martes, 15 de octubre de 2013

Los límites de la creatividad

Hay quien dice que es imposible crear algo genuino, puesto que es de hecho imposible abarcar todas las lecturas, todas las disciplinas, todos los estilos. La creatividad no se puede consagrar con éxito a más de una cosa a la vez, así como tampoco es posible estar en más de un sitio a la vez o vivir más vidas que la que nos ha tocado.

Para destacar en algo hay que ser constante, sacrificar una buena parte de la existencia a ese algo. Al mismo tiempo, hay que renunciar: si uno decide consagrarse a A, eso implica necesariamente renunciar a B, C, D, E, F, y así hasta el infinito.

La angustia que conlleva esa decisión, y la desesperación de no poder multiplicarse para abarcar todo lo que acarrea el impulso creativo, son temas fundamentales de las novelas que estoy leyendo estos días.
An idea comes into your head, and you feel it grow stronger and stronger and you can't grasp it; you have no means to express it. It's like standing on a street corner and seeing a gorgeous procession go by without being able to join it, or like opening a bottle of beer and having it foam all over you without having a glass to pour it into."
Genevieve burst out laughing.
"But you can drink from the bottle, can't you?" she said, her eyes sparkling.
"I'm trying to," said Andrews.

"Te viene una idea a la cabeza y notas que se va haciendo cada vez más fuerte y que no la puedes abarcar; no tienes forma de expresarla. Es como estar en la calle, en una esquina, y ver pasar una procesión maravillosa pero en la que no puedes participar, o como abrir una botella de cerveza y que se te vaya toda la espuma y no tener un vaso para verterla."
Genevieve se echó a reír a carcajadas.
"Pero puedes beber de la botella, ¿no?" dijo con ojos achispados.
"Lo intento", dijo Andrews. (Traducción mía.)
 Three soldiers, John Dos Passos

viernes, 11 de octubre de 2013

Broadway-Lafayette

-¿¡Es que nadie va a hacer nada!?

Los ojos desorbitados, el semblante contraído, lágrimas que le surcan las mejillas, camina sin rumbo, nos habla a todos pero no habla con nadie. Se marcha escaleras arriba.

En la estación de metro de Broadway-Lafayette hay muchísima gente, como de costumbre a estas horas de la tarde. Unos caminan tranquilos, otros se vuelven a mirar al fondo del andén. El fondo del andén. De allí venía la mujer llorosa. Algo, alguien al fondo del andén. Hay caras que saben, hay caras que intuyen, hay quien trata de averiguar. Hay quien se encoge de hombros.

Llega un tren. Se abren las puertas, entra gente, sale gente. Al fondo, al fondo del andén alguno se queda quieto, mirando al suelo, mirando entre las piernas de un corro de personas. Una mujer observa un momento, se vuelve de inmediato con una mueca de dolor en el rostro y camina ligera, casi corre, hacia las escaleras. Un hombre mayor se aleja con lentitud y sacude la cabeza.

Allá, al fondo del andén, alguien recula, paso a paso, muy despacio, y enjuga una lágrima. Apoya la pared en una viga de acero, se encoge, aprieta un puño contra la boca y cierra los ojos. Hay otro que saca el teléfono y hace una foto.

-No sé, supongo -le dice con tono exasperado un hombre a su pareja al pasar junto a mí.

Me acerco un poco.

Al pie de una escalera, entre azulejos ennegrecidos por el polvo y vigas mil veces repintadas, veo un bulto bastante voluminoso que reposa en el suelo, rodeado por dos docenas de pies y piernas.

-¿¡Han pedido ayuda o no!? -surge un grito, una queja, una súplica. Hay dos, tres personas inclinadas sobre el bulto, quizá de rodillas, apenas visibles, como sombras.

Llega otro tren. Se abren las puertas. De los que se bajan del tren y se topan con el corro hay quien blasfema, hay quien invoca a Dios. Otros se quedan mirando y el corro crece. Otros miran un momento, se vuelven y se marchan.

Me acerco más.

Veo a la mujer que está de rodillas, aplicando el masaje cardiorrespiratorio al hombre que yace inerte en el andén. Agotada, se aparta y le pide a una segunda que continúe. Hay tres mujeres arrodilladas atendiendo al hombre.

-¿Probamos ahora? -pregunta la tercera. La segunda asiente y entre las dos practican el boca a boca a aquel corpachón enorme que sigue sin dar señales de vida. Una, dos, tres. Las manos de la mujer parecen hundirse en el enorme pecho, que no ofrece resistencia alguna: parece de goma. Cuatro, cinco, seis. Alguien pide más espacio, den un paso atrás, por favor. Siete, ocho, nueve, diez. No hay pulso, dice la primera mujer sujetando la muñeca del hombre. Se incorpora con la cara congestionada y grita, grita con una voz que no es estridente, pero tiene un tono desesperado que proyecta sus palabras como un disparo por toda la estación.

-¿¡Pero han llamado ya a la ambulancia!?

Reacciono. Me doy la vuelta y corro escaleras arriba. Preparo el teléfono: en los túneles no hay cobertura, tengo que salir a la calle. No. No hace falta. Ahí vienen. Vienen por fin los camilleros con el equipo de reanimación. Pasan volando junto a mí. ¿Cuánto habrán tardado? Cuatro minutos, quizá cinco. En el andén, una eternidad. Una vida entera.

Espero un rato junto a la entrada. No vuelven. Espero un poco más.

Salgo a la calle. No es mi parada, solo estaba haciendo un transbordo.

Pero tengo que salir a la calle.

jueves, 10 de octubre de 2013

Pockets full of stones



El 28 de marzo de 1941, mientras una guerra monstruosa despedazaba medio mundo, Virginia se puso el abrigo, llenó los bolsillos de piedras y se adentró en las oscuras aguas del río que pasaba frente a su casa.

No encontraron su cadáver hasta el 18 de abril.

En casa dejó una nota para su marido Leonard:

 «Querido mío, tengo la certeza de que estoy enloqueciendo de nuevo. Siento que no podríamos superar otra de esas épocas terribles. Y esta vez no me voy a recuperar. Empiezo a oír voces, y no me puedo concentrar. Así que voy a hacer lo que parece que será lo mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido, en todas las cosas, todo lo que nadie podría haber sido. No creo que haya habido dos personas más felices hasta que llegó esta enfermedad terrible. Ya no puedo luchar más. Sé que te estoy arruinando la vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás ya lo sé. Mira ni siquiera puedo escribir esto como es debido. No puedo leer. Lo que quiero decir es que toda la felicidad de mi vida te la debo a ti. Has sido absolutamente paciente e increíblemente bueno conmigo. Quiero decir que... todo el mundo lo sabe. Si hubiera habido alguien capaz de salvarme, habrías sido tú. Todo se me ha ido, excepto la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir arruinándote la vida. No creo que haya habido dos personas más felices que nosotros. V.» (Mi traducción, aquí está el original:)

 (Dearest, I feel certain that I am going mad again. I feel we can't go through another of those terrible times. And I shan't recover this time. I begin to hear voices, and I can't concentrate. So I am doing what seems the best thing to do. You have given me the greatest possible happiness. You have been in every way all that anyone could be. I don't think two people could have been happier till this terrible disease came. I can't fight any longer. I know that I am spoiling your life, that without me you could work. And you will I know. You see I can't even write this properly. I can't read. What I want to say is I owe all the happiness of my life to you. You have been entirely patient with me and incredibly good. I want to say that—everybody knows it. If anybody could have saved me it would have been you. Everything has gone from me but the certainty of your goodness. I can't go on spoiling your life any longer. I don't think two people could have been happier than we have been. V.)

Setenta años después, el 23 de agosto de 2011, Florence Welch y su grupo musical dedicaron esta canción a la escritora suicida. Me parece un magnífico y hermoso homenaje.



lunes, 30 de septiembre de 2013

Dos Passos, Hemingway y una forma muy rara de escribir la historia



Este verano, mi asesora de lectura veraniega me planteó un nuevo reto. En lugar de leer una novela, propuso un libro de historia sobre dos escritores, a saber, John Dos Passos y Ernest Hemingway. Acepté el reto y me lo zampé, de lo cual me alegro mucho, a pesar de todos los pesares que, por supuesto, enumero más adelante.

El libro en cuestión se titula La ruptura: Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles. El autor es Stephen Koch. La premisa básica que plantea es la siguiente: en los años treinta, Ernest Hemingway y John Dos Passos, dos famosos escritores y periodistas estadounidenses, comparten no solo la profesión, sino una gran amistad personal y también una pasión muy concreta: España. En los primeros meses de la guerra civil, el misterioso asesinato de un amigo común, José Robles, hace aflorar sus diferencias políticas y destruye para siempre su amistad.

Robles, exiliado político español, era profesor de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore y traductor al español de Dos Passos y Sinclair Lewis. Al inicio de la guerra civil, acepta un cargo político-militar en el gobierno de la república. Meses después es secuestrado en su casa de Valencia y desaparece para siempre. Se supone que una milicia no identificada lo arrestó y lo ejecutó, pero nunca se ha sabido exactamente quién componía esa milicia y qué motivos tenía para ejecutarlo. Cuando los dos escritores supieron que había sido asesinados, Hemingway aceptó el hecho afirmando que en una guerra suceden esas cosas (lo que hoy día llamaríamos “efectos colaterales”), mientras que Dos Passos se indignó ante lo que consideró un asesinato más de las purgas estalinistas.

Una vez planteada esa premisa, Koch empieza a contarnos la vida de Hemingway y Dos Passos a partir de sus agradables estancias en París, unos años antes de que empezara el conflicto español. En la primera página, esos dos protagonistas se convierten en “Hem” y “Dos”, respectivamente, porque según el autor esos eran los apelativos cariñosos que usaban sus allegados. Es posible que Koch, después de tantos metido entre sus papeles, se considere allegado de los dos, pero esa decisión inicial anticipa una tendencia general del libro: nos vamos a meter de cabeza en la vida íntima de Dos Passos y Hemingway.

Koch no describe, sino que novela, y con maestría, la vida de los escritores y de su entorno personal y profesional antes, durante y después de la guerra civil española. Cuando reconstruye escenas y diálogos concretos, uno tiene la sensación de estar allí delante, a escasos metros de aquellas grandes figuras históricas, en los escenarios míticos de Madrid, Valencia, Barcelona, Florida, Nueva York y París durante los años treinta. Koch es un excelente narrador y sabe cómo atrapar al lector en una atmósfera realista y verosímil.

El problema es que el mismo autor alega que este libro es de carácter científico y estrictamente histórico. El aparato crítico que lo acompaña es, en efecto, formidable pero entonces cabe preguntarse cómo es posible, desde esa perspectiva estrictamente histórica, reconstruir todos esos diálogos personales, a veces íntimos; cómo se puede revivir cada escena y describir incluso los movimientos de los personajes por la habitación de un hotel, como quien se refiere a un movimiento de tropas (debidamente documentado) durante una batalla.

La respuesta es que Koch utiliza su espléndida técnica narrativa para presentar los hechos más llamativos, los que mejor sustentan sus hipótesis. En ocasiones, la estructura de este libro me ha recordado la clásica estructura descriptiva-narrativa de los reportajes seudocientíficos que han inundado las cadenas de televisión de todo el mundo y que gozan de una enorme popularidad: primero se plantea una premisa sorprendente o llamativa (“¡tiburones asesinos!”, “¡los misterios del zigurat perdido!”). Después se alimentan las expectativas de los espectadores con una buena dosis de datos circunstanciales, normalmente mezcla de creencias populares y datos científicos comprobados. Esto se adereza con varios casos reales (entrevistas y grabación sobre el terreno) que tengan que ver con el tema de que se trate, aunque sea tangencialmente. Por último, se suele llegar a la conclusión de que el misterio o el peligro siguen ahí, con lo cual las expectativas de los espectadores quedan intactas. 

No quiero decir con esto que Koch sea tan superficial como lo son, en general, esos reportajes, ni que utilice datos seudocientíficos. Lo que pretendo decir es que utiliza esa misma estructura, pero tenemos la inmensa suerte de que los datos circunstanciales y los casos reales, numerosísimos y variadísimos en este libro, están narrados con un estilo atractivo e impecable. Si uno se olvida del rigor científico y de la necesaria relación causa-efecto, el libro es una auténtica joya, un mosaico de anécdotas sobre Hemingway (sobre todo), Dos Passos (no tanto) y la guerra civil española que llega a emocionar.

Ahora bien, si uno pretende llegar a alguna parte en el ámbito científico-histórico, este libro puede resultar exasperante. En no pocas ocasiones el autor desestima la información de sus fuentes con argumentos indemostrables que van muy bien con la premisa inicial pero no tanto con el rigor investigador. Me refiero a las numerosas veces en las que, después de aludir a una cita histórica o a un extracto de una carta, opina que lo que decía el personaje en cuestión no coincidía con lo que en realidad pensaba, o que disimulaba o mentía. El uso interesado de las citas también es preocupante, puesto que indica cierto sesgo que puede afectar no solo al anecdotario que sustenta las hipótesis principales del libro, sino también a esas hipótesis propiamente dichas. Por ejemplo, en la página 69 dice (cito la traducción de Nuria Barroso, que es la que pude leer):

“Puedes escribir tan bien que me da miedo”, se regocijaba Hem en una carta a Dos tras leer 1919, y era cierto; párrafo tras párrafo, Dos Passos escribía tan bien o incluso mejor que cualquier escritor de su época.

Uno entiende que aquí el autor quiere poner de relieve cierto grado de competencia o envidia (probablemente sana) entre los autores. No tiene nada de particular. Ahora bien, en cuanto la leí, tuve la sensación de que ya la había leído. Retrocedí un poco y, en efecto, encontré la cita completa veinte páginas más atrás, pero en un contexto totalmente diferente:

“Puedes escribir tan bien que me da miedo que te pase algo.”

La cita de la página 69 está cortada y sacada de contexto, porque a Hemingway no le da miedo la calidad literaria de Dos Passos, sino la posibilidad de que deje de escribir por algún motivo y se pierda ese talento. ¿Es aceptable usar la misma cita, recortada a voluntad, para ilustrar dos ideas distintas? A mí me parece que no. Este es el tipo de cosas por las que el libro de Koch huele un poco a chamusquina.

Se queda uno, pues, con la impresión de que en realidad el autor quería escribir una novela, no un libro de investigación. Tiene un montón de historias que contar, tiene un estilo narrativo excelente y quiere que los hechos históricos avalen a toda costa su versión de los hechos, para lo cual va eligiendo los que le conviene y apartando o ajustando los que no. La labor de investigación, que en efecto es ingente (basta echar un vistazo por encima a la bibliografía y las notas) queda así algo deslucida por la actitud selectiva que adopta Koch para que ninguna de sus ideas sufra batacazos en ningún momento.

Este peculiar rasgo del libro se torna muy evidente cuando Koch habla de los dos escritores, sus personalidades y sus ideas políticas. Uno se lleva la impresión de que el autor conoce a Hemingway y a Dos Passos mejor que sus madres. Al tratarlos con esa familiaridad, lo que hace es dejar a la vista de los lectores sus propias afinidades, fobias y manías, con toda seguridad han ido aflorando durante todos esos años de investigación y búsqueda de datos. Hemingway es, para Koch, un personaje hedonista y egocéntrico con una necesidad compulsiva de éxito y reconocimiento, un tipo más o menos descerebrado e influenciable de cuya vanidad se valieron diversas fuerzas políticas para promoverse y hacerse publicidad. Hemingway es, sin duda, la obsesión de Koch, mientras que Dos Passos representa un papel secundario en el libro y sirve sobre todo para contrastar sus actitudes, siempre moderadas y reflexivas, con las de su amigo, a menudo impulsivas y desatinadas. 

En la parte política tenemos una estructura similar: todo lo que, de una u otra manera, tiene su origen o inspiración en la Unión Soviética y el Frente Popular es sinónimo de conspiración, maldad, fracaso, traición y muerte. Según Koch, es la Unión Soviética (o más bien la tendencia estalinista de la Unión Soviética) la que asesina a José Robles por saber demasiado; es la Unión Soviética la que se aprovecha de los dos escritores y acaba por enemistarlos; es la Unión Soviética, de hecho, la culpable de que la guerra civil española fuera como fue. En contraste, Franco y las tropas sublevadas solo aparecen en el libro como aparecería un huracán o un terremoto, es decir, como un factor políticamente neutro que se limitaba a estar allí y a avanzar inexorablemente hacia el otro bando. La influencia política de las otras potencias, incluidas la de los Estados Unidos, el Reino Unido y las fuerzas fascistas de Alemania e Italia, brilla por su ausencia: es como si no existieran.

En resumen, tengo la impresión de que este libro es un inmenso esfuerzo por demostrar las premisas iniciales. En ese esfuerzo, la obra gana en lo literario, pero pierde en rigor histórico porque el autor va etiquetando a todos los personajes y valorando todos los hechos. Así, niega al lector la posibilidad de juzgar libremente y extraer sus propias conclusiones sobre los procesos que no están claros o sobre los que no hay información suficiente. Además, al construir personajes casi literarios en lugar de describir los actos y los dichos de los personajes históricos, predispone al lector y lo obliga a ver a Hemingway y a Dos Passos a través de sus ojos.

Al cerrar el libro, me quedé con la impresión de que Koch debería haber escrito una novela en lugar de un análisis histórico. Bastaría con haber explicado a los lectores que la obra se basaba en datos históricos pero que, a fin de cuentas, lo que le importaba era exponer sus ideas y sentimientos respecto de Ernest Hemingway, sus obras y su tiempo. De esa manera, esas ideas, sentimientos y convicciones no habrían chocado con los datos contrastables y habría podido caracterizado a sus personajes como le hubiera dado la gana (que es lo que ha hecho, a fin de cuentas). En una historia novelada, y con otro título, uno comprendería mejor, entre otras cosas, por qué en la segunda mitad el libro se convierte en una detalladísima biografía de Ernest Hemingway que se aleja cada vez más de la guerra civil española, de John Dos Passos, del asesinato de José Robles y de todo lo demás hasta el punto de culminar, 22 años después del fin de la contienda española y 24 después de ese asesinato, con el suicidio del escritor.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Ciencia ficción a medida

Las ilustraciones de Simon Stalenhag me recuerdan mis "lecturas" de hace 30 años: Comix, Cimoc, El Víbora, 1984 y muchos más. Teníamos que esconder todos esos comics porque nuestros padres los consideraban impropios de jovencitos como nosotros. Y claro, nosotros los coleccionábamos y los releíamos sin cansarnos nunca.
Stalenhag, al igual que los maestros de aquella época (Vicente Segrelles, Jean Giraud-Moebius) tiene esa mezcla precisa de realismo, fantasía y verosimilitud que estimula de inmediato la imaginación. La primera vez que vi una de sus imágenes en baja resolución (en concreto, esta), pensé que era una foto retocada o una captura de una película de ciencia-ficción.
Que lo disfrutéis.



miércoles, 4 de septiembre de 2013

Típica estampa (religiosa) matutina

Son las ocho y media de la mañana. Por una de esas casualidades de la vida, o quizá porque todavía no han empezado las clases en los colegios públicos, el vagón de la línea E no va muy lleno. De pie, frente a los asientos ocupados y al lado de la puerta, tengo sitio suficiente para abrir el libro sin contorsionarme ni molestar a nadie.

Un par de minutos después me saca de la lectura la voz alegre de la chica que tengo detrás:

-¿Has visto lo que tienes ahí, al lado del hombro?

Me vuelvo. No me lo dice a mí: se lo dice al hombre que está sentado enfrente de mí. Varios pares de ojos se concentran en él.

-Sí, sí. La he visto -dice el hombre-. Es grande, ¿eh?

-Ya te digo, ya te digo -contesta ella, y se queda mirando a las barras que nos separan, al hombre y a mí. Ahí, en el asidero del asiento, al que yo podría haber echado mano sin mirar mientras leía, va agarrada una mantis religiosa del tamaño de un trolebús. Totalmente inmóvil, como corresponde a la especie, parece ir mirando por la ventana del vagón, los ojos clavados en la espesa oscuridad del túnel que conecta las dos islas por debajo del East River.

Momentos después, la chica sigue jugando con el teléfono, el hombre rasca otro cupón de lotería (Mega Millions), yo intento volver al anodino cuento de estudiantes españoles en el extranjero que estaba leyendo, y la mantis religiosa sigue viajando de Queens a Manhattan sin que nadie la importune, más cómoda que una madre abadesa en un calesín.

lunes, 19 de agosto de 2013

Gestión de los recursos humanos, primera parte

«Las doce en punto daban. De fijo, señor comisario. De fijo, que sentimos las campanas parados en la puerta los dos. Yo las conté. Siempre las cuento, que para algo las dan, y el que tira de la soga vive pared con pared de nosotros, y le gusta que luego alguien le diga: Oye, la séptima de las once de ayer noche te salió un poquino esmirriada, a poco ni la roza el badajo. Y entonces él se esmera, y jala con tanto ahínco para la séptima que casi le sale un redoble. Antes las escuchaba con la parienta, ahora las escucho solo. Y es que mi difunta y yo siempre hemos pensado que hacer algo sabiendo que nadie te tiene en cuenta es muy desagradecido, ¿no le parece a usted?»

Cielos de barro (Dulce Chacón)