¿Ha sido un trueno? Qué cosa tan discreta, más bien parecía un regüeldo de un señor elegante al fondo de la mesa. Seguimos cenando. Unos segundos más tarde llega la confirmación: las gotas de lluvia empiezan a repiquetear. Suenan sobre todo en la carcasa de un calentador que tenemos en la extensión de la cocina. También en el techo de lámina de esa misma extensión, que está detrás de mí.
El repiqueteo se convierte rápidamente en un golpeteo bastante enérgico. Es la época de las tormentas, no tiene nada de particular. Seguimos con la cena, aunque ahora, con el rumor familiar de la lluvia intensa en el exterior, hay que levantar un poco la voz al hablar.
Menos de dos minutos más tarde, ella me mira y dice o pregunta, casi en un grito: eso tiene que ser granizo. En ese preciso momento, los titanes deciden, allá arriba, rasgar los sacos de hielo y vaciarlos sobre esta parte del planeta azul. El golpeteo se convierte poco a poco en estruendo, luego en rugido, luego en alarido. Temo por los cristales de la fachada sur. ¿Se romperá alguno? ¿Se abollará la carcasa del calentador? Una de las niñas se encoge en un rincón y llora. Las otras corren hacia la ventana que da a la calle gritando hail, it's hail! En un momento, el jardín de la entrada y la acera están cubiertos por un manto de garbanzos blancos y brillantes que parecen moverse, saltar y reproducirse por sí mismos. A veces cae del cielo un chorro de garbanzos nuevos y pienso: es como si de verdad los tuvieran metidos en sacos allí arriba. A veces son grandes como alubias igualmente blancas y brillantes, algunas transparentes.
Mis flores, pienso de repente. Puré de flores, crema de plantas ornamentales. Miro en esa dirección, pero no las veo: están bajo la capa de hielo. El arce japonés se zarandea, pero aguanta erguido a duras penas, pelón y flacucho como un espantapájaros en plena oscuridad. ¿Qué será de las azaleas, allá en lo oscuro?
Cuando amaina la tormenta salgo con la cámara y hago unas fotos que no hacen justicia a la dimensión y la inmediatez de la riada. Me falla la descripción audiovisual, me falla por completo. Por momentos, la calle se va cubriendo de una pátina blancuzca: el hielo se sublima por el calor y el aire se satura de vapor de agua. Ya no llueve. Un silencio intenso domina la escena, con el rumor de fondo de las alcantarillas tragando ansiosas ese increíble exceso de agua que nos trajo la tormenta. Pobres plantitas, qué desastre. Terminemos de cenar.
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