lunes, 19 de noviembre de 2018

Un tren tantito desorganizado

He hecho una pausa entre tanto Murakami para leer algo en español. Como es mi costumbre, me acerqué a la biblioteca y elegí una novela de alguien a quien no he leído nunca, por probar. Miento: a Elena Poniatowska la había leído muchas veces en prensa, pero jamás en libro. En todo caso, el volumen que saqué se llama El tren pasa primero, y es una señora novela, con un montón de páginas, no como los artículos de prensa. Supongo que cuenta como primera vez para doña Elena y un servidor.

Esta novela narra la historia de Demetrio Vallejo, líder sindical obrero que organizó la huelga ferroviaria más memorable de la historia de México, en 1959. Tiene tres partes: en la primera se narra el movimiento de protesta y la huelga, hasta el momento de la detención de Vallejo. La segunda se centra en los once años qué pasó en la cárcel, hasta 1970, acusado de sedición, entre otras muchas cosas, por el gobierno del presidente Adolfo López Mateos. En la tercera se da un salto hacia atrás y se cuenta su infancia en un pueblito de Oaxaca, su juventud de lucha y esfuerzo y su ascenso en las filas del sindicato ferroviario. El último capítulo de esa tercera parte salta hacia delante para enlazar otra vez con los años cercanos a su muerte.

Aunque digo arriba que es una señora novela, la impresión que he tenido no ha sido la de una novela, ni tampoco de un reportaje, como cabría esperar de un relato histórico. Más bien me ha dejado con la sensación de haber abierto un enorme baúl de fotos y cartas en el que esas fotos y cartas estaban más o menos en orden, pero no tanto. He ido viendo y conociendo lugares y personajes, pero siempre me faltaba información. La escritora cambia todos los nombres, empezando por el de Vallejo, que se llama Trinidad Pineda en la novela, por lo que tampoco puede uno aspirar a ubicar personas reales y buscarlas en otros libros. Como el relato no está hilado en una sucesión tradicional se queda uno con eso: con una serie de estampas o escenas más o menos relacionadas entre sí. También parece que la narración estuviera dirigida a un lector que ya está al corriente de muchas, muchas cosas, pero como no es el caso, me he perdido con frecuencia y más de una vez me he visto retroceder varias páginas para comprobar que no me había perdido nada (y no). Hay saltos en los tiempos verbales, saltos en el tiempo narrativo, saltos sustantivos porque aparecen y desaparecen por todas partes nombres y hechos que son como fantasmas, como invitados en una fiesta multitudinaria (¿quién será este?). Menudean los nombres propios aquí y allá, las menciones a hechos, lugares, objetos y tradiciones del istmo de Tehuantepec, de Oaxaca y de la Ciudad de México que a veces se explican, pero muchas veces no.

Otro asunto bastante llamativo de este libro es la catalogación de los personajes. La narradora dicta desde el primer momento quiénes son los buenos y quiénes los malos en esta historia, y no deja nada al juicio del lector, sobre todo en el aspecto político, que está meridianamente claro desde la primera página de la novela. La caracterización de hombres y mujeres es arquetípica, sobre todo la del protagonista, pero también la de sus acompañantes y sus antagonistas. Quizá por eso El tren pasa primero es un libro sin sorpresas, sin misterio, sin los alicientes que suelen tener las historias en las que todos esos rasgos personales se van descubriendo a medida que se vuelven las páginas.Al contrario, esta historia es más como las fábulas, los cuentos y los mitos de antaño, en las que todo el mundo conocía de antemano a los personajes y nadie osaba salirse de su papel.

Después de leer el libro he estado desasnándome en internet sobre aquel movimiento obrero de 1959 y sobre el personaje real, Demetrio Vallejo, que escribió mucho, tanto en prensa como libros. Yo me imagino que Poniatowska se ha debido de dar una inmensa sobredosis de Vallejo, anotando de tanto en tanto las imágenes, las frases y los momentos que más impresión le hayan hecho, y que más tarde habrá armado la novela a partir de todas esas notas. Esa larga inmersión en la vida un tipo tan carismático como fue Vallejo explicaría, de ser cierta, todos esos sobreentendidos y esa falta general de coherencia en el relato, que con seguridad resultará mucho más llevadera a quien ya conozca al personaje.

La escritura de Elena Poniatowska es ágil y directa: aunque uno no entienda o se pierda, no da tiempo a aburrirse porque enseguida ofrece algo nuevo o distinto. No se queda más de dos páginas en la misma habitación, en el mismo tren. Por eso, creo yo, a pesar de esa estructura tan inestable, tan irregular, el libro se le bastante bien. Me quedo con las imágenes de los trenes antiguos, que por motivos personales me resultan entrañables, y con algunos diálogos muy realistas e interesantes, sobre todo entre mujeres.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Siempre hay pérdidas personales

"Vuelves a la sociedad que conoces y en la que has vivido y ves que es otra, paseando por Barcelona veo que me apropié de una ciudad que ahora no encuentro. Siempre hay una pérdida."
Entrevista a Eduardo Mendoza, El País, 15 de noviembre de 2018

martes, 13 de noviembre de 2018

Abriendo puertas al pasado

El domingo pasado por la noche, Alfonso Cuarón pre-presentó su nueva película, que se titula Roma, en la sala del sindicato de directores de cine de Nueva York. Tuve la suerte de ir con un amigo y no solo ver la película, sino también de escucharlo a él hablando de su experiencia creativa y de las vicisitudes del rodaje de una película tan especial.

Explicó que era una obra autobiográfica, que reflejaba un período de su infancia, entre 1970 y 1971, en el que su familia vivió en la colonia Roma de la ciudad de México. Al ser algo tan personal, Cuarón hizo algo que no había hecho nunca antes, a saber, escribir el guion solo, sin compartirlo con nadie, sin pedir consejo o ayuda a nadie. Hizo lo mismo con las técnicas narrativas: en lugar de utilizar las fórmulas y las técnicas habituales, se dejó guiar por el instinto y procuró reproducir lo que su memoria le iba dictando. No quería hacer un documental ni una película histórica, sino sencillamente un mural, o un collage, de lo que su cabeza había conseguido rescatar de aquellos años.

Al explicar la experiencia de escribir esos retazos de infancia, el director puso como ejemplo un largo pasillo lleno de puertas: iba recorriendo ese pasillo, abriendo las puertas una a una y rescatando recuerdos, y a veces una de esas puertas daba paso a otras puertas, y así sucesivamente. Me quedé con esa imagen, la del pasillo y las puertas, porque coincide muy bien con la época que estoy viviendo en este momento.

En cuanto a la película, estoy muy agradecido a mi amigo por haberme llevado al preestreno, y también a Alfonso Cuarón, no solo por traerme esa imagen de la ciudad de México, tan diferente y a la vez tan parecida a la que yo viví casi treinta años después. En particular, me impresionó lo bien que reproducía los sonidos de la ciudad, incluido el carrito de los tamales. No llegaré al extremo de decir que disfruté de la película como si fuera un libro, pero estuvo cerca. Es una película que da tiempo para pensar.

martes, 6 de noviembre de 2018

A reposar un poquito

Con unos buenos auriculares y un buen sillón, esta música es un estupendo masaje emocional. A mí, por lo menos, me deja como nuevo.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Una novela impromptu

(Extracto de Escucha la canción del viento, de Haruki Murakami, traducido del inglés por mí. Seguro que la versión del japonés de Lourdes Porta es mil veces mejor, pero aquí no tengo forma de conseguirla. Mil disculpas.)

—La última vez que ley un libro fue este verano —dijo [el Rata] de repente—. No me acuerdo ni del título, ni del autor, ni de por qué me lo leí. Pero bueno, iba de una mujer. La protagonista es una diseñadora de moda, una tía como de treinta años que está obsesionada con la idea de que tiene una enfermedad incurable.

—¿Qué clase de enfermedad incurable?

—Yo qué sé, cáncer, puede. ¿Qué otras hay? Bueno, pues la mujer se va para un sitio de veraneo en la playa y se pasa todo el rato masturbándose. En el baño, en el bosque, en la cama, en el mar, y no hace más que masturbarse en todas partes.

—¿En el mar?

—Que sí, ¿a que flipas? ¿A qué viene contar eso en una novela? Anda que no hay cosas que contar, digo yo.

—La verdad es que sí.

—A mí no me va esa clase de novelas. Me dan ganas de vomitar.

Asentí.

—Si la novela fuera mía, sería muy diferente.

—¿Cómo sería?

El Rata se puso a toquetear el borde del vaso y se quedó pensando.

—A ver, a ver qué te parece esto. Voy en barco por el Pacífico, y va el barco y naufraga. Total, que pillo un salvavidas y me quedo ahí flotando en el agua, más solo que la una, mirando a las estrellas. La noche está preciosa, muy tranquila. Y de repente veo a una chavala que viene braceando hacia mí, agarrada a otro salvavidas.

—¿Está buena?

—Ya te digo.

Le di un sorbo a mí cerveza.

—Te está quedando un poco cutre —dije, meneando la cabeza.

—Espera, que no he terminado. La cosa es que estamos ahí los dos juntos, flotando en medio del océano, y nos ponemos a charlar. Hablamos de todo un poco: el pasado y el futuro, nuestras aficiones, con cuántas tías me he acostado, lo que nos gusta ver en la tele, lo que soñamos anoche y cosas así. Y entonces nos tomamos una cerveza.

—A ver, para un momento. ¿De dónde sale la cerveza?

El Rata reflexionó unos instantes.

—Está desperdigada por el mar —dijo—. Hay latas de cerveza flotando por ahí, de la cocina del barco. Y latas de sardinas también. ¿Te vale eso?

—Bueno.

—Después de un rato empieza a clarear. "¿Qué vas a hacer?", me pregunta la chica. "A mí me da que hay una isla por aquí cerca, voy a ponerme a nadar hacia allí". Pero yo sé que su presentimiento puede ser un error, así que le digo: "mejor nos quedamos por aquí flotando y bebiendo cerveza. Seguro que al final viene un avión a rescatarnos". Pero ella se va nadando, sola.

El Rata suspiró y echó un trago a la cerveza.

—La chica sigue nadando durante dos días y dos noches y por fin llega a una isla. Yo, para cuando me encuentra el avión de rescate, tengo una resaca de tamaño natural, como corresponde. Pasan los años y un día nos encontramos en un bar de un barrio cualquiera.

—Y os tomáis otra cerveza, ¿a que sí?

—¿No te dan ganas de llorar?

—Uy, sí.

La novela del Rata tenía dos cosas buenas. Una, que no había escenas de sexo; otra, que no moría nadie.

* * *

Nota: sí, me estoy leyendo todas las novelas de Murakami. Qué pasa. Vosotros os dais al binge watching y yo no me puedo dar al binge reading... ¡Racistas!

lunes, 29 de octubre de 2018

Milagritos

De cuando era niño, recuerdo varias cosas que entonces me parecían milagrosas. Hoy hay muchas más, pero en aquellos años el mundo estaba mucho más vacío y daba tiempo a mirar, y mirar, y mirar, y mirar hasta hartarse. Quizá por eso, o quizá de natural, yo siempre he tenido cierta tendencia a la contemplación, como ya he explicado en otras ocasiones. Podría decirse de mí que soy lo opuesto a un buen militar: disciplinado, alerta, obediente, marcial, decidido. Tan opuesto que, cuando era niño, a veces me quedaba diez minutos mirando cómo goteaba un grifo. ¿Qué miraba? El milagro de la gota, en todos sus detalles. Recuerdo el grifo del lavabo antiguo que había en el baño de mi casa, en Montevideo. Goteaba muy, pero muy despacio, digamos que a dos gotas por minuto. De hecho, si uno apretaba bien la canilla (el grifo, perdón, la memoria me tergiversa el vocabulario, el geolecto), el goteo cesaba. Con ese ritmo daba tiempo a sentarse de costado en la orilla de la bañera, apoyar el brazo en el lavabo, apoyar la cabeza ladeada sobre el antebrazo y, en esa cómoda posición, contemplar cómo se iba formando un orbe transparente en la boca negruzca de la canilla, un orbe que iba creciendo con una fascinante lentitud y, a medida que engordaba, se convertía en una pantalla en la que uno podía distinguir los volúmenes principales del cuarto de baño: la cortina de ducha, el espejo, el armarito, la puerta. Todo lo que se reflejaba en aquella esfera maravillosa estaba, además, vuelto cabeza abajo, con lo que la fascinación era aún mayor. Cuanto más aumentaba el diámetro de la gota, más detalles se podían ver en aquel minimundo al revés. En un momento dado, la gota se hacía tan grande que la tensión superficial era incapaz de sujetarla. Se percibía entonces una tensión, una deformación, un estiramiento, un temblor que iba creciendo hasta que de repente, zas, se soltaba y volvía una vez más la negrura del tubo de metal. Yo no sentía pena ni nostalgia de la gota perdida porque sabía que de inmediato comenzaría de nuevo el proceso, y así me quedaba, con la cabeza apoyada en el lavabo, hasta que el ensalmo se desvanecía con una voz que me preguntaba: "¿se puede saber qué haces?".

Como es de suponer, yo nunca respondía a la pregunta, y ahí mismo terminaba mi sesión de contemplación. Pensaba que si explicaba todas esas cosas a un adulto me tomarían por tonto, o por vago, o por quién sabe qué. Si me tiraban de la lengua, decía "nada", y listos. Aun así, me costaba entender por qué la gente no se pasaba el día mirando aquellas gotas mágicas que todo lo transformaban.

Otro de milagros favoritos con los que podía pasar horas en modo contemplativo era el tocadiscos. En casa de mi abuela había un tocadiscos portátil con forma de maleta, forrado en tela azul y cantos pespunteados en beige. Qué artefacto tan fascinante. Parece que los adultos no le daban mucho valor porque siempre que íbamos de visita nos dejaban trastear con él. Ahí estaba yo, con un cacho de plástico negro en forma de círculo, o más propiamente de disco, recién sacado de su rutilante funda de cartón policromado. Lo apoyaba en una caja, en la parte plana, donde había otro círculo del mismo tamaño que el cacho de plástico negro. Ese otro disco estaba mecanizado y daba vueltas a una velocidad constante, lo cual para mí ya era motivo de asombro. En la otra parte de la caja, que se levantaba y se encajaba en vertical, había un cacho de cartón con un imán enorme y un cable en el medio (el altavoz, el parlante, o como quiera que se llame). Alta voz. Parlante. Esos vocablos. Este idioma. Sigo: colocado el disco, había que mover una palanquita que remataba en un minúsculo pie, llamado aguja, que no era mucho más grande que la pata de un insecto. De hecho, vista de cerca, la aguja se parecía bastante a la pata de una cucaracha. La aguja tenía que caer justo, justo, en el margen exterior del disco. Y de repente, cuando la pata de cucaracha se posaba en el margen exterior del cacho de plástico negro, todos aquellos objetos (cartón, plástico, cable, maleta de tela, imán) me traían la voz de Los Bravos, o de Los Tres Sudamericanos, o de Paul Mauriat, o de Conchita Piquer. Guitarras, trompetas, tambores, violines, timbales y seres humanos, todos ellos regalándome melodías allí, en casa de mi abuela, en la trastienda del mundo.

No es que no entienda la teoría del sonido. No es eso. No es que no sepa cómo funcionaba un tocadiscos. Tampoco. Y no es, por supuesto, que quiera ocultar la ciencia llamándola milagro. Que no, caramba.

Estoy hablando de la fascinación infantil, que es como un océano, como un viento fresco y benigno que lo acaricia todo con una pasión irresistible. Y los niños, tanto los de aquella época como los de ahora, nos sumergíamos con naturalidad en aquel océano, nos dejábamos acariciar por aquel viento.

En aquel mundo tan vacío, con la mitad de gente que ahora, con una fracción de las cosas que hay ahora, ser niño era, en gran parte, ir descubriendo los milagritos que había en casa. Quizá algún día me anime a describir los milagritos que había en la calle, en el parque, en el mercado. Aquello sí que era una explosión de milagros. Quizá otro día.