sábado, 26 de enero de 2019

Queneau para la cena (y más allá)

Hoy, en el trabajo, recibo un mensaje de otro continente. Es mi padre, que ya se va a la cama y me pregunta si he tenido un buen día. Yo, que estoy todavía a mitad de jornada, le digo que sí, que todo bien, y le deseo buenas noches.

Al volver del trabajo, salgo del metro y me encuentro con mi vecino Chris. Nos saludamos y él me pregunta qué tal se me ha dado el día. Contesto que bien, me despido y sigo andando hacia casa.

A las diez de la noche me llama Igor, que sigue enfrascado en su proyecto misterioso. Me cuenta que ha tenido un día de lo más productivo y me pregunta qué tal me ha ido a mí. "Bien", contesto. "Me alegro", dice él, y de inmediato cambia de tema para hablarme de su proyecto.

Horas más tarde, leyendo en el sillón de casa, me pongo a pensar en ese "bien" con el que uno resume la inmensa mayoría de los días que pasa sobre la faz de la tierra. Pierdo la concentración, dejo el libro y me pongo a escribir una descripción del día. Al tercer párrafo me detengo: ¿para quién es esta descripción, para mí padre, para Chris o para Igor? Porque no es no mismo. De hecho, al tiempo que me planteo la pregunta veo con el rabillo del ojo una frase del segundo párrafo que jamás usaría si estuviera escribiendo esto para Chris. Sin embargo, a mí padre le encantaría esa misma frase. ¿Para quién, entonces?

Decido escribir tres descripciones, una para cada uno. Mucho tiempo más tarde, lejos ya del límite razonable para acostarme, empezó a releer las tres narraciones en paralelo, comparando. Las he escrito yo, las tres, en este rato. Aun así, al leerlas me llevo unas cuantas sorpresas. Por ejemplo, a Igor, y solo a Igor, le cuento las veces que he ido al baño a lo largo del día. A los otros, no. Por ejemplo, a mí padre, y solo a mi padre, le describo con exactitud matemática lo que como y bebo. Y por ejemplo, a Chris le adorno todas las descripciones con epítetos, exageraciones y comparaciones.

Así como Kapuszinski dice que la totalidad no existe más que como concepto abstracto, yo creo que la objetividad tampoco existe. O sí, claro que existe porque nos pasamos la vida hablando de ella, pero mi objetividad no se parece a la objetividad de mi padre, ni ninguna de esas dos se parece a lo que Igor o Chris entienden por objetividad. Nos escudamos en esa objetividad, necesariamente personal y subjetiva, cuando queremos tener razón y nos negamos a aceptar que la percepción del otro puedan ser distintas. Lo irónico del caso es que, objetivamente, no tienen más remedio que ser distintas.

Es probable que esa sea la razón por la cual es imposible que una narración cualquiera, incluida la narración periodística, sea objetiva. Quien narra es un ser subjetivo que, con toda probabilidad, está pensando en otro ser subjetivo que utiliza como potencial receptor. La subjetividad de esa segunda persona es doble, puesto que a su subjetividad inherente hay que sumar la percepción subjetiva que tiene de ella el narrador.

No sé si Raymond Queneau pensaba en estas cosas cuando escribió sus Ejercicios de estilo, pero para mí esta es una de las conclusiones más claras de ese libro: es imposible escribir con objetividad. Porque no me parece que la objetividad exista como concepto común o compartido.

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