Atenas, seis de la mañana. En un lateral de la plaza Sintagma, donde apenas hay un alma a estas horas, hay un japonés más bien feo y bajito que solo viste calzado deportivo y un pantalón corto. Discute con otros dos japoneses, estos vestidos de forma más convencional, que a juzgar por la camioneta de la que han salido deben de ser el equipo de una unidad móvil de la NHK, televisión nacional japonesa. Si entendiéramos japonés sabríamos que el hombre del pantalón corto increpa al cámara y le repite: «yo he venido aquí a correr la carrera y no a engañar a la gente». El cámara se disculpa sin cesar y promete filmar la carrera completa. Poco después, el hombrecillo echa a correr por las calles de la capital griega, rumbo al noroeste, hacia la localidad histórica de Maratón, que supuestamente se encuentra a 42 km de distancia. Protegido del intenso tráfico de las autopistas tan sólo por la camioneta de la NHK, que lo sigue de cerca, el corredor va contando cadáveres de perros y gatos por el arcén. En unos minutos el sol se levanta y empieza a sentirse el implacable calor mediterráneo de primeros de agosto. El hombre del pantalón corto se pregunta si ha sido buena idea correr de Atenas a Maratón en esa época del año...
Esta es una de las muchas y muy jugosas anécdotas que cuenta Haruki Murakami en un libro que tituló, parafraseando a Raymond Carver, «De qué hablo cuando hablo de correr». El corredor es él mismo y la historia es real, tan real como la vida misma, y el final de la historia es estupendo también.
(Nota para quienes hayan corrido alguna vez un maratón, un ultra o un triatlón: recomiendo leer este libro, aunque solo sea por la descripción, a mi modo de ver magistral, que hace de las sensaciones por las que atraviesa en su primer maratón, en su primer y único ultra [100 km] y en varios triatlones.)
Murakami dice en la introducción que ese libro no son sus memorias y lo repite muchas veces a lo largo del libro. Afirma que no es más que una reflexión sobre el hábito de correr y que lo escribió a base de notas sueltas e ideas que se le fueron ocurriendo durante los meses en los que estuvo entrenando para correr el maratón de Nueva York (2006). Aun así, lo cierto es que al terminar la lectura uno cree tener una idea bastante cabal de lo que ha sido la vida de este autor desde su época universitaria hasta el momento actual. Ese hábito, el de correr casi todos los días de la semana, es el hilo conductor que utiliza para contarnos muchas más cosas sobre su vida y su personalidad.
Por motivos culturales, es previsible que un japonés sea disciplinado y estricto consigo mismo, lo cual va bien con el deporte. Es previsible, pero a mí me pilló desprevenido el grado de disciplina y exigencia que describe este hombre en todas las facetas de su vida, incluida la escritura. Como si fuera demasiado.
Explica Murakami que de joven se dedicaba a regentar locales nocturnos de jazz en Tokio, pero que un día le dio la ventolera, lo dejó todo y se puso a escribir. Así, tal cual. Sin preparativos, sin drama, sin dudas, sin nada. En seco. En otras palabras, su descripción me dio a entender que escribió esa novela igual que se corre un maratón, pero sin entrenar.
Se cansó, claro que se cansó. Como bien explica en muchas ocasiones, tanto al escribir una novela como al correr un maratón, uno casi siempre se agota antes de terminar y tiene que sacar fuerzas de flaqueza durante el último tramo. Pero la terminó, y supuestamente sin preparativos.
Dice también que en ese momento, con la novela terminada y enviada a una editorial, no le importaba que se la publicaran, que ni siquiera le importaba que a la gente le gustara o no. Lo fundamental para él era haber terminado lo que se había propuesto y hacerlo lo mejor posible. También en esto su experiencia literaria coincide con los maratones porque, como sabrá quien haya participado en uno, al llegar a la meta la sensación de alivio es infinitamente superior a la sensación de satisfacción y lo primero que se pregunta es “qué tiempo he hecho”.
A mí esto me fascinó: me impresionó mucho que solo con disciplina y fuerza de voluntad pudiera empezar y terminar una novela partiendo de cero.
Desde la perspectiva hispana o latinoamericana, esto de usar la disciplina y la constancia como instrumentos fundamentales en lugar de la inspiración, el talento o la imaginación resulta bastante raro. Aclara Murakami que él no tiene ninguna de las dos cosas: ni inspiración, ni talento, y que tiene que hacer un esfuerzo extra para compensar esas carencias. Los bares nocturnos que regentaban me hicieron pensar que provenía de un estrato social popular, quizá barriobajero, y que carecía de vínculos culturales. Sin embargo, he sabido después que tanto su padre como su madre eran profesores de literatura japonesa. En el libro menciona el jazz y su gusto por escritores como Carver (obvio), Fitzgerald y otros, pero no dice que en su juventud leyó cantidades industriales de literatura europea y estadounidense y que consumía, y aún consume, música, cine y demás expresiones creativas occidentales a un ritmo impresionante (sí menciona su inabarcable colección de vinilos y su tendencia compulsiva a comprar todos los que encuentra, pero como hecho contemporáneo). Todo ese bagaje cultural está sin duda en sus novelas, pero al contar la historia de cómo empezó a escribir, uno se queda con la idea de que la primera novela salió de la nada, como si hubiera sido un conjuro. Por toda explicación nos dice que ese empleo le obligaba a tratar con muchísima gente y que por eso entendía la psicología humana lo suficiente como para crear personajes sólidos.
Trabajo diario, constante y duro para alcanzar objetivos concretos y muy precisos, sí, con calendarios, horarios y demás métodos que no solemos asociar a la creación literaria, sí. Pero no es verdad que partiera de cero, no es verdad que tuviera las manos vacías: el sustrato cultural de Murakami era denso y consistente mucho antes de que le diera por ponerse a escribir.
Sorprende también que el propio Murakami nos cuente que todos los años pasa unos meses en Boston en calidad de profesor invitado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las universidades más prestigiosas del mundo. Si damos por buena la descripción de su vida sencilla y espartana, ¿de qué podría hablar en el MIT este expropietario de bares de jazz venido a más gracias a un golpe de suerte con su primera novela? ¿De las ideas que se le ocurren cuando va corriendo? ¿De lo disciplinado que es? Pues no. Como atestiguan sus libros de ensayo, sus traducciones y el resto de su producción escrita, el tipo es brillante y tiene unos conocimientos excepcionales de literatura, música y arte contemporáneos, aunque se empeñe en demostrarnos su humildad y su sencillez, aunque insista en que todo lo que hace y todo lo que logra se debe solo al esfuerzo y la constancia.
No pretendo quitarle al autor su ilusión de pensar que es solo la disciplina lo que le ha permitido llegar hasta donde está. Tampoco se me ocurriría tratar de emborronar esa vida sencilla, sacrificada y metódica que nos presenta en el libro, tan sencilla, sacrificada y metódica como es correr un maratón. No, no quiero cambiar nada porque el libro es excelente, lo disfruté como un niño, me lo leí de un tirón y me inyectó una enorme dosis de moral e inspiración para la vida en general. Ahora bien, sí quiero advertir a los lectores que, si después de haber leído el libro se les ocurre consultar más datos sobre el autor (datos que no haya escrito él mismo), es posible que se les desdibuje la frontera entre el escritor Murakami, de carne y hueso, y el soldado Murakami, protagonista indiscutible de la historia que se cuenta en ese libro.
jueves, 26 de mayo de 2016
viernes, 20 de mayo de 2016
Sin hogar
Hace más de un año que no veo a Richie, el vagabundo del carrito que vendía rosas en la esquina de la calle 42. En su momento, convertí a Richie en un personaje de cuento y lo involucré en una trama de intriga diplomática, aprovechando que entre su esquina y el edificio principal de la ONU no hay más que unos pasos.
También lo he usado como inspiración para otros episodios de ficción que he escrito en este blog. No es que lo eche de menos, porque nos siguen sobrando vagabundos en esta ciudad y ahora, con el buen tiempo, salen de los túneles y se los ve por todas partes. Cuanto más elegante o más turística sea la zona, más vagabundos hay, porque ahí es donde la gente tira más comida y da más limosnas. Si uno quiere ver a los mendigos más famosos de Nueva York, no tiene más que pasear un poco por Times Square, los alrededores del Empire State Building y la estación Grand Central. Los baños públicos son un excelente punto de observación, porque ahí es donde suelen hacer sus abluciones por la mañana. En verano, abandonan temporalmente esos lugares y prefieren lavarse de madrugada en las fuentes de los parques, antes de que llegue la oleada de teléfonos y cámaras digitales.
En fin, hoy me quedé mirando a uno que no conocía, uno bajito, rechoncho, con cara de resignación, que lleva un bastón y camina muy despacio. Viste una cazadora de los Nets y, en su lenta caminata, siempre hace una pausa para conversar con la misma cabina telefónica (la de la esquina de la tercera avenida y la calle 45) y con el mismo poste del andamio que hay frente al restaurante Tulsi, en la 46. Se detiene, mira con parsimonia a la cabina o al poste y, antes de empezar a hablar, se apoya bien en el bastón levantando al mismo tiempo el dedo índice de la mano que le queda libre. Habla bajito, sin prisa, razonando con la cabina (con el poste), como esperando que asienta o que le conteste. Mientras lo miraba, me he quedado pensando en él, en todos los que son como él, incluido Richie, y de repente he oído las voces que me susurraban al oído.
Son voces de muy lejos, de 1986, y de otro continente. Ese año, Paul Simon saltó (de nuevo) a la fama con un disco titulado Graceland en el que incluyó mucha y muy buena música africana. En una de las canciones participa un grupo clásico y mítico del género South African township music llamado Ladysmith Black Mambazo, y con las voces de ese grupo cantó Paul Simon esa canción que se me vino a la mente mientras miraba al hombre que razona con las cabinas de teléfono.
miércoles, 18 de mayo de 2016
Gente imposible
La oscuridad de los túneles del metro me fascina desde que era muy pequeño. Entonces, igual que ahora, me quedaba mirando aquella boca negra, insondable, totalmente plana y vacía o, más bien, llena de negrura, y me imaginaba todo lo que pasaba allí dentro. Me gustaba sobre todo ver aparecer aquellos dos puntos minúsculos que eran los faros del tren (los ojos del tren, nos mira el tren, nos busca con la mirada) al fondo del túnel, tan tenues, tan poca cosa que apenas lograban penetrar la densa oscuridad que los rodeaba. Los faros iban sujetos a dos hilitos brillantes, los raíles, y se iban haciendo cada vez más grandes, cada vez más reales, hasta que uno o dos segundos antes de entrar en la estación se distinguían por fin los colores, rojo y blanco, de los vagones que llegaban tronando y resoplando.
Hoy es más o menos igual, aunque haya un poco más de luz. La estación y el tren, iluminados y brillantes, son como cápsulas de supervivencia en las que atravesamos ese mundo desconocido e inefable en el que con toda seguridad habitan nuestras peores pesadillas. Esa masa plana de negrura, rasgada de vez en cuando por alguna misteriosa luz de color, por algún cometa en forma de lámpara o de semáforo, nos vigila, o nos acecha, y nunca se decide a atacarnos. Nosotros, con la confianza que da la claridad, nos sentimos seguros, tranquilos, incluso relajados, leemos un libro, oímos música o sencillamente perdemos la mirada para no encontrarnos con los ojos de los demás pasajeros. Y así la negrura nos engulle sin violencia, nos digiere y por último nos vomita en otro arco de luz, en otra estación.
Si uno pone atención, puede ver cosas en ese trayecto invisible. Si uno fija la vista en la oscuridad y deja que se dilaten las pupilas, puede ver los tubos, los cables, las misteriosas hornacinas excavadas o esculpidas en las paredes de los túneles. Uno puede ver, dentro de esas hornacinas, grafittis y firmas hechas con pinturas de spray, algunas muy recientes, otras casi borradas por la mugre y el polvo, ese polvo de hierro que despiden las ruedas de los vagones y que da a los túneles su espeso tinte opaco. Uno imagina, pues, que hay quien pasea por esos túneles, bote de pintura en ristre, para ilustrar con su arte la oscuridad más absoluta.
Si uno pone atención, puede llegar a distinguir escaleras, portillos y otros accesos en esos túneles. Entonces los carteles de “prohibido pasar” que se ven en las estaciones y que, en principio, parecen ridículos (¿quién se metería en la boca del lobo?), cobran mucho más sentido. Poco a poco la curiosidad se aviva. La curiosidad hace que nos coloquemos al borde del túnel, donde se chocan la pared pintada de la estación y la pared ennegrecida del túnel, como una alegoría del bien y del mal, del día y de la noche o de la vida y la muerte. Hace que nos quedemos ahí, esperando a que las pupilas se dilaten y empiecen a aparecer los contornos, los reflejos y los volúmenes. Y un día, por casualidad, se ve algo. Se ve a alguien. Durante una fracción de segundo, una silueta que no puede existir: un ser (¿humano?) que no puede estar ahí. Apenas un hombro y una cabeza, quizá un brazo. Y nada más. ¿Es posible? No parecía una alucinación. No. Parecía un ser. Luego llegó el tren y rompió la negrura
Desde entonces no dejo de mirar por las ventanas todas las tardes, todas las mañanas. No dejo de mirar a la boca de los túneles, como cuando era pequeño. Me cubro la cara con ambas manos para protegerme de la luz y busco, busco, busco. Busco ratas. Topos. Murciélagos. Cavernícolas. Gente. Ahí dentro. Gente imposible en un mundo invisible.
Hoy es más o menos igual, aunque haya un poco más de luz. La estación y el tren, iluminados y brillantes, son como cápsulas de supervivencia en las que atravesamos ese mundo desconocido e inefable en el que con toda seguridad habitan nuestras peores pesadillas. Esa masa plana de negrura, rasgada de vez en cuando por alguna misteriosa luz de color, por algún cometa en forma de lámpara o de semáforo, nos vigila, o nos acecha, y nunca se decide a atacarnos. Nosotros, con la confianza que da la claridad, nos sentimos seguros, tranquilos, incluso relajados, leemos un libro, oímos música o sencillamente perdemos la mirada para no encontrarnos con los ojos de los demás pasajeros. Y así la negrura nos engulle sin violencia, nos digiere y por último nos vomita en otro arco de luz, en otra estación.
Si uno pone atención, puede ver cosas en ese trayecto invisible. Si uno fija la vista en la oscuridad y deja que se dilaten las pupilas, puede ver los tubos, los cables, las misteriosas hornacinas excavadas o esculpidas en las paredes de los túneles. Uno puede ver, dentro de esas hornacinas, grafittis y firmas hechas con pinturas de spray, algunas muy recientes, otras casi borradas por la mugre y el polvo, ese polvo de hierro que despiden las ruedas de los vagones y que da a los túneles su espeso tinte opaco. Uno imagina, pues, que hay quien pasea por esos túneles, bote de pintura en ristre, para ilustrar con su arte la oscuridad más absoluta.
Si uno pone atención, puede llegar a distinguir escaleras, portillos y otros accesos en esos túneles. Entonces los carteles de “prohibido pasar” que se ven en las estaciones y que, en principio, parecen ridículos (¿quién se metería en la boca del lobo?), cobran mucho más sentido. Poco a poco la curiosidad se aviva. La curiosidad hace que nos coloquemos al borde del túnel, donde se chocan la pared pintada de la estación y la pared ennegrecida del túnel, como una alegoría del bien y del mal, del día y de la noche o de la vida y la muerte. Hace que nos quedemos ahí, esperando a que las pupilas se dilaten y empiecen a aparecer los contornos, los reflejos y los volúmenes. Y un día, por casualidad, se ve algo. Se ve a alguien. Durante una fracción de segundo, una silueta que no puede existir: un ser (¿humano?) que no puede estar ahí. Apenas un hombro y una cabeza, quizá un brazo. Y nada más. ¿Es posible? No parecía una alucinación. No. Parecía un ser. Luego llegó el tren y rompió la negrura
Desde entonces no dejo de mirar por las ventanas todas las tardes, todas las mañanas. No dejo de mirar a la boca de los túneles, como cuando era pequeño. Me cubro la cara con ambas manos para protegerme de la luz y busco, busco, busco. Busco ratas. Topos. Murciélagos. Cavernícolas. Gente. Ahí dentro. Gente imposible en un mundo invisible.
sábado, 7 de febrero de 2015
Combates de verdad
Hace dos o tres semanas, un amigo me recordó una conversación que tuvimos hace tiempo, quizá cinco años. Era sobre Roberto Bolaño. Yo había leído Los detectives salvajes allá por 1999, creo, y me había encantado por muchas razones, pero sobre todo por esa primera parte en la que la sordidez de México la nuit se podía palpar con toda precisión. Me pareció que las técnicas que usaba Bolaño eran muy creativas y muy eficaces.
Después, bastante después, alguien me puso en las manos uno de sus primeros libros y, por coherencia, decidí empezar a leer por el principio, desde las novelas de juventud hasta el final, con la intención de terminar leyendo la ingente obra póstuma que se llamó 2666 y que, según todas las reseñas, parecía ser una especie de continuación de Los detectives. Eso fue en 2009 y de esa lectura surgieron tres reseñas que están, aquí, aquí y aquí.
Así que empecé a leer, y según iba leyendo me iba dando cuenta de que Bolaño, en sus primeros años, no era buen escritor ni tenía un estilo definido. Experimentaba constantemente, buscaba constantemente; a veces encontraba algo y a veces se perdía buscando y no llegaba a ninguna parte. Recuerdo, por ejemplo, La pista de hielo, un libro que genera una expectación tremenda pero que luego se va aguando hasta quedar en nada. Le fallan dos personajes fundamentales, que tienen rasgos inverosímiles, y le falla también el hilo argumental, que primero se enreda y después se rompe. Aun así, tiene diálogos y descripciones que, diez años después, recuerdo con precisión.
Ahora soy yo el que pierde el hilo. Lo que quería contar es que me fui cansando de la lectura secuencial de Bolaño y a eso del quinto libro abandoné. Le expliqué a mi amigo las razones, una especie de cansancio general de tanto experimento y tanto batiburrillo metaliterario, y me dediqué a otra cosa (probablemente a otra cosa que no fuera leer, en otra de mis legendarias épocas de sequía literaria).
El caso es que hace unas semanas este amigo me recordó la conversación y me preguntó si había vuelto a leer algo de él, porque daba la casualidad de que el otro día había visto a alguien en el metro que iba leyendo 2666 traducido al inglés. Yo lo miré y le dije que no me imaginaba el esfuerzo que debía de suponer traducir algo como Los detectives salvajes, por no hablar de un libro tres o cuatro veces más largo como es 2666. Hablamos del asunto (los dos traducimos) y al final me picó la curiosidad. Fui a la biblioteca pública y ahí estaban: dos orondos ejemplares en rústica, desafiantes, mirándome de lado y diciéndome: "a que no te atreves". Reconozco que tuve mi momento de duda, pero al final alargué la mano, saqué uno de los dos libros del anaquel y lo llevé al mostrador de préstamos.
Hace falta valor para leer 2666, y no es solo por la extensión (más de 1.100 páginas). Hace falta valor porque más que una novela es una aventura, y una aventura larga, difícil y escabrosa. Cuando uno ya está metido en harina, el número de páginas no solo no es inconveniente, sino que allá por la página 700, y ya hasta el final, uno tiene la sensación de que las 400 páginas restantes no van a ser suficientes para sacarnos de semejante avispero. A esas alturas, uno está deseando que el libro, a la mañana siguiente, haya engordado para ampliar el universo que va construyendo Bolaño, con unos recursos de ingeniería que lo dejan a uno más que boquiabierto.
No solo no me arrepiento de haberla leído, sino que, al llegar a la última página, estuve tentado de volver a empezar, como me pasa con casi todos los libros que me gustan. He tomado muchas, muchas notas, pero la más importante, la que me ha dejado marcado, es una que parece dirigida a mí. A mí y a muchos como yo. Al leer este párrafo sentí como si Bolaño me hubiera estado mirando en aquella época en la que estaba yo leyendo su obra, como si me hubiera visto cuando decidí dejar de leer, como si me mandara un mensaje, a mí y a todos los que, como yo, nos decimos aficionados a la buena literatura pero en realidad nos quedamos solo con la que nos gusta y nos hace sentir bien, es decir, ejercemos, en el fondo, de clientes caprichosos y no de catadores profesionales. Esa cita que tengo copiada en varios sitios es, precisamente, la que elige también el editor, al final del libro, para explicar la actitud de Bolaño mientras escribía la novela. Por algo será. Seguramente porque somos muchos los que nos sentimos retratados en ese párrafo. Ahí lo dejo.
Después, bastante después, alguien me puso en las manos uno de sus primeros libros y, por coherencia, decidí empezar a leer por el principio, desde las novelas de juventud hasta el final, con la intención de terminar leyendo la ingente obra póstuma que se llamó 2666 y que, según todas las reseñas, parecía ser una especie de continuación de Los detectives. Eso fue en 2009 y de esa lectura surgieron tres reseñas que están, aquí, aquí y aquí.
Así que empecé a leer, y según iba leyendo me iba dando cuenta de que Bolaño, en sus primeros años, no era buen escritor ni tenía un estilo definido. Experimentaba constantemente, buscaba constantemente; a veces encontraba algo y a veces se perdía buscando y no llegaba a ninguna parte. Recuerdo, por ejemplo, La pista de hielo, un libro que genera una expectación tremenda pero que luego se va aguando hasta quedar en nada. Le fallan dos personajes fundamentales, que tienen rasgos inverosímiles, y le falla también el hilo argumental, que primero se enreda y después se rompe. Aun así, tiene diálogos y descripciones que, diez años después, recuerdo con precisión.
Ahora soy yo el que pierde el hilo. Lo que quería contar es que me fui cansando de la lectura secuencial de Bolaño y a eso del quinto libro abandoné. Le expliqué a mi amigo las razones, una especie de cansancio general de tanto experimento y tanto batiburrillo metaliterario, y me dediqué a otra cosa (probablemente a otra cosa que no fuera leer, en otra de mis legendarias épocas de sequía literaria).
El caso es que hace unas semanas este amigo me recordó la conversación y me preguntó si había vuelto a leer algo de él, porque daba la casualidad de que el otro día había visto a alguien en el metro que iba leyendo 2666 traducido al inglés. Yo lo miré y le dije que no me imaginaba el esfuerzo que debía de suponer traducir algo como Los detectives salvajes, por no hablar de un libro tres o cuatro veces más largo como es 2666. Hablamos del asunto (los dos traducimos) y al final me picó la curiosidad. Fui a la biblioteca pública y ahí estaban: dos orondos ejemplares en rústica, desafiantes, mirándome de lado y diciéndome: "a que no te atreves". Reconozco que tuve mi momento de duda, pero al final alargué la mano, saqué uno de los dos libros del anaquel y lo llevé al mostrador de préstamos.
Hace falta valor para leer 2666, y no es solo por la extensión (más de 1.100 páginas). Hace falta valor porque más que una novela es una aventura, y una aventura larga, difícil y escabrosa. Cuando uno ya está metido en harina, el número de páginas no solo no es inconveniente, sino que allá por la página 700, y ya hasta el final, uno tiene la sensación de que las 400 páginas restantes no van a ser suficientes para sacarnos de semejante avispero. A esas alturas, uno está deseando que el libro, a la mañana siguiente, haya engordado para ampliar el universo que va construyendo Bolaño, con unos recursos de ingeniería que lo dejan a uno más que boquiabierto.
No solo no me arrepiento de haberla leído, sino que, al llegar a la última página, estuve tentado de volver a empezar, como me pasa con casi todos los libros que me gustan. He tomado muchas, muchas notas, pero la más importante, la que me ha dejado marcado, es una que parece dirigida a mí. A mí y a muchos como yo. Al leer este párrafo sentí como si Bolaño me hubiera estado mirando en aquella época en la que estaba yo leyendo su obra, como si me hubiera visto cuando decidí dejar de leer, como si me mandara un mensaje, a mí y a todos los que, como yo, nos decimos aficionados a la buena literatura pero en realidad nos quedamos solo con la que nos gusta y nos hace sentir bien, es decir, ejercemos, en el fondo, de clientes caprichosos y no de catadores profesionales. Esa cita que tengo copiada en varios sitios es, precisamente, la que elige también el editor, al final del libro, para explicar la actitud de Bolaño mientras escribía la novela. Por algo será. Seguramente porque somos muchos los que nos sentimos retratados en ese párrafo. Ahí lo dejo.
La mención de Trakl hizo pensar a Amalfitano, mientras dictaba una clase de forma totalmente automática, en una farmacia que quedaba cerca de su casa en Barcelona y a la que solía ir cuando necesitaba una medicina para Rosa. Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. Una noche Amalfitano le preguntó, por decir algo mientras el joven buscaba en las estanterías, qué libros le gustaban y qué libro era aquel que en ese momento estaba leyendo. El farmacéutico le contestó, sin volverse, que le gustaban los libros de tipo La metamorfosis, Bartleby, Un corazón simple, Un cuento de Navidad. Y luego dijo que estaba leyendo Desayuno en Tiffany's de Capote. Dejando de un lado que Un corazón simple y Un cuento de Navidad eran, como el nombre de este último indicaba, cuentos y no libros, resultaba revelador el gusto de este joven farmacéutico ilustrado, que tal vez en otra vida fue Trakl o que tal vez en esta aún le estaba deparado escribir poemas tan desesperados como su lejano colega austriaco, que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, indirectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.
Roberto Bolaño, 2666
viernes, 2 de enero de 2015
La interpretación de los videos
Feliz año nuevo, estimada audiencia. Me sumerjo...
"The video has a specific meaning for me, but i'm hesitant to say what that is, as it might have a very specific meaning to you, and it's completely open to anyone's subjective interpretation. Just because i made it doesn't mean that my interpretation of it is the right one. I'd love to hear what you think of it and what your interpretation is." (Moby)
"El video tiene un significado concreto para mí, pero no me decido a explicarlo, porque podría tener un significado muy concreto para ti, y está completamente abierto a la interpretación subjetiva de cualquiera. El hecho de que sea creación mía no quiere decir que mi interpretación sea la buena. Me encantaría saber lo que piensas y qué interpretación le das." (Moby, traducción libre mía, subrayado también, para empezar el año con ideas positivas y brillantes.)
"El video tiene un significado concreto para mí, pero no me decido a explicarlo, porque podría tener un significado muy concreto para ti, y está completamente abierto a la interpretación subjetiva de cualquiera. El hecho de que sea creación mía no quiere decir que mi interpretación sea la buena. Me encantaría saber lo que piensas y qué interpretación le das." (Moby, traducción libre mía, subrayado también, para empezar el año con ideas positivas y brillantes.)
viernes, 19 de diciembre de 2014
La responsabilidad del asalariado
¿Quién ha escrito esto? ¿Quién ha escrito esto?
La pregunta de siempre. En el trabajo, te topas con ese texto importante, quizá crucial (según cómo vayan las cosas de hoy en adelante), y piensas: esto está mal escrito, o peor aún, esto está mal razonado, o mal presentado, o mal explicado. Por supuesto, uno no es más que un mandado y no hay métodos o procedimientos para comunicarse con el pez gordo de turno y decirle lo que uno opina, no con ánimo criticón, sino para mejorar o arreglar algo que, como digo, no solo es importante sino que podría llegar a ser crucial.
Cuando me pasan esas cosas, como me acaba de pasar hace cinco minutos, procuro recordar que, como dicen en las películas, yo solo trabajo aquí. Me han contratado para dar un servicio, así que hala, a dar el servicio y a callar como una... persona asalariada.
Sí, claro, pero entonces, ¿qué hago con la responsabilidad? Por sacar las cosas de quicio, digamos que un ejército me contrata como intermediario para comprar frutas y verduras. Me consta que esas frutas y verduras se usan para alimentar a los soldados del ejército, que tienen que comer todos los días (luego es un trabajo bueno) y que están ocupando ilegalmente un territorio extranjero (luego... ¿es un trabajo malo?). Claro está que yo no ocuparía territorios extranjeros, solo compraría lechugas. Imaginemos también que esas frutas y verduras sirven igualmente para alimentar a presos de conciencia que este ejército mantiene recluidos para reprimir todo tipo de protesta contra su ocupación. ¿Qué hago? ¿Dejo el trabajo? ¿Boicoteo a ese ejército invasor y carcelero? ¿No son los soldados, igual que yo, seres humanos con la misma necesidad de comer todos los días? ¿Y los presos? Uno puede decir: no te tortures, si tú no compras frutas y verduras, ya lo hará otro. Por supuesto me doy cuenta de eso, me doy cuenta de que el mundo sigue girando aunque yo no esté a bordo. Pero con eso no se soluciona el problema moral, sino que se le traspasa a otra persona, y así se consolida y se perpetúa el dilema. Entonces, ¿qué? ¿Colaboramos o no colaboramos? Y el colaboracionista, ¿qué es en realidad, quién es en realidad? ¿Qué pasa si nadie colabora? ¿Quién resulta afectado si nadie colabora? ¿Es posible comprar lechugas subversivas o protestar con zanahorias?
Cuando se actúa de mala fe, o cuando las cosas se hacen de mala manera, siempre hay consecuencias. Y esos actos de mala fe o de incompetencia o irresponsabilidad no solo afectan directamente a quienes tienen relación directa con los hechos, sino también a muchísima gente que tiene vínculos indirectos con las malas acciones o las chapucerías.
Siempre se puede hacer algo, me dicen. Siempre se puede decir algo. Sí, es cierto, pero la paciencia y la resistencia a la frustración no están repartidas con equidad y no las venden ni en tiendas ni por Internet.
La pregunta de siempre. En el trabajo, te topas con ese texto importante, quizá crucial (según cómo vayan las cosas de hoy en adelante), y piensas: esto está mal escrito, o peor aún, esto está mal razonado, o mal presentado, o mal explicado. Por supuesto, uno no es más que un mandado y no hay métodos o procedimientos para comunicarse con el pez gordo de turno y decirle lo que uno opina, no con ánimo criticón, sino para mejorar o arreglar algo que, como digo, no solo es importante sino que podría llegar a ser crucial.
Cuando me pasan esas cosas, como me acaba de pasar hace cinco minutos, procuro recordar que, como dicen en las películas, yo solo trabajo aquí. Me han contratado para dar un servicio, así que hala, a dar el servicio y a callar como una... persona asalariada.
Sí, claro, pero entonces, ¿qué hago con la responsabilidad? Por sacar las cosas de quicio, digamos que un ejército me contrata como intermediario para comprar frutas y verduras. Me consta que esas frutas y verduras se usan para alimentar a los soldados del ejército, que tienen que comer todos los días (luego es un trabajo bueno) y que están ocupando ilegalmente un territorio extranjero (luego... ¿es un trabajo malo?). Claro está que yo no ocuparía territorios extranjeros, solo compraría lechugas. Imaginemos también que esas frutas y verduras sirven igualmente para alimentar a presos de conciencia que este ejército mantiene recluidos para reprimir todo tipo de protesta contra su ocupación. ¿Qué hago? ¿Dejo el trabajo? ¿Boicoteo a ese ejército invasor y carcelero? ¿No son los soldados, igual que yo, seres humanos con la misma necesidad de comer todos los días? ¿Y los presos? Uno puede decir: no te tortures, si tú no compras frutas y verduras, ya lo hará otro. Por supuesto me doy cuenta de eso, me doy cuenta de que el mundo sigue girando aunque yo no esté a bordo. Pero con eso no se soluciona el problema moral, sino que se le traspasa a otra persona, y así se consolida y se perpetúa el dilema. Entonces, ¿qué? ¿Colaboramos o no colaboramos? Y el colaboracionista, ¿qué es en realidad, quién es en realidad? ¿Qué pasa si nadie colabora? ¿Quién resulta afectado si nadie colabora? ¿Es posible comprar lechugas subversivas o protestar con zanahorias?
Cuando se actúa de mala fe, o cuando las cosas se hacen de mala manera, siempre hay consecuencias. Y esos actos de mala fe o de incompetencia o irresponsabilidad no solo afectan directamente a quienes tienen relación directa con los hechos, sino también a muchísima gente que tiene vínculos indirectos con las malas acciones o las chapucerías.
Siempre se puede hacer algo, me dicen. Siempre se puede decir algo. Sí, es cierto, pero la paciencia y la resistencia a la frustración no están repartidas con equidad y no las venden ni en tiendas ni por Internet.
lunes, 16 de junio de 2014
LOL (en serio) en el metro
Cosas que no le pasan a uno todos los días:
1. Ir en metro leyendo una novela y tener que parar porque a)
todos los que van en el vagón están preguntándose a qué vienen esas carcajadas
bestiales y b) las lágrimas no te dejan ver.
2. Leer dos relatos cortos de un novelista italiano y pensar
que para los de Monty Python aquellos dos relatos cortos eran como la biblia. ¡No puede ser tanta coincidencia!
El único libro de Italo Calvino que había leído hasta ahora era Las ciudades invisibles, que me parece un tostón y nunca he recomendado. Pero esto es otra cosa. ¿Quién no los ha leído todavía?
El vizconde
demediado y El caballero inexistente, de Italo Calvino.
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