miércoles, 26 de diciembre de 2018

Algo habremos hecho bien, don George

Tenía yo diecisiete años cuando leí dos novelas de George Orwell que no son de las más conocidas: Sin blanca en París y Londres (Down and Out in Paris and London) y Subir a por aire (Coming up for air). Eran las clásicas copias baratas de la Editorial Destino, de España, sobrias y sin atractivo exterior. Recuerdo cómo me cautivó la lectura de aquellos dos libros, en particular el primero, en el que Orwell narra, en parte por experiencia propia, la vida de un mendigo en París y luego en Londres a principios de los años treinta. No sé cuántas veces la he releído desde entonces, pero no son pocas, y mucho menos recuerdo cuántas veces la he citado. Aquí, en el blog, seguro que muchísimas. Creo que mi debilidad por los personajes sin hogar, mendigos y vagabundos, como Richie y otros más que han pasado por estas páginas electrónicas, procede en gran parte de esa lectura. Más tarde seguí leyendo todo lo de Orwell, pero por algún motivo no hubo nada que me impresionara más que aquel relato.

Hace un par de días llegó de visita una de las personas a las que más quiero en el mundo. Venía de Inglaterra, precisamente. El regalo que me trajo fue una edición "vintage" de Down and out in Paris and London, o sea, mi favorita de todos los tiempos. Ella siempre supo que me gustaba Orwell, pero me podría haber traído cualquier otra, y sobre todo alguna de las dos más famosas, 1984 y Rebelión en la granja. Podría haber elegido Homenaje a Cataluña, lectura obligada para cualquiera que haya nacido y crecido en ese paisito peninsular que hay al lado de Portugal. Podría haber comprado una selección de artículos de prensa o ensayo, pero no, me trajo la de los mendigos. Me trajo la mía. Y me ha hecho feliz.

lunes, 24 de diciembre de 2018

El mundo se termina hoy, en el subsuelo de Tokyo

Me imagino que a Igor el título de esta novela le provoca sudores fríos: El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. A mí no ha llegado a provocarme tanto como sudores, pero reconozco que es un desparrame absoluto, un desvarío, un perro verde literario.

Estamos ante una obra de ciencia ficción mezclada con una obra de fantasía con un único narrador en primera persona. La primera narración, la de ciencia ficción, tiene lugar en Tokyo, en los años ochenta, y nos conduce al fin del mundo partiendo de una guerra secreta entre empresas rivales que intentan hacerse con los últimos adelantos en neurociencia. La segunda, la de fantasía, se localiza en una ciudad misteriosa (el "despiadado país de las maravillas"), localizada fuera del tiempo y de los mapas. Los habitantes de esa ciudad no recuerdan cómo ni cuando llegaron, pero saben que no pueden salir. Tampoco envejecen, puesto que en esa ciudad el tiempo no pasa.

El narrador único nos regala capítulos alternos: uno de ciencia ficción en Tokyo, otro de fantasía en esa ciudad desconocida, otro en Tokyo, y así sucesivamente hasta el final del libro. Capítulo a capítulo, la lectura va revelando la improbable relación que vincula estos dos mundos. El ritmo de la narración es rápido en Tokyo y lento en la ciudad misteriosa. La alternancia es interesante, a veces, y también puede llegar a ser exasperante, en particular hacia el final del libro, cuando las dos historias están ya muy desarrolladas, el ritmo narrativo es mucho más intenso y las interrupciones cortan el hilo en momentos muy importantes de una y otra historia. Como es de suponer, al final esa tensión se multiplica porque los dos hilos argumentales acaban por unirse gracias a los unicornios (sí, hay unicornios, tanto en la ciudad misteriosa como en Tokyo). Ese final es tan imprevisible como todo lo anterior, y la conclusión general es que Murakami está como una soberana regadera.

Lo que menos me ha gustado de esta novela es la construcción de los personajes. Son superficiales, poco elaborados, y están al servicio de la historia. No es que esto sea malo en sí, claro está (siempre me han gustado las películas de acción, como El Depredador y Matrix), pero disfruto más las novelas en las que la historia fluye de los personajes, en lugar de ser la narración la que va dictando cómo se comportan sus protagonistas. Estos personajes funcionales son más propios para un comic que para una obra en la que se reflexiona, de forma indirecta, sobre la naturaleza de la consciencia humana, que es de lo que se trata esta rareza de libro.

Por cierto, hablando de consciencia, yo diría que esta novela de Murakami podría ser, más o menos, una bisagra o una frontera entre sus primeras narraciones y las más actuales. Las primeras resultan atractivas, como las de todos los escritores del realismo sucio (aunque su realismo es muy organizadito y bastante prolijo, pero es una cuestión de personalidad), por lo escueto y por el hilo argumental, que es íntimo y lineal. En las segundas, que exploran la frontera de lo real y lo irreal, hay mucha menos acción y muchísima más reflexión y observación. Y además, en estas obras más recientes los personajes tienen una solidez enorme: los construye con parsimonia, con esmero, y por eso la acción puede discutir con mucha más tranquilidad sin resultar lenta en absoluto.

Lo que más me ha gustado de El fin del mundo... es el doble registro, la capacidad que demuestra el autor (y, por cierto, el traductor al inglés, chapeau) para mantener dos narraciones paralelas sobre dos mundos distintos con dos estilos muy diferenciados. La parte de ciencia-ficción tiene mucho argot y sarcasmo, y es donde uno se ríe con las ocurrencias de los personajes, se rasca la cabeza con las explicaciones seudocientíficas y se muerde las uñas en persecuciones demenciales. La parte de fantasía es más tipo Tolkien, con un vocabulario arcaizante, personajes que más que hablar declaran y anuncian y descripciones propias de esos mundos atemporales en los que uno encuentra magos, brujas y dragones. A veces da la impresión de estar leyendo un ejercicio de escritura más que una obra comercial.

Junto con el Pájaro de cuerda, esta es la novela que más me ha costado leer, y no por ser lenta o insulsa, como me pasó con algunas secciones del Pájaro, sino porque no entendía las explicaciones seudocientíficas, algunas de ellas muy largas y detalladas, que intercambiaban el protagonista y el doctor con el que colabora en la narración de Tokyo. En un par de ocasiones me sorprendí a mí mismo yendo en diagonal, pero me forcé a leer, aún sin entender, para que no se me escapara ningún detalle. Si uno entiende la teoría seudocientífica subyacente, el final del libro resulta muy emocionante y, como digo, el desenlace es de lo más inesperado. Tan inesperado como la novela en sí.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Los idiomas extranjeros y el temperamento español

"Al entrar por primera vez en Londres —escribe Moratín— se percibe el olor desagradable del carbón de piedra." Pero en seguida se acostumbra uno, y ya no molesta. Lo malo es otra cosa: "La lengua es infernal —escribe recien llegado—, y casi pierdo las esperanzas de aprenderla." Pero al cabo de un año escaso vuelve sobre el tema con mayores ánimos: "Maldita lengua es la de estas gentes; no obstante, traduzco ya como un girifalte; pero no se trate de hablar ni entender lo que hablan, porque es cosa perdida." Y sólo unos meses después es cuando escribe, en un rapto de euforia: "¡Cómo bebo cerveza! ¡Cómo hablo inglés!... Y sobre todo, ¡cómo me ha herido el cieguezuelo rapaz con los ojos zarcos de una esplieguera!" Sin duda sólo esos ojos pudieron soltarle la lengua. Julián Marías, Los españoles (Revista de Occidente, 1962)

lunes, 17 de diciembre de 2018

Cultura y subcultura en un planeta imaginario

CGT SEAT COMPONENTES (Gearbox): MAKINAVAJA, EL ÚLTIMO CHORISO
El sargento Arensivia era, en realidad, una genialidad de Ivà. 

Yo no conozco a nadie que hiciera mejores diálogos que Ivà, pero como era cómic, y eso no entra dentro de lo que los canónicos consideran cultura o talento…

Al trabajar el cómic nunca se le considerará un gran escritor.

La cultura canónica es una estructura judeocristiana, sus valores son la trascendencia y la muerte. Si tú analizas los Óscar, solo un quince por ciento han ido a las comedias. El tópico entre los actores de que si quieres la estatuilla debes coger a un personaje ciego, disminuido o traumatizado es un chascarrillo, pero está cargado de razón. Aquí pasa igual, el canon literario, salvo contadas excepciones, es trascendente, elitista y enemigo del éxito y del best seller. Los valores judeocristianos son los de la trascendencia y la muerte. La cultura de la vida, la risa, el humor, el cachondeo, los han ido menospreciando y descalificando. Pero en España, no por casualidad, los mitos de la cultura popular que mejor nos representan son el Quijote, un loco, y el Lazarillo, un pícaro. Esas son nuestras dos grandes aportaciones a la historia. Ni Goethe, ni Fausto, ni historias trascendentes: un pícaro y un loco.

¿Y Santa Teresa?

Justo. Esos son nuestros modelos: locos, pícaros y místicos. Creo que nos definen muy bien como país [risas].

Álvaro Corazón Rural, Entrevista a Ángel Alonso en Jot Down Magazine.

domingo, 16 de diciembre de 2018

La práctica totalidad, o la totalidad en la práctica

[Al volver de un viaje al frente durante la guerra civil de Angola, que cubría como corresponsal de guerra] me encerré en la habitación [del hotel] para llamar por teléfono. El teléfono funcionaba. El concepto de totalidad existe en teoría, pero nunca en la vida real. Hasta en la pared mejor construida hay siempre una muesca (o esperamos que haya una, lo cual ya quiere decir algo). Hasta en los momentos en los que sentimos que ya no funciona nada, hay algo que sí funciona y que hace posible una existencia mínima. Hasta cuando nos vemos rodeados por un océano de maldad, surgen islotes verdes y fértiles en la superficie. Están a la vista, están en el horizonte. Hasta la peor situación en la que nos encontremos se descompone en elementos entre los que hay algo a lo que nos podemos aferrar, como la rama de un arbusto que crece en la orilla, para evitar que el remolino nos arrastre al fondo. Esa muesca, esa isla, esa rama nos mantienen a flote, en la superficie de la existencia. Y así, en nuestra ciudad clausurada [Luanda], donde miles de cosas habían dejado de funcionar, cuando parecía que todo estaba perdido, el teléfono seguía funcionando.

Un día más con vida, Ryszard Kapuscinski (versión propia)

lunes, 10 de diciembre de 2018

Otras formas de acabar

Hoy quedamos en el Maxi a tomar una caña. El bar está lleno porque hay partido. La ventaja de venir en día de partido es que, si juegan mal, hay muchos momentos de tranquilidad relativa y se puede charlar. Parece que hoy es uno de esos días: la gente mira con desgana de vez en cuando y menudean los comentarios despectivos sobre jugadores y entrenadores. Nos acodamos en la barra y pedimos dos cañas. Maxi nos las sirve y coloca un platito con aceitunas entre medias.

Veo a Igor más flaco y algo preocupado. Anda metido hasta las cejas en un proyecto misterioso y tiene poco tiempo, aunque ha conseguido escaparse un rato para charlar. Lo de que esté más flaco es bastante normal porque le pasa siempre que tiene trabajo. Ahora bien, ver a Igor preocupado es preocupante, porque es el tío más despreocupado que he conocido en mi vida. Lo malo es que también es una de las personas más reservadas que conozco. Habla por los codos, todo lo opina, todo lo cuenta, siempre que no tenga que ver con él. Por no saber, no sé siquiera si tiene familia. No aspiro a saber qué es lo que le preocupa, aunque me temo que sea lo mismo de la última vez, hace cinco años. Ojalá que su preocupación de esta vez no tenga cuentas pendientes con la justicia, como aquella.

Como no tengo esperanza de que me cuente nada, abro tema con mis libros.

-Sigo con la serie de Murakami -le explico.

-¿Cuántos llevas?

-A ver... Ya he leído Escucha la canción del viento, Pinball 1973, Baila, baila, baila, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Sputnik, mi amor, After dark y Los años de peregrinación del chico sin color.

-Siete- ha ido llevando la cuenta con los dedos. Tiene la palma derecha abierta y con la izquierda se ha quedado haciendo el gesto de la victoria.

-Eso: equis palito palito, en romanos. Y ahora estoy con La caza del carnero salvaje. Me estoy arrepintiendo de no haberlos leído en orden cronológico, pero bueno, las bibliotecas son como son.

-¿Cómo son? Yo hace milenios que no entro en una- me pregunta con tonillo sarcástico. Yo sonrío, dejo pasar de largo la pregunta y echo un trago de cerveza. Voy repasando mentalmente la experiencia de lectura, que no es homogénea en absoluto. En particular, la del pájaro de cuerda, que es un novelón de sopocientas páginas, se me resistió bastante. En todas las demás he ido encontrando elementos muy interesantes, y de hecho ya tengo una favorita.

-La del pájaro de cuerda se me atragantó por ahí de la página 300- le cuento.

-Pues haberla dejado- contesta-. Yo ya no leo libros aburridos.

-Pero es que tenía que saber cómo acababa- explico.

-¿Pero el Murakami no es de esos que termina sin terminar, que deja los finales abiertos?

-No. Bueno, no siempre. En las primeras. no, desde luego- me quedo pensando un momento-. Aunque en realidad eso da igual, o sea, no impide que quiera ver cómo termina.

Igor abre los brazos y casi le da un manotazo a la señora de la mesa de la derecha.

-¿Pero cómo va a dar igual, hombre?- pregunta ahuecando la voz- ¿Para qué quieres llegar a un final que no es un final? Yo, si no terminan como es debido, me cabreo.

Igor es un gran lector, pero le gusta avanzar por el texto como por la autopista de circunvalación, o sea, sabiendo a dónde va y con unas expectativas muy claras. No es que no le gusten las sorpresas, no. De hecho le encantan, siempre y cuando sean de corte clásico, o sea, sorpresas de argumento. Muy Código Da Vinci, este Igor. Tanto en la vida cotidiana como en la literatura, las sorpresas formales o estructurales le sacan de quicio. Es un pragmático. Su principio en esta vida es que las cosas son como son. En su estructura mental, el hecho de que haya un escritor que se llame Haruki y escriba novelas en japonés con títulos raros es una alarma tan clara y contundente como la de un bombardeo: hay que salir corriendo al refugio cuanto antes. Y si encima las novelas con título raro no terminan comme il faut, apaga y vámonos.

-Si la historia que cuenta la novela no termina al estilo clásico- empiezo a explicar-, se suele decir que tiene un final abierto.

-O sea, una mierda de novela- me interrumpe, haciendo un énfasis desmedido en la i de "mierda".

-...un final abierto -continúo-. Pero hete aquí que, al llegar a ese final abierto, la novela se ha terminado de verdad, ya no hay más páginas, pone "FIN" y luego "Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de bla bla bla, queda hecho el depósito legal tal y cual".

-Hasta eso te lees... Estás como una cabra, tronco.

-Bueno, pues si la historia termina ahí, en un sitio que para mí, o para ti, no es el final previsible, yo tengo interés en saber por qué deja de escribir el autor. A la gente le parecerá que la historia está inacabada, pero yo no tengo duda de que la persona que la escribió decidió parar ahí, justo ahí y no en otro sitio, no diez páginas antes ni diez páginas después. La historia no está acabada, pero la narración, sí. Por qué.

-Por joder, probablemente- cae el juicio sumarísimo de Igor.

-Probablemente, pero podría haber muchas otras explicaciones. Por eso, los finales abiertos son invitaciones a seguir la historia, o a contar por qué no se ha terminado de contar la historia, o sea, una metahistoria.

-Toma palabro, ya te estás poniendo filosófico metafísico. Maxi, pon dos más, haz el favor, que el partido se está poniendo cada vez más aburrido.

-Marchando, jóvenes.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Las estadísticas mienten, pero a quién

Me pregunta Igor, por correo electrónico, que cómo puedo leer tanto, que de dónde saco el tiempo. Yo le contesto que no leo tanto, y que el tiempo lo saco del mismo sitio que él. Se queja, se revuelve, se rebela y niega la mayor: replica que siempre estoy contándole cosas de los libros que acabo de leer, que siempre hay algo nuevo mientras que él no tiene tiempo ni para mear. Con contundencia me exige que le explique cómo consigo leer tanto. ¿He ido a uno de esos cursos de lectura rápida? ¿Me salto párrafos? ¿Me leo resúmenes? ¿Eh, eh?
Como no sé qué contestarle, he hecho una prueba. He cronometrado cuánto tardo en leer una página. He abierto una novela por una página al azar y, después de comprobar que no fuera un diálogo de monosílabos sino un buen bloque de descripción o narración, he puesto el cronómetro en marcha y he empezado a leer con calma, a mi ritmo. En la primera, que estaba en español, he tardado un minuto y dieciocho segundos. La segunda estaba en inglés y me ha llevado un minuto y treinta y siete segundos. Después he probado con otras tres en español y otras tres en inglés y he llegado a la conclusión de que mi velocidad de lectura, en promedio, es de un minuto y quince segundos por página en español y de un minuto y treinta y cinco segundos en inglés.
A esa velocidad, para leer una novela de doscientas cincuenta páginas en español necesito cinco horas y veinte minutos de lectura. En inglés, seis horas y cuarenta minutos. He mirado un poco por ahí y resulta que mi velocidad de lectura es muy normalita, ni rápida, ni lenta.
Ahora se trata de explicarle a Igor (que es uno de los lectores asiduos de este multitudinario blog) de dónde saco cinco horas y veinte minutos o seis horas y cuarenta minutos, según el idioma, para leer novelas.
Como vivo lejos del trabajo, tengo que invertir una hora para ir y otra para volver. De todo ese tiempo se puede aprovechar como mínimo veinte minutos para leer en cada tramo. Ahí ya van cuarenta minutos, por lo menos. Si leo en el metro todos los días de la semana al ir y al volver, acumulo doscientos minutos, así que si empecé una novela el lunes, para terminarla durante el fin de semana solo me hará falta leer durante una hora y tres cuartos. Digo yo que no es tan difícil encontrar una hora y tres cuartos para leer durante un fin de semana. Además, durante la semana suele haber alguna noche con tiempo libre para echar unas páginas extra, así que lo más probable es que me pueda terminar la novela antes del domingo, sobre todo si es buena.
Claro que todo esto no le dirá nada a la gente que tiene que conducir, que tiene niños pequeños o que disfruta con los juegos de ordenador o con las series de televisión en formato paquete de salchichas (o sea, de seis en seis, o por docenas). Con ese tipo de cosas, y con muchas otras, el tiempo disponible para leer, que en realidad no es tanto, se reduce una barbaridad. Pero eso no quiere decir, como parece señalar Igor, que leer lleve mucho más tiempo que todas esas cosas.
A mí me da la impresión de que la gente como Igor tiene un concepto raro de la lectura: identifican la imagen de una persona con un libro en la mano con el no hacer nada, con perder el tiempo o con eternizarse en una actividad que, al fin y al cabo, no aporta gran cosa. En otras palabras, creo que piensan que no merece la pena y por eso les resulta pesado o aburrido, cuando no lo eso: si uno ve tres películas en una semana, que no me parece muchísimo, ya está invirtiendo mucho más de cinco horas, y no digamos y hay publicidad por medio.
Ahora que lo pienso, a lo largo de mi vida me he planteado varias veces hacer uno de esos cursos de lectura rápida que anuncian por ahí. De hecho, en un par de ocasiones, en la biblioteca, he hojeado un libro sobre el tema. Al ver el método propuesto, que en líneas generales consistía en resumir mientras se lee, lo dejé, porque a mí me interesan los detalles. Y también porque el tiempo que paso leyendo me resulta agradable y no quiero acortarlo.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Ah, las razones, las razones

-Te lo dije.

Igor suelta la frase y se me queda mirando para ver si contesto, pero no tengo ganas de contestar. Se recuesta en el diminuto respaldo de formica de la silla, una silla de las que ya no quedan: armazón de hierro pintado de negro, asiento y respaldo curvados de formica con acabado imitación madera, remaches metálicos redondos con un agujero en el centro. Aquí, en el Maxi, todavía hay algunas y no desentonan en absoluto. El Maxi es uno de los pocos bares cutres que quedan en este nuevo Madrid de gastrobares, cañas biodegradables y tapas desconstruidas al Pedro Ximénez (quién será ese señor Ximénez, que ahora está por todas partes, quizá reemplazando a la señora Vizcaína o al señor Ajoarriero). En el Maxi todavía hay calendarios de la Cruz Roja y de Desguaces La Torre colgados de las paredes, fotos descoloridas de la bahía de San Sebastián o de los cañones de Aigües Tortes en marcos horteras y cubiertos de grasuza. También hay un santo, que creo que es San Pancracio, y también un cartel de la gestoría Bermúdez, que está en la puerta de al lado. No importa mucho que la gestoría ya no exista y que en el local donde estaba hayan abierto un negocio de todo a un euro. No importa, porque San Pancracio tampoco existe, y las fotos de la bahía de San Sebastián y de Aigües Tortes están tan retocadas que resultan irreales. El Maxi, todo el Maxi, es un entorno irreal, porque cuando estás aquí tienes la sensación de que todavía gobierna Felipe González, de que la mayoría vivimos todavía de alquiler y no sabemos qué coño es una hipoteca, y de que la selección española jamás ha pasado de octavos de final en un mundial de fútbol.

Igor y yo estamos sentados al fondo, a la izquierda, en la esquina, debajo de la tele, formidable ejemplar de rayos catódicos con un manojo de cables y conexiones que le cuelgan por detrás. El Maxi, el dueño, que se llama igual que el bar, se niega a comprar una pantalla plana. Dice que mientras la tele funcione, él no compra una nueva. Su hija Julia, que estudia teleco, le instaló un convertidor digital-analógico para que pudiera seguir usándola cuando llegó el apagón de la señal convencional. La tele sigue ahí, tan campante, aunque Maxi se queja, con razón, de que ahora todo lo ponen con una franja negra arriba y otra abajo, como si fuera una película de versión original de las que dan en los Alphaville.

Aquí, debajo de la tele, hay menos barullo, aunque también un poco más de mugre. Nos sentamos uno frente al otro en una mesa de formica, del mismo material que el respaldo de la silla. Procuramos no tocar mucho la mesa, por miedo a quedarnos pegados. Hay que levantar la voz para superar el estruendo de la tele, que suele estar sintonizada en algún canal de deportes, pero estamos lejos de las conversaciones y cuesta un poco menos entenderse. Yo he pedido una caña. Igor, que es más chulo que un ocho, se ha pedido un vermú, aunque hace rato que pasó la hora de la cena.

-Te lo dije -repite Igor- porque es que era evidente. Por eso te lo dije.

Tiene razón, pienso. Levanto la caña, miro el círculo que dibuja la humedad en la formica pringosa y la coloco otra vez, en la tangente de ese círculo. La levanto y la poso otra vez, y otra vez, y así voy dibujando unos aros olímpicos mientras pienso que Igor tiene toda la razón. Me lo dijo: "tú empieza otra vez con el blog y vas a ver cómo no pasa nada en absoluto". En realidad, lo que me está diciendo que me dijo era que no empezara otra vez con el blog porque no iba a conseguir nada, pero en fin, él y yo nos entendemos.

No es que me moleste que haya acertado, claro. Igor casi siempre acierta porque sabe leer a la gente. Nos ve, nos observa y nos entiende a todos como si fuéramos novelas, o personajes de novela. No le cuesta nada, y además no pierde ripio. Es preciso en sus análisis hasta límites insospechados. Y con la gente de su círculo, no digamos. Y conmigo, qué barbaridad, si a veces parece mi madre. No, lo que me molesta es que no entienda mis razones.

Por eso no sale adelante la conversación: porque yo no quiero. No quiero decirle que no esperaba conseguir nada abriendo otra vez el blog y que, por lo tanto, la cosa marcha como estaba previsto. No, para qué. Yo sigo haciendo aros olímpicos mientras Igor se descoyunta para intentar ver lo que ponen en la tele. "Pentatlón moderno, qué coñazo", dice. Una prueba de hípica mortalmente aburrida, de lo que deduzco que debe de ser la televisión pública.

Desanimado, quizá, por mi silencio, Igor vuelve a la posición normal y decide cambiar de tema.

-Lo que daría por echarme un ciri aquí sentado, tío. Te juro que pagaría por que me dejaran fumar dentro del bar como antes -dice de repente.

Sonrío sin mirarle. Yo hace tiempo que no fumo, pero él no lo ha dejado, y en su momento Igor y yo compartimos cajetilla y mechero, y entiendo muy bien lo que me dice. De hecho, esa es una de las cosas que le faltan al Maxi y que echo muchísimo de menos: el humo del tabaco. Ya son años los que llevo sin darle al cigarrillo, pero cada vez que cruzo unas hilachas de humo de tabaco, en lugar de hacer aspavientos como la mayoría de la gente, yo respiro hondo. Intento adivinar si es rubio o negro. Intento que me llegue un poco de alquitrán a los pulmones. Me gustaba fumar, qué carajo. Me gustaba mucho.

Y cómo me va a molestar que haya acertado con su previsión sobre el blog. No, lo que me molesta no es la profecía cumplida, sino que no entienda. Ya hemos hablado, aquí mismo, en el Maxi. Ya hemos quedado en que iba a dejar de dar vueltas en círculo, de esconderme de mí mismo y de sorprenderme cada vez que me vuelvo a encontrar: "¡uy, mira, si resulta que tengo cosas interesantes que contar!". A mis años, ya me conozco, y ya he tirado la toalla. El blog me sirve de archivo, eso es lo que es: un archivo. He descubierto que la memoria humana es un bendito desastre y me da muchísima rabia no acordarme de lo que voy leyendo, de cuándo he leído cada cosa y de las impresiones que me he llevado de cada libro. De repente, en casa, miro una estantería, saco una novela y sé que la he leído, pero no me acuerdo de nada, o de casi nada. En los dos años en los que dejé de publicar reseñas, he perdido en ese pozo de la memoria una cantidad considerable de novelas, algunas muy buenas, como Patria, de Fernando Aramburu, y The Sportswriter, de Richard Ford. Esta última la saqué de la biblioteca de Oviedo cuando le dieron el Princesa de Asturias de las letras.

-¿Sabes que el Princesa de Asturias de las letras se lo dieron a Richard Ford? -le pregunto de repente a Igor. Él se me queda mirando con una expresión rara.

-Hace dos años- dice con parsimonia y un dejo de sarcasmo.

-Sí, sí, hace dos años, perdona. Nada, pensaba en voz alta.

-Y por supuesto has leído algo de él pero no está en el blog, ¿verdad? -me pregunta inclinándose hacia delante y abriendo mucho los brazos, como si la pregunta la pudiera contestar cualquiera que pasara por allí en ese momento.

-Por supuesto -contesto, y tomo un sorbo de cerveza antes de volver a sumirme en mis aros olímpicos. En realidad, por eso he vuelto: para que no se me vuelva a perder Richard Ford, para entrar en el blog y ver ese chorizo inmenso de tags a la derecha y darme la satisfacción de tener una verdadera lista de lectura: ahí está lo que llevo leído. Que no se me pase, que no se me olvide. Esto es un trabajo como cualquier otro y merece la pena conservarlo y reconocerlo. No son medallas, no son logros, es un mero archivo personal.

Pero Igor no lo entiende.

-No entiendo por qué tanta resistencia, tío. Los tiempos cambian, pues uno cambia con los tiempos y ya está. Las pajas mentales no llevan a ninguna parte. Escribe de Trump, escribe de Sánchez, escribe de la corrupción, de Cataluña, de Bolsonaro y de la madre que los parió. Mete caña, por qué no metes caña. Inténtalo por lo menos: en Facebook, Instagram y demás, con temitas trending como esos podrías ser un grande, publicar con gente grande. Con el rollo intimista este de las notitas, las canciones, las citas de gente rara, pues eso: 20 lectores despistados, como mucho.

No lo entiende. Y ya digo que, a mi edad, no me apetece explicar ciertas cosas. Lo que me apetece es terminar de dibujar estos aros olímpicos en la mesa con la humedad del vaso, pero ya queda muy poco.

-Maxi, ponme otra caña cuando puedas.

-Marchando, chaval.

Me encanta que Maxi me siga llamando chaval.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Un tren tantito desorganizado

He hecho una pausa entre tanto Murakami para leer algo en español. Como es mi costumbre, me acerqué a la biblioteca y elegí una novela de alguien a quien no he leído nunca, por probar. Miento: a Elena Poniatowska la había leído muchas veces en prensa, pero jamás en libro. En todo caso, el volumen que saqué se llama El tren pasa primero, y es una señora novela, con un montón de páginas, no como los artículos de prensa. Supongo que cuenta como primera vez para doña Elena y un servidor.

Esta novela narra la historia de Demetrio Vallejo, líder sindical obrero que organizó la huelga ferroviaria más memorable de la historia de México, en 1959. Tiene tres partes: en la primera se narra el movimiento de protesta y la huelga, hasta el momento de la detención de Vallejo. La segunda se centra en los once años qué pasó en la cárcel, hasta 1970, acusado de sedición, entre otras muchas cosas, por el gobierno del presidente Adolfo López Mateos. En la tercera se da un salto hacia atrás y se cuenta su infancia en un pueblito de Oaxaca, su juventud de lucha y esfuerzo y su ascenso en las filas del sindicato ferroviario. El último capítulo de esa tercera parte salta hacia delante para enlazar otra vez con los años cercanos a su muerte.

Aunque digo arriba que es una señora novela, la impresión que he tenido no ha sido la de una novela, ni tampoco de un reportaje, como cabría esperar de un relato histórico. Más bien me ha dejado con la sensación de haber abierto un enorme baúl de fotos y cartas en el que esas fotos y cartas estaban más o menos en orden, pero no tanto. He ido viendo y conociendo lugares y personajes, pero siempre me faltaba información. La escritora cambia todos los nombres, empezando por el de Vallejo, que se llama Trinidad Pineda en la novela, por lo que tampoco puede uno aspirar a ubicar personas reales y buscarlas en otros libros. Como el relato no está hilado en una sucesión tradicional se queda uno con eso: con una serie de estampas o escenas más o menos relacionadas entre sí. También parece que la narración estuviera dirigida a un lector que ya está al corriente de muchas, muchas cosas, pero como no es el caso, me he perdido con frecuencia y más de una vez me he visto retroceder varias páginas para comprobar que no me había perdido nada (y no). Hay saltos en los tiempos verbales, saltos en el tiempo narrativo, saltos sustantivos porque aparecen y desaparecen por todas partes nombres y hechos que son como fantasmas, como invitados en una fiesta multitudinaria (¿quién será este?). Menudean los nombres propios aquí y allá, las menciones a hechos, lugares, objetos y tradiciones del istmo de Tehuantepec, de Oaxaca y de la Ciudad de México que a veces se explican, pero muchas veces no.

Otro asunto bastante llamativo de este libro es la catalogación de los personajes. La narradora dicta desde el primer momento quiénes son los buenos y quiénes los malos en esta historia, y no deja nada al juicio del lector, sobre todo en el aspecto político, que está meridianamente claro desde la primera página de la novela. La caracterización de hombres y mujeres es arquetípica, sobre todo la del protagonista, pero también la de sus acompañantes y sus antagonistas. Quizá por eso El tren pasa primero es un libro sin sorpresas, sin misterio, sin los alicientes que suelen tener las historias en las que todos esos rasgos personales se van descubriendo a medida que se vuelven las páginas.Al contrario, esta historia es más como las fábulas, los cuentos y los mitos de antaño, en las que todo el mundo conocía de antemano a los personajes y nadie osaba salirse de su papel.

Después de leer el libro he estado desasnándome en internet sobre aquel movimiento obrero de 1959 y sobre el personaje real, Demetrio Vallejo, que escribió mucho, tanto en prensa como libros. Yo me imagino que Poniatowska se ha debido de dar una inmensa sobredosis de Vallejo, anotando de tanto en tanto las imágenes, las frases y los momentos que más impresión le hayan hecho, y que más tarde habrá armado la novela a partir de todas esas notas. Esa larga inmersión en la vida un tipo tan carismático como fue Vallejo explicaría, de ser cierta, todos esos sobreentendidos y esa falta general de coherencia en el relato, que con seguridad resultará mucho más llevadera a quien ya conozca al personaje.

La escritura de Elena Poniatowska es ágil y directa: aunque uno no entienda o se pierda, no da tiempo a aburrirse porque enseguida ofrece algo nuevo o distinto. No se queda más de dos páginas en la misma habitación, en el mismo tren. Por eso, creo yo, a pesar de esa estructura tan inestable, tan irregular, el libro se le bastante bien. Me quedo con las imágenes de los trenes antiguos, que por motivos personales me resultan entrañables, y con algunos diálogos muy realistas e interesantes, sobre todo entre mujeres.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Siempre hay pérdidas personales

"Vuelves a la sociedad que conoces y en la que has vivido y ves que es otra, paseando por Barcelona veo que me apropié de una ciudad que ahora no encuentro. Siempre hay una pérdida."
Entrevista a Eduardo Mendoza, El País, 15 de noviembre de 2018

martes, 13 de noviembre de 2018

Abriendo puertas al pasado

El domingo pasado por la noche, Alfonso Cuarón pre-presentó su nueva película, que se titula Roma, en la sala del sindicato de directores de cine de Nueva York. Tuve la suerte de ir con un amigo y no solo ver la película, sino también de escucharlo a él hablando de su experiencia creativa y de las vicisitudes del rodaje de una película tan especial.

Explicó que era una obra autobiográfica, que reflejaba un período de su infancia, entre 1970 y 1971, en el que su familia vivió en la colonia Roma de la ciudad de México. Al ser algo tan personal, Cuarón hizo algo que no había hecho nunca antes, a saber, escribir el guion solo, sin compartirlo con nadie, sin pedir consejo o ayuda a nadie. Hizo lo mismo con las técnicas narrativas: en lugar de utilizar las fórmulas y las técnicas habituales, se dejó guiar por el instinto y procuró reproducir lo que su memoria le iba dictando. No quería hacer un documental ni una película histórica, sino sencillamente un mural, o un collage, de lo que su cabeza había conseguido rescatar de aquellos años.

Al explicar la experiencia de escribir esos retazos de infancia, el director puso como ejemplo un largo pasillo lleno de puertas: iba recorriendo ese pasillo, abriendo las puertas una a una y rescatando recuerdos, y a veces una de esas puertas daba paso a otras puertas, y así sucesivamente. Me quedé con esa imagen, la del pasillo y las puertas, porque coincide muy bien con la época que estoy viviendo en este momento.

En cuanto a la película, estoy muy agradecido a mi amigo por haberme llevado al preestreno, y también a Alfonso Cuarón, no solo por traerme esa imagen de la ciudad de México, tan diferente y a la vez tan parecida a la que yo viví casi treinta años después. En particular, me impresionó lo bien que reproducía los sonidos de la ciudad, incluido el carrito de los tamales. No llegaré al extremo de decir que disfruté de la película como si fuera un libro, pero estuvo cerca. Es una película que da tiempo para pensar.

martes, 6 de noviembre de 2018

A reposar un poquito

Con unos buenos auriculares y un buen sillón, esta música es un estupendo masaje emocional. A mí, por lo menos, me deja como nuevo.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Una novela impromptu

(Extracto de Escucha la canción del viento, de Haruki Murakami, traducido del inglés por mí. Seguro que la versión del japonés de Lourdes Porta es mil veces mejor, pero aquí no tengo forma de conseguirla. Mil disculpas.)

—La última vez que ley un libro fue este verano —dijo [el Rata] de repente—. No me acuerdo ni del título, ni del autor, ni de por qué me lo leí. Pero bueno, iba de una mujer. La protagonista es una diseñadora de moda, una tía como de treinta años que está obsesionada con la idea de que tiene una enfermedad incurable.

—¿Qué clase de enfermedad incurable?

—Yo qué sé, cáncer, puede. ¿Qué otras hay? Bueno, pues la mujer se va para un sitio de veraneo en la playa y se pasa todo el rato masturbándose. En el baño, en el bosque, en la cama, en el mar, y no hace más que masturbarse en todas partes.

—¿En el mar?

—Que sí, ¿a que flipas? ¿A qué viene contar eso en una novela? Anda que no hay cosas que contar, digo yo.

—La verdad es que sí.

—A mí no me va esa clase de novelas. Me dan ganas de vomitar.

Asentí.

—Si la novela fuera mía, sería muy diferente.

—¿Cómo sería?

El Rata se puso a toquetear el borde del vaso y se quedó pensando.

—A ver, a ver qué te parece esto. Voy en barco por el Pacífico, y va el barco y naufraga. Total, que pillo un salvavidas y me quedo ahí flotando en el agua, más solo que la una, mirando a las estrellas. La noche está preciosa, muy tranquila. Y de repente veo a una chavala que viene braceando hacia mí, agarrada a otro salvavidas.

—¿Está buena?

—Ya te digo.

Le di un sorbo a mí cerveza.

—Te está quedando un poco cutre —dije, meneando la cabeza.

—Espera, que no he terminado. La cosa es que estamos ahí los dos juntos, flotando en medio del océano, y nos ponemos a charlar. Hablamos de todo un poco: el pasado y el futuro, nuestras aficiones, con cuántas tías me he acostado, lo que nos gusta ver en la tele, lo que soñamos anoche y cosas así. Y entonces nos tomamos una cerveza.

—A ver, para un momento. ¿De dónde sale la cerveza?

El Rata reflexionó unos instantes.

—Está desperdigada por el mar —dijo—. Hay latas de cerveza flotando por ahí, de la cocina del barco. Y latas de sardinas también. ¿Te vale eso?

—Bueno.

—Después de un rato empieza a clarear. "¿Qué vas a hacer?", me pregunta la chica. "A mí me da que hay una isla por aquí cerca, voy a ponerme a nadar hacia allí". Pero yo sé que su presentimiento puede ser un error, así que le digo: "mejor nos quedamos por aquí flotando y bebiendo cerveza. Seguro que al final viene un avión a rescatarnos". Pero ella se va nadando, sola.

El Rata suspiró y echó un trago a la cerveza.

—La chica sigue nadando durante dos días y dos noches y por fin llega a una isla. Yo, para cuando me encuentra el avión de rescate, tengo una resaca de tamaño natural, como corresponde. Pasan los años y un día nos encontramos en un bar de un barrio cualquiera.

—Y os tomáis otra cerveza, ¿a que sí?

—¿No te dan ganas de llorar?

—Uy, sí.

La novela del Rata tenía dos cosas buenas. Una, que no había escenas de sexo; otra, que no moría nadie.

* * *

Nota: sí, me estoy leyendo todas las novelas de Murakami. Qué pasa. Vosotros os dais al binge watching y yo no me puedo dar al binge reading... ¡Racistas!

lunes, 29 de octubre de 2018

Milagritos

De cuando era niño, recuerdo varias cosas que entonces me parecían milagrosas. Hoy hay muchas más, pero en aquellos años el mundo estaba mucho más vacío y daba tiempo a mirar, y mirar, y mirar, y mirar hasta hartarse. Quizá por eso, o quizá de natural, yo siempre he tenido cierta tendencia a la contemplación, como ya he explicado en otras ocasiones. Podría decirse de mí que soy lo opuesto a un buen militar: disciplinado, alerta, obediente, marcial, decidido. Tan opuesto que, cuando era niño, a veces me quedaba diez minutos mirando cómo goteaba un grifo. ¿Qué miraba? El milagro de la gota, en todos sus detalles. Recuerdo el grifo del lavabo antiguo que había en el baño de mi casa, en Montevideo. Goteaba muy, pero muy despacio, digamos que a dos gotas por minuto. De hecho, si uno apretaba bien la canilla (el grifo, perdón, la memoria me tergiversa el vocabulario, el geolecto), el goteo cesaba. Con ese ritmo daba tiempo a sentarse de costado en la orilla de la bañera, apoyar el brazo en el lavabo, apoyar la cabeza ladeada sobre el antebrazo y, en esa cómoda posición, contemplar cómo se iba formando un orbe transparente en la boca negruzca de la canilla, un orbe que iba creciendo con una fascinante lentitud y, a medida que engordaba, se convertía en una pantalla en la que uno podía distinguir los volúmenes principales del cuarto de baño: la cortina de ducha, el espejo, el armarito, la puerta. Todo lo que se reflejaba en aquella esfera maravillosa estaba, además, vuelto cabeza abajo, con lo que la fascinación era aún mayor. Cuanto más aumentaba el diámetro de la gota, más detalles se podían ver en aquel minimundo al revés. En un momento dado, la gota se hacía tan grande que la tensión superficial era incapaz de sujetarla. Se percibía entonces una tensión, una deformación, un estiramiento, un temblor que iba creciendo hasta que de repente, zas, se soltaba y volvía una vez más la negrura del tubo de metal. Yo no sentía pena ni nostalgia de la gota perdida porque sabía que de inmediato comenzaría de nuevo el proceso, y así me quedaba, con la cabeza apoyada en el lavabo, hasta que el ensalmo se desvanecía con una voz que me preguntaba: "¿se puede saber qué haces?".

Como es de suponer, yo nunca respondía a la pregunta, y ahí mismo terminaba mi sesión de contemplación. Pensaba que si explicaba todas esas cosas a un adulto me tomarían por tonto, o por vago, o por quién sabe qué. Si me tiraban de la lengua, decía "nada", y listos. Aun así, me costaba entender por qué la gente no se pasaba el día mirando aquellas gotas mágicas que todo lo transformaban.

Otro de milagros favoritos con los que podía pasar horas en modo contemplativo era el tocadiscos. En casa de mi abuela había un tocadiscos portátil con forma de maleta, forrado en tela azul y cantos pespunteados en beige. Qué artefacto tan fascinante. Parece que los adultos no le daban mucho valor porque siempre que íbamos de visita nos dejaban trastear con él. Ahí estaba yo, con un cacho de plástico negro en forma de círculo, o más propiamente de disco, recién sacado de su rutilante funda de cartón policromado. Lo apoyaba en una caja, en la parte plana, donde había otro círculo del mismo tamaño que el cacho de plástico negro. Ese otro disco estaba mecanizado y daba vueltas a una velocidad constante, lo cual para mí ya era motivo de asombro. En la otra parte de la caja, que se levantaba y se encajaba en vertical, había un cacho de cartón con un imán enorme y un cable en el medio (el altavoz, el parlante, o como quiera que se llame). Alta voz. Parlante. Esos vocablos. Este idioma. Sigo: colocado el disco, había que mover una palanquita que remataba en un minúsculo pie, llamado aguja, que no era mucho más grande que la pata de un insecto. De hecho, vista de cerca, la aguja se parecía bastante a la pata de una cucaracha. La aguja tenía que caer justo, justo, en el margen exterior del disco. Y de repente, cuando la pata de cucaracha se posaba en el margen exterior del cacho de plástico negro, todos aquellos objetos (cartón, plástico, cable, maleta de tela, imán) me traían la voz de Los Bravos, o de Los Tres Sudamericanos, o de Paul Mauriat, o de Conchita Piquer. Guitarras, trompetas, tambores, violines, timbales y seres humanos, todos ellos regalándome melodías allí, en casa de mi abuela, en la trastienda del mundo.

No es que no entienda la teoría del sonido. No es eso. No es que no sepa cómo funcionaba un tocadiscos. Tampoco. Y no es, por supuesto, que quiera ocultar la ciencia llamándola milagro. Que no, caramba.

Estoy hablando de la fascinación infantil, que es como un océano, como un viento fresco y benigno que lo acaricia todo con una pasión irresistible. Y los niños, tanto los de aquella época como los de ahora, nos sumergíamos con naturalidad en aquel océano, nos dejábamos acariciar por aquel viento.

En aquel mundo tan vacío, con la mitad de gente que ahora, con una fracción de las cosas que hay ahora, ser niño era, en gran parte, ir descubriendo los milagritos que había en casa. Quizá algún día me anime a describir los milagritos que había en la calle, en el parque, en el mercado. Aquello sí que era una explosión de milagros. Quizá otro día.

viernes, 19 de octubre de 2018

Insignificante

No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que Igor me mandó algo. Aquí os pego una de sus disquisiciones líricas sobre la autorreflexión sobre el ser y sobre los peligros del ombliguismo. Igor os desea que su texto os deprima y os hunda en la miseria, la autocompasión y la languidez contemplativa. También dice que nunca, nunca os cortéis las venas en diagonal, que es una mariconez.
«Voy por la calle, hacia el trabajo, por ahí donde se juntan Goya y Alcalá. Hay un árbol esmirriado y tristón en la acera, probablemente un plátano, y tres gorriones que picotean entre los hierbajos que crecen en una tierra negruzca y llena de desperdicios. Pienso en la futilidad de esas vidas: la del árbol, la de los hierbajos, la de los tres gorriones. Con esta sencilla reflexión me doy cuenta de que entre todos ellos, incluidos los desperdicios, forman un mínimo ecosistema que es, en gran medida, lo que los mantiene con vida. Una vida sucia, miserable, saturada de deficiencias e infecciones, pero vida al fin y al cabo. No tienen otra cosa sino un ecosistema guarro y execrable que jamás estudiaremos en los libros, aunque lo veamos todos los días al ir al trabajo, sin reparar en él. Vuelvo a mirar al gorrión y al tiempo me miro la mano izquierda. Pondero mi propia insignificancia, una insignificancia comparada: si por algún motivo yo hubiera tenido la mala suerte de caer en un campamento de refugiados, en un país en guerra, esa mano mía no tendría el aspecto y la movilidad que tiene ahora. Pienso en los años que tengo, años durante los cuales esa mano ha cumplido su cometido en un entorno benigno, cómodo. A pesar de todo ese trabajo tiene buen aspecto y está sana. Pero una situación de emergencia en mi país, en mi región, en mi ciudad puede cambiarlo todo, terminar con todo, igual que un golpe o un mal paso pueden dar al traste para siempre con el hierbajo, con el gorrión o con el árbol esmirriado. Si para mañana desapareciéramos todos (árbol, hierbajos, gorriones y mi mano, o todo yo), el mundo seguiría su curso sin más, sin reparar en la miseria, la tristeza, la insignificancia de esas existencias. Miro a mi alrededor: calles, edificios, farolas, túneles y trenes subterráneos, aviones que surcan el cielo, coches y autobuses, tiendas, luz artificial, teléfonos móviles. ¿Qué es todo esto? ¿Qué es el hierbajo, en este contexto? ¿Qué es, qué significa, qué finalidad tiene el gorrión en esta ciudad? ¿Por qué me empeño en buscar una razón, una respuesta a la pregunta de por qué brotó ese hierbajo, por qué nació ese gorrión? Quizá porque nos han acostumbrado a pensar que nuestra existencia sí está justificada, aunque a mí no me convence ninguna de las justificaciones que circulan por ahí. Quizá por esa tendencia, quizá por esa creencia quiero pensar que la labor del hierbajo y el gorrión es, precisamente, formar parte de un todo, porque si sus individualidades, igual que la mía, son triviales, nimias, al menos podrían tener sentido como elementos de un conjunto mayor. El gorrión sabe por instinto cuál es su papel, por más miserable que a mí me parezca cuando pienso en él como entidad aislada. Y del mismo modo yo sé por instinto que si me quedo un minuto más contemplando este árbol esmirriado, el jefe me va a considerar como entidad aislada, me va a llamar insignificante, miserable y cosas peores y me va a poner de patitas en la calle, así que, hala, pozdrav

martes, 9 de octubre de 2018

La silla es para quien se la trabaja

No me convenció La silla del águila (Carlos Fuentes), a pesar de que la leí de un tirón. No es que esté mal escrita, al contrario: qué oficio tenía don Carlos, qué maestría. Qué manera de definir personajes, qué diálogos, qué vocabulario maravilloso.

La novela es una colección de cartas que envían y reciben varios personajes políticos en un México del futuro que, por decisión de su presidente, ha decidido no apoyar más la política exterior de los Estados Unidos. En represalia, el país del norte ha bloqueado las redes de telefonía y datos de su vecino del sur. De ahí la necesidad de escribir cartas, como se hacía antiguamente. Cartas de principio a fin. Una novela a base de cartas. Una cartografía. Una historia epistolar. Es cierto que a veces, presionado por las exigencias narrativas, la verosimilitud de esas cartas sufre un poco, o incluso un mucho, pero en líneas generales se puede decir que el efecto está muy logrado.

Los personajes políticos que protagonizan la historia pugnan por el poder, y en concreto por la silla del águila, o sea, el "trono" de la presidencia de México. La galería es variada, desde la mujer entrada en años que nunca gobernó ni lo pretende, pero que a base de intrigas y sexo ha conseguido ser influyente a todos los niveles, hasta el expresidente provecto y abyecto que quiere cambiar la constitución para acabar con el tabú de la reelección y volver a gobernar (mal).

Fuentes entrecruza la historia clásica del hombre de la máscara de hierro (Dumas) con las leyendas más prosaicas y mexicanas de los expresidentes exiliados, los jefes de policía incorruptibles porque no hay nadie más corrupto, los sempiternos intelectuales politizados y los asistentes, secretarios y personajillos segundones que, a la postre, resultan ser clave en el tejemaneje político.

Mucho sexo, bastante erudición fuentesina, mucha corrupción, alguna muertecita, un secuestro, tiranteces sexuales por aquí, estereotipos regionales y tribales por allá... Mucho México, México del bueno, del profundo, con los huaraches cubiertos de polvo y barro por más que todos estos personajes se muevan a centímetros de la silla presidencial. Y claro, poca, poquísima mención de la población mexicana, salvo cuando se habla del voto, del sacrosanto voto y de cómo comprarlo, prepararlo o tergiversarlo para que refleje lo que ya está decidido en la cúpula y no otra cosa. Así como José Revueltas podría aspirar a ser el escritor de los proletarios, así Carlos Fuentes puede también aspirar a ser el escritor de las élites.

Se lee bien la novela, y tiene su punto de intriga, aunque rondando los dos tercios la historia se torna tan rocambolesca que cuesta seguir adelante. Yo perdí bastante el interés en el desenlace, aunque aguanté bien gracias a la prosa fluida, que con Fuentes nunca falla. No quiere esto decir que no sea, toda ella, de principio a fin, una demostración de dominio narrativo, pero le pasa como a otros libros suyos anteriores: se le va la mano y no marca, o no quiere marcar, la frontera de lo verosímil con lo inverosímil. En La silla del águila hay parodia, exageración y humor, pero a la vez es un libro amargo, duro, con enormes dosis de drama personal y colectivo que refleja y denuncia las miserias de la lucha por el poder. Eso es, creo yo, lo que no funciona bien: la parodia y la denuncia no están bien equilibradas, y uno no sabe, al empezar una de esas cartas tremendas, si reír o llorar. ¿Qué mensaje quiere dejar el autor? A mí no me queda claro.

Quizá es precisamente eso. Quizá esa disyuntiva, la de si reír o llorar, es la que obsesionaba a Fuentes. Quizá es por eso que México está como está, que no sabe uno si.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Cómo fermentan los sentimientos

De Así empieza lo malo (Javier Marías) destacaría muchas cosas, pero este fragmento me llega. Me llega, me rodea, me atraviesa, me da siete u ocho vueltas y luego se me queda pululando alrededor, así que lo pongo aquí por ver si al divulgarlo disminuye un poco la obsesión.
"Pero [Eduardo] Muriel no se arrancó de inmediato. Su expresión más bien afable, disimuladamente risueña de hacía un instante había sido sustituida por una de abstracción o dilucidación, o por la de una de esas pesadumbres que uno va aplazando porque no desea hacerles frente ni abismarse en ellas y que por lo tanto siempre retornan, se hacen recurrentes y a cada embestida son más profundas al no haber desaparecido durante el período en que se las mantuvo a raya o alejadas del pensamiento, sino que por así decir han crecido en ausencia y no han cesado de acechar el ánimo subrepticia o subterráneamente, como si fueran el preámbulo de un abandono amoroso que uno acabará consumando pero que aún no acierta ni a imaginarse: esas oleadas de frialdad e irritación y hartazgo hacia un ser muy querido que vienen, se entretienen un rato y se van, y cada vez que se van uno quiere creer que su visita ha sido una fantasmagoría --producto del malestar consigo mismo, o de un descontento general, o incluso de las contrariedades o del calor-- y que ya no volverán. Sólo para descubrir a la próxima que cada nueva oleada es más pegajosa y arrastra una duración mayor y envenena y abruma el espíritu y lo hace dudar y maldecirse un poco más. Tarda en perfilarse ese sentimiento de desafección, y todavía más en formularse en la mente ('Creo que ya no la aguanto, he de cerrarle la puerta, eso debe ser'), y cuando la conciencia por fin lo ha asumido, aún le queda mucho trecho por recorrer antes de ser verbalizado y expuesto ante la persona que sufrirá el abandono y que no lo sospecha ni prefigura --porque tampoco nosotros los abandonadores lo hacemos, engañosos, cobardes, dilatorios, morosos, pretendemos imposibles: sortear la culpa, ahorrar el daño--, y a la que le tocará languidecer incrédulamente por él, y acaso morir en su palidez."

martes, 2 de octubre de 2018

Mero archivo personal (MAP)

Es tradición que quien escribe blogs, cuando desaparece y luego vuelve, explique y justifique la ausencia, o el regreso, o ambos. Esas explicaciones o justificaciones van desde la nerviosa y apresurada mirada de ombligo hasta la dramática confesión lacrimógena, y en ellas se vierten intimidades o datos personales nada útiles para quienes seguían el blog: crisis emocional, problema práctico, duda, hartazgo, inquietud, falta de ideas, nuevos objetivos y horizontes.

En un blog literario, esas explicaciones pretenderán pasar por literatura, claro, porque la persona en cuestión se afanará en escribirlas bien, con gancho, con enjundia, para que sus seguidores piensen, pobrecilla, pobrecillo, claro, es comprensible, cómo va a ser, y cosas por el estilo.

Pamplinas.

Yo me pregunto por qué tiene uno que explicar o justificar nada.

Yo me pregunto también qué pasa si uno vuelve así, zas, sin ombliguismos ni lagrimones, sin pamplinas, como acabo de volver yo en este momento, después de dos años y un mes de silencio.

Qué pasa, digo.

Bueno, pues ya está. Yo ya he vuelto.

A ver, qué. Qué.

Ja.

He vuelto

¡He vuelto!

Qué cosas.