente atractivos los cálculos comparativos que implican hacer algo absurdo o imposible, como por ejemplo cubrir la línea del ecuador con vasos de papel usados o llenar de basura el Empire State Building. Es como si con ese tipo de idioteces les entraran mejor ciertas cosas en la cabeza, lo cual da que pensar. Una de las barbaridades que les gusta leer es que con todos los vasos que tiran a la basura en un año podrían dar 300 vueltas al planeta. Y los muy cerdos, en lugar de hacer algo al respecto, van y lo publican en Internet para que todos lo sepamos.
Las otras líneas de idiotización que ha desencadenado el pensamiento ecológico van por caminos muy distintos: por ejemplo, hay gente que se ha puesto a comprar jarras, vasos y otros recipientes no desechables de forma compulsiva para no usar vasos de papel o de plástico de usar y tirar. Resulta que ahora uno va a comprar una de esas a la tienda y tiene que elegir entre cientos (literalmente) de modelos distintos. El resultado idiotizante es que dejamos de comprar millones de vasos de papel para comprar millones de estas tazas de plástico o metal, cuando todos teníamos ya suficientes tazas y vasos normales en casa. También hay quien ha iniciado campañas en las que dan panfletos en el metro en contra del consumo de vasos de papel (lo juro, panfletos de papel, me han dado uno). Hay quien ha fundado empresas que recogen vasos de papel y los vuelven a convertir en pasta de papel para hacer más vasos. Ya sé que está muy de moda esto de reciclar y que en estos días ni siquiera las botellas de vidrio se reutilizan como antes. Aun así, yo encuentro idiotizante que alguien te venda como "ecológico" el proceso siguiente:
- Te quieres tomar un café.
- Compras un vaso de papel lleno de café, lo usas y lo tiras a un contenedor especial de reciclaje.
- Viene el camión y se lo lleva a la fábrica, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
- Una máquina pulveriza el vaso, lo lava con detergentes abrasivos y con desinfectantes y lo mezcla con agua para convertirlo en pasta de papel antiséptica.
- Otra máquina convierte la pasta en lámina de papel.
- Otra máquina modela la lámina y fabrica un vaso.
- Otra máquina apila y empaqueta el vaso.
- Viene el camión y se lo lleva a la cafetería, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
- Compras un vaso "nuevo" lleno de café...
Otra tendencia idiotizante muy extendida es organizar concursos para ver a quién se le ocurre hacer algo genial con todos esos vasos. No hay concurso, obviamente, para ver a quién se le ocurre cambiar de hábitos, es decir, dejar de transportar líquidos a lugares absurdos en horarios de trabajo. Pero como dije al principio, este terreno de la ecología está muy trillado. La revolución verde genera mucha más estupidez de la que necesitamos, lo cual demuestra que no es precisamente una revolución ecológica. A este respecto, el profesor Carlo M. Cipolla estaría orgulloso de nosotros.
Una de mis conclusiones sobre este asunto del vaso de café es que la famosa utilidad o conveniencia no puede explicar por sí sola el éxito masivo y arrollador de un producto tan poco atractivo como un vaso de papel. Es un hecho conocido que el vaso de papel se inventó como medida de higiene, sobre todo para colegios y hospitales. En su momento (primer decenio del siglo XX) y en su contexto fue, sin duda, un avance importante que contribuyó a salvar vidas. Luego fueron surgiendo las variantes de plástico y de espuma, que han ido teniendo diversos grados de éxito. Como ocurre con tantas otras cosas, el invento se salió de madre y se convirtió en un éxito comercial. Hoy en día es difícil, y no exagero, tomarse un café en Nueva York y conseguir que te lo pongan en una taza. ¿Cómo se consigue tal éxito? Eso es lo que me gustaría saber. ¿Cómo se hace para que la gente se sienta feliz y satisfecha usando todos los días de su vida un implemento propio de hospitales y colegios? Supongo que no soy el único que infiere la poderosa influencia de alguna poderosa industria capaz no solo de talar bosques sin parar, sino también de impulsar leyes y reglamentos que obliguen a grandes empresas, instituciones y demás organizaciones a utilizar determinado tipo de recipientes para dar de comer y de beber a sus miembros o empleados. Supongo que de alguna manera se ha conseguido que el costo de un vaso desechable sea inferior al costo de mantener vasos y tazas normales en restaurantes y cafeterías. Si alguien lo sabe, que me lo diga, por favor.
Aplausos. Bravo.
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