viernes, 5 de julio de 2013

Cuentos chinos, pero de premio Nobel

Mo Yan es el más reciente premio Nobel de literatura. Es un escritor chino que, por lo que yo sé, no ha tenido apenas lectores occidente, pero es popularísimo en China y en otros lugares de Asia por su prosa contundente, desgarrada y directa. Yo debo reconocer que ni lo conocía, ni me enteré de que le habían dado el premio hace un año. Sin embargo, alguien tuvo a bien regalarme uno de sus libros por el día de San Jorge. Es una colección de cuentos traducida al inglés y titulada Shifu, you'll do anything for a laugh (que podríamos traducir libremente como "maestro/jefe, haría usted cualquier cosa con tal de echarse unas risas").

El título del libro es también el título del primer relato. Ese primer relato me produjo una impresión muy profunda. Y los siguientes también. Y me los ventilé todos. Y cuando terminé, empecé a leer de nuevo desde el principio. En ello estoy todavía. ¡Qué libro de cuentos, qué maravilla! Hacía tiempo que no sentía semejante entusiasmo.

Casi todos los cuentos están ambientados en la China de los años cincuenta a ochenta. Están ambientados tanto en la ciudad como en el campo, en entornos modestos, o más bien pobretones, de la China menos conocida y menos documentada. Es más que evidente la predilección de este autor por los ambientes sórdidos y las historias tristes, difíciles o escabrosas. Las historias que narra hacen hincapié en las relaciones personales, lo cual, para mí, ha sido fascinante porque la sociedad china, de la que sé algo, pero muy poco, es muy distinta de las sociedades en las que he vivido hasta la fecha.

Mo Yan añade en ocasiones cierta dosis de surrealismo a sus historias, como es el caso del excelente relato Iron child, alegoría de la pobreza, el hambre y el maltrato infantil, y en Soaring, que cuenta la historia de una novia que se escapa volando (literalmente) de la boda. Por este motivo, algunos críticos y escritores lo comparan con los autores del realismo mágico latinoamericano. Yo, sin embargo, creo que los cuentos que no tienen componente surrealista, como el propio Shifu o el terrible y sangriento The Cure, son los que están mucho más cerca de la narrativa latinoamericana del siglo pasado, tanto en lo estilístico como en el contenido.

Los cuentos son tan variopintos que es muy difícil hacer un comentario general. Lo mejor es lanzarse a leer, zambullirse en esta prosa excelente y llena de matices. Es sin duda un libro para disfrutar y para aprender sobre la naturaleza humana. No sé cómo serán las traducciones al español porque no he tenido oportunidad de verlas, pero la inglesa que me ha tocado leer, de Howard Goldblatt, me parece muy cuidada.

Ahora mismo tengo en la lista de lectura dos novelas que, según veo por ahí, están entre las más celebradas de este autor, a saber, Sorgo rojo (que fue llevada al cine hace casi treinta años) y Grandes pechos, amplias caderas. No sé si las novelas me producirán tanto entusiasmo como los cuentos, pero si fuera el caso, seguro que volveré a escribir sobre este escritor tan interesante.

jueves, 27 de junio de 2013

Caligrafías de Damasco

Me prestaron el otro día El secreto del calígrafo, novela del escritor sirio afincado en Alemania Rafik Schami. Escribe en alemán, no en árabe, pero curiosamente tiene un estilo muy damasceno. Aclaro que yo he leído la traducción al español porque al alemán nunca le he hincado el diente.

La novela tiene la estructura habitual de las historias costumbristas: varias historias personales se van entrelazando en torno a un eje común, que en este caso es un famoso calígrafo de la ciudad de Damasco. Personajes pobres, ricos, poderosos, influyentes, intrigantes y anodinos van convergiendo, a veces de maneras muy extrañas, para formar un panorama general que no se nos presenta de forma evidente hasta las últimas páginas del libro. Al mismo tiempo, hacia el final del libro uno tiene la impresión de que el autor ha abandonado a muchos de los personajes por el camino. ¿Qué pasó con los enamorados Salman y Nura? ¿Qué hubo de aquel frutero gordo que pretendía a Nura, o del novio del dueño del café, con su impresionante musculatura y sus celos de niña pequeña? No sabemos, y no sabremos, porque en los compases finales de la novela todo eso ya no importa: ahora el foco de atención se ha distanciado de los individuos e incide en el conjunto de la historia, de camino hacia el gran final.

Por eso digo que la novela tiene un estilo muy damasceno: porque esta forma de escribir de Schami es como la técnica del damasquinado. Cada detalle del adorno se define con absoluta nitidez, con el debido tiempo, esfuerzo y dedicación, pero cuando uno aprecia el conjunto de la obra, los detalles se pierden. Del mismo modo, El secreto del calígrafo está repleto de pequeñas historias que merece la pena leer y releer cinco, diez veces, historias intensas y emotivas, capaces de provocar la risa y el llanto. Uno termina un capítulo y quiere más, más y más, pero como digo, a medida que uno se acerca a las últimas páginas, las estampas costumbristas decaen y surge algo grande, importante, colectivo, que toma el control de la narración, una maquinación que trasciende los barrios antiguos de Damasco y enlaza incluso con la historia reciente de Siria, su independencia y la accidentada sucesión de sus primeros presidentes.

Este libro de Schami ha sido una excelente experiencia. Es una de esas novelas que abre los ojos y anima tanto a escribir como a vivir. La verdad es que yo nunca pondría un plato damasquinado de adorno en mi casa, pero sí soy capaz de pasarme horas y horas observando la labor del artesano. No sé si me explico...

(La deformación profesional me obliga a decir que, durante la lectura, me ha fastidiado un poco la falta de coherencia del traductor en lo referente a las re-transcripciones de vocablos árabes. Es obvio que Schami usa el sistema alemán al escribir porque lo usa incluso en su apellido: "Schami", que por cierto significa "natural de Sham". Ese apellido daría "Shami" en transcripción española. Se ve que el traductor hace un esfuerzo consciente por adaptar los muchísimos nombres propios de la historia del sistema alemán al español, pero se olvida o se equivoca con más frecuencia de la que me habría gustado. El editor, quizá, debería haberse dado cuenta de esas incongruencias (aunque solo sea porque hay personajes que figuran con dos nombres distintos, uno al estilo alemán y otro al estilo español). Reconozco que es una crítica un poco absurda porque a la inmensa mayoría de los lectores españoles les importará un pimiento, pero en fin, yo lo he notado y tenía que decirlo. Se ve que ya soy demasiado maniático para leer traducciones.)

miércoles, 26 de junio de 2013

La masacre vista por dentro

Paseando por las noticias del mundo me topé el otro día con este artículo de Henry Barnes (en inglés), cuya lectura recomiendo encarecidamente a mis millones de seguidores y, en particular, a mis admirados Tiburcio Samsa y Juan de Juan porque sé que la temática del artículo cae más o menos en el mismísimo centro de sus radares, sobre todo en el de Tiburcio.

En pocas palabras, Barnes relata cómo el director de cine Joshua Oppenheimer viajó a Indonesia para filmar un documental sobre la masacre de 1965-1966, que marcó la transición de un estado comunista al actual estado islámico y se saldó, según los analistas, con medio millón de muertos. Oppenheimer explica al periodista cómo, a lo largo de la filmación, fue conociendo en profundidad a varios genocidas, uno de los cuales, Anwar Congo, alardea de haberse ventilado él solito a más de mil personas. Poco a poco el director se fue haciendo amigo de estos personajes y, terminada la filmación, se marchó de Indonesia pero mantuvo el contacto por correo electrónico y dice tener hasta hoy un afecto especial por ellos.

Esta interacción, comprensible en términos generales, contrasta de manera bestial con la narración del genocidio y con las escenas concretas que se describen también en el artículo ("One scene imagines the daughter of one of Anwar's victims force-feeding him his own liver"). En la reconstrucción de esas escenas, los asesinos hacen de ellos mismos, y el periodista explica cómo en muchas ocasiones contaban chistes y les daba la risa durante la filmación. Según el periodista, esos chistes y esa risa, igual que el alcohol que bebe y la marihuana que fuma, no son gratuitos: Anwar dice que tiene pesadillas y que con los chistes procura que su vida sea más llevadera. Lo que hace es recordar, celebrar y ensalzar la masacre porque de esa manera no tienen que justificarla, no tiene que mirar en su interior y plantear las obvias cuestiones éticas que conlleva.

En muchos intercambios de correos con Tiburcio y Juan hemos tratado este asunto, el asunto de los supuestos monstruos, el asunto de "los buenos y los malos" y del mundo blanco y negro, tan cómodo y tan afecto a los gustos del imperio estadounidense. La experiencia de Oppenheimer con los genocidas indonesios demuestra cuán lejos de la realidad está esa forma de pensar que, por desgracia, se nos ha impuesto desde hace décadas. Los supuestos monstruos son parte de la humanidad, nos guste o no, y con honrosas excepciones patológicas (que Hollywood nos vende como si fueran normativas), tienen un aspecto de lo más normal, incluso afable y campechano, como Anwar Congo.


martes, 25 de junio de 2013

Palestinos atrapados

Ya he explicado en esta entrada que hace unos meses fui a la presentación del libro Out of it, de Selma Dabbagh. También dije que lo leí de un tirón y añado ahora que la narración es fluida y fácil, que la trama es sencilla y que lo mejor del libro es la nueva perspectiva que da a la situación de Palestina, a saber, la situación de una familia que vive en Gaza y cuyos miembros no encajan (al menos no del todo) en ninguno de los estereotipos que hemos ido construyendo durante tantas y tantas décadas sobre el conflicto palestino-israelí. La humanidad y la verosimilitud de los personajes es lo que hace de esta novela algo muy especial.

El hermano mayor de esta familia perdió las piernas en un "asesinato selectivo" israelí. Por este motivo, y ante la falta casi total de servicios para discapacitados en Gaza, está condenado a vivir en el piso superior de la vivienda familiar. Desde allí, con un ordenador viejo y una errática conexión a Internet, se dedica a recopilar datos sobre la situación de Gaza y enviarlos a organizaciones no gubernamentales de derechos humanos que actúan desde el extranjero. El hermano menor ayuda en estas tareas, pero no siente ningún compromiso con la lucha política o armada. Su prioridad es vivir una vida tranquila y cuidar de Gloria, su flamante planta de marihuana. La hermana pasa por una época de crisis existencial y no tiene claro lo que debe hacer: ¿participar en los grupos de apoyo, salir de allí, despreocuparse como su hermano pequeño? Por último, la madre, mujer laboriosa y taciturna, mira con desdén a todo el mundo y apenas abre la boca excepto para cuestiones de organización de la casa.

El padre fue, hace ya tiempo, dirigente de la Organización de Liberación de Palestina pero renunció a su cargo por motivos que hasta sus hijos desconocen y vive exiliado voluntariamente en uno de los países del golfo. No quiere volver, pero desde su privilegiado exilio envía dinero a la familia y, de vez en cuando, les facilita salvoconductos para viajar a Londres y demás partes del mundo. Gracias al padre, en el contexto general de Gaza esta familia se cuenta entre las privilegiadas y, pese a la situación imperante, no les falta de nada.

Al principio de la novela, un bombardeo israelí desencadena una serie de acontecimientos que afectan a esta familia. En los días posteriores al bombardeo, el hermano menor (el despreocupado) consigue, por medio de una de las ONG con las que colabora, un visado para una estancia de varios meses en Londres. Por su parte, la hermana decide ir a visitar a su padre. Pronto se siente atrapada en la artificiosidad y el boato del país petrolero y busca a su hermano en Londres. Allí los dos procuran vivir "out of it", es decir, fuera de todo aquello que significa Palestina. Tratan de distanciarse, tratan de ser uno más.

Pronto se darán cuenta de que es imposible: Palestina los persigue, la llevan puesta. En todas las conversaciones, cuando alguien les pregunta "de dónde eres", ellos sienten de repente todo el peso del conflicto árabe-israelí sobre sus hombros. Suspiran y dicen "de Gaza", y aguantan el chorreo que se desencadena de forma invariable, cargado de ideología, política, estereotipos, consejos, paternalismo y muchas otras cosas. Aprenden así que no hay manera de estar "out of it" y que, pese a no llevar marcas de ninguna clase, los palestinos llevan consigo el estigma del conflicto, de la discusión y del desacuerdo. (Igual que los israelíes, añado yo de mi cosecha.)

La historia tiene mucho más que esto. Es también un retrato de cómo funciona internamente la sociedad palestina de Gaza, y de cómo piensan, actúan y reaccionan tanto los palestinos que viven fuera de su país como quienes colaboran con la causa palestina. Dabbagh no deja títere con cabeza y plantea con toda crudeza ciertas situaciones reales, y muy tristes, que dificultan, bloquean y hasta destruyen casi todas las iniciativas internas e internacionales por abordar este problema de una forma racional y eficiente.

Como abogada que es, Dabbagh demuestra tener excelentes dotes para observar y analizar la naturaleza humana y las relaciones interpersonales. Esta es, quizá, la mejor parte de esta primera novela suya, que merecería tener mucho más relieve del que ha tenido hasta ahora.

domingo, 16 de junio de 2013

Nunca digas de esta agua no beberé

Hace ya unos años hice un voto, por lo demás poco solemne, de no volver a comprar libros, por dos razones. La primera es que la ciudad en la que vivo tiene unas bibliotecas públicas que harían enrojecer de envidia a cualquier bibliotecario de universidad, con unos fondos y unas salas de lectura para levantar la boina, un procedimiento de préstamos eficiente y rápido y un sistema de intercambios interbibliotecarios como yo no había visto jamás. De hecho, en lugar de gastar dinero en libros, lo que hago es donar dinero todos los años a las bibliotecas públicas. Así compro libros (y salas de lectura, y muchas cosas más) no solo para mí, sino para todos.

La segunda razón es que mis muy acaudalados y desapegados vecinos tienen la excelente costumbre de elegir de vez en cuando un grupo de libros que ya no les interesan y dejarlos sobre los escalones de acceso a sus casas. No hace falta siquiera poner un cartel que diga "gratis" ni nada por el estilo: en este barrio, el arreglo tácito es que, si te encuentras libros en la calle, son para ti, si los quieres.

Con semejante abundancia, y con semejante generosidad, he ido perdiendo el gusto por poseer físicamente el libro y me he habituado a sacarlos de la biblioteca, cuando quiero algo específico, o rebuscar en las cajas y las pilas que encuentro por la calle cuando no tengo nada en mente. De hecho, entre los que me regalan y los que voy encontrando por la calle, tengo muchos más libros de los que puedo leer, y no se trata precisamente de manuales de autoayuda y superación: el libro de viajes de Steinbeck que he reseñado en este blog estaba por ahí tirado, a la espera de que alguien se interesara por él. También he encontrado, entre los clásicos, una edición especial de East of Eden del mismo autor, un Conrad, un Hemingway y dos Dostoyevskis. Entre los modernos podría citar una novela reciente de Zadie Smith, el primero de los de Stieg Larsson, un Pamuk y un Rushdie.

La última adición a esta colección interminable, que al tiempo es un poco agobiante porque no se acaba nunca, es la historia de un piloto francés llamado Franklin Devaux que, al parecer, recorre el mundo en un hidroavión (en concreto, este hermoso Consolidated PBY-5 Catalina) y, en pocas palabras, está enamorado de su avión. El libro es la versión original francesa. Así son las cosas por estos rumbos: uno se encuentra tiradas en la calle auténticas joyas, para quien quiera o pueda apreciarlas, por supuesto. Ya escribiré sobre el libro cuando lo lea (de momento solo he visto las tapas, la introducción y las fotos).

Un buen amigo y gran lector me dijo hace tiempo que leer sin rumbo no lleva a ninguna parte, y me animó a seguir un orden lógico que me ayudara a estructurar mi sensibilidad literaria. Tenía toda la razón, y su formación académica me tentaba y me tienta, pero no me convence, probablemente porque, con una sola excepción, nunca he querido llegar a ninguna parte con mis lecturas. Aun así, guardo su consejo de dejarme asesorar en materia literaria y quizá en otra vida me dedique a cultivar una cultura literaria comme il faut, en lugar de estos flecos que voy dejando, o recogiendo, por ahí.

Lo que quería contar, en todo caso, es que hace poco tiempo rompí ese voto y compré un libro. Fue una excepción: unos amigos me invitaron a la presentación de la primera novela de una amiga suya, medio inglesa, medio palestina, en una de las librerías del barrio. Fui a la presentación, me llamó la atención la historia y, ya que tenía allí a la autora, Selma Dabbagh, decidí hacerme con un ejemplar firmado. Total, no era tan caro.

El libro, que se titula Out of it, aterrizó en la pila de los "pendientes de lectura" y ahí durmió el sueño de los justos, con todos los huérfanos recogidos de la calle, hasta abril. Entonces lo leí de un tirón y con mucho interés, no tanto por su valor literario como por su peculiar contenido. Ya escribiré luego sobre él.

lunes, 7 de enero de 2013

Indeterminación

Hay días en los que el pasado es una masa informe y sospechosa.

Hay días en los que el futuro se oxida y se corrompe como cosa antigua e inservible.

En esos días, me gusta embestir la nada con el cráneo desnudo hasta sangrar, y vagar, con mezquino deleite, entre ideas y sentimientos difíciles de expresar e imposibles de compartir.


A Warm Place - Nine Inch Nails from Gelly on Vimeo.


viernes, 4 de enero de 2013

Los suicidios del puente




Hace poco más de un año, durante una de mis peregrinaciones por Internet me topé con una película cuya existencia desconocía y que no tenía intención de ver, pero que tuve que ver entera, dos veces, y con pausas. Se llama The Bridge y, aviso de antemano, no es ficción, sino reportaje, y muestra con lujo de detalles cómo se suicida más de una docena de personas desde el puente Golden Gate de San Francisco. En ese enlace de arriba se puede ver la película entera, si es que alguien está de humor.

Parece que en su día hubo un intenso debate moral sobre la conveniencia de hacer un largometraje de estas características. Lo que hizo el director, al conocerse el aumento excepcional del número de suicidios registrados en el famoso puente, fue montar una serie de cámaras de vigilancia por toda la bahía y mantenerlas activas (con operario fisgón incluido) durante todo un año, con la intención explícita de filmar la muerte de los eventuales suicidas. El debate se centra, sobre todo, en lo que se denomina “síndrome del espectador”, es decir, esa tendencia que tenemos casi todos a no hacer nada cuando vemos que sobreviene una situación peligrosa, negativa o indeseable. (Por cierto, me ha tocado experimentar en persona ese síndrome hace apenas dos semanas; habrá otro post sobre eso.) Ese debate es sin duda interesante, pero me inquieta más el otro, que no solo es tema tabú, sino que, seguramente, es imposible de abordar: por qué hay gente que no quiere vivir.

Si uno consigue dejar de lado el morbo de ver morir a esas personas, una de las cosas más impresionantes de la película es el testimonio de un muchacho que saltó y sobrevivió. Según el documental, es la única persona que ha saltado desde el puente y ha vivido para contarlo. Aun así, tiene gravísimas secuelas físicas que le afectarán durante toda la vida. Este muchacho explica que se arrepintió de su decisión durante la caída y que, cuando estaba en el agua, paralizado de cintura para abajo por el impacto, deseaba con todas sus fuerzas salir de allí, volver a casa y seguir viviendo. Cuando uno se entera de esto, sobreviene de inmediato la pregunta sin respuesta: ¿se arrepintieron las demás víctimas ante la inminencia de la muerte o se reafirmaron en su decisión? Por eso, también, digo que el debate es imposible, porque solo tenemos un testimonio.

Intenté conversar del tema con una persona cercana pero no lo conseguí. Me dijo que no quería hablar de la muerte. Yo pensé que no se trataba de la muerte, sino de la vida. En particular, de aborrecer la vida. Me explico: hay un componente sociocultural que determina nuestra actitud básica ante la muerte. Me refiero a esa serie de elementos emocionales y culturales por los cuales un mexicano de Hidalgo, un bengalí de Dhaka y un español de Valladolid (por poner dos ejemplos) tienen una actitud tan distinta respecto de la muerte. Eso, creo yo, es lo que marca nuestros sentimientos en relación con la muerte como hecho cotidiano, y sobre todo con la muerte de los otros. Ahora bien, la voluntad expresa de dejar de vivir, que es de lo que se trata el suicidio, no la relaciono directamente con la muerte. La idea que tengo es que el suicida necesita acabar con esto, con la realidad que le rodea, con lo que está experimentando día tras día. No creo que visualice su cadáver ni nada por el estilo. Quiero pensar que no le interesa la muerte, sino más bien conseguir que desaparezca todo lo que le atormenta. Como no es posible eliminar el tormento, no le queda más remedio que hacerse desaparecer a sí mismo. Supongo.

Si no estoy muy desencaminado, ahí puede residir la clave del arrepentimiento del superviviente: es posible que, por mil motivos, uno rechace la existencia que lleva y llegue a desear que termine. Al mismo tiempo, es igualmente posible que el instinto de conservación y el miedo innato y natural a la muerte sigan ahí, muy presentes y muy fuertes. Me da la impresión de que nadie, o casi nadie, se suicida con facilidad, o a la ligera, o sin motivos. Y creo, o quiero creer, que nadie se suicida con total convicción.

* * *

Dos anécdotas vinculadas a esta historia:

1. Llegué a la película de los suicidios siguiendo las versiones de una canción titulada Mad World, compuesta e interpretada en origen por Tears forFears. Alguien había creado un vídeo-resumen con fragmentos de la película y, como música de fondo, había usado la versión de Gary Jules. Esa versión le iba a resumen como anillo al dedo porque es muy triste y melancólica, y porque la letra viene a ilustrar las imágenes (que no al revés). El problema es que ahora, cada vez que la oigo se me aparece la imagen de Gene Sprague dejándose caer de espaldas desde la barandilla del puente.

2. Los enlaces que salieron en YouTube, todos ellos relacionados con suicidios, me llevaron a otro reportaje sobre el bosque de los suicidios en Japón. Es una filmación que podría competir con muchísima ventaja con algunas películas de miedo que he visto en los últimos años. La ventaja, como es de suponer, es que todo lo que se cuenta es auténtico, incluidos los huesos.