Who controls the past now controls the future. Who controls the present now controls the past. Who controls the past now controls the future. Who controls the present now?
Quien controla hoy el pasado, controla el futuro.
Quien controla hoy el presente, controla el pasado.
Quien controla hoy el pasado, controla el futuro.
¿Quién controla hoy el presente?
Testify, Rage against the machine
miércoles, 23 de diciembre de 2009
martes, 22 de diciembre de 2009
Privado
Santiago lleva en el carrito dos escobas. No son para barrer, sino para su privado. Ahora que bajan las temperaturas, en cuanto junta suficiente comida, agua y los dos dólares que cuesta entrar en el metro, se mete en la primera estación. Si es hora punta, espera que la muchedumbre vaya aclarando. Cuando llega un tren casi vacío, se mete a buscar una esquina. Busca ese lugar en el que se juntan cinco asientos sin ventana, al fondo de los vagones, junto a la puerta inútil que debería comunicar un coche con otro, pero que está bloqueada por la empresa de transportes. Cuando encuentra una de esas esquinas libres, se sienta, coloca el carrito en diagonal, como mirando al mundo, y levanta las dos escobas en forma de aspa, una a cada lado. Las asegura bien a los flejes del carrito con unas tiras de alambre para colocar encima el abrigo extendido como un biombo. Así queda parapetado: quienes entran en el vagón apenas le ven las piernas, quizá uno de los zapatos. Ése es su privado.
Se quita entonces la mitad de la ropa que lleva. Él nota el olor, por supuesto, pero ya está acostumbrado. La gente que va en el vagón no. Por eso, cuando se quita la ropa, la mitad del pasaje se cambia al anterior o al siguiente. A él, en su privado, le da igual. Estira su manta, se apoya con comodidad en la esquina, se hurga los entresijos, se hace su higiene, que solo él sabe en qué consiste. A veces tiene un poco de perfume o jabón para paliar el hedor. En las papeleras se encuentra de todo. Cuando termina, hurga de nuevo en las bolsas de plástico y saca la Biblia. Mira el sello de la contratapa: "Placed by the Gideons, do not remove". Le gusta mirar ese sello porque trae recuerdos. Un viaje, el último, un hotel, unas cervezas, un cubo de hielo. Luego Nueva York, luego nada. Apoya la Biblia en el asiento, a su derecha, y va señalando con el dedo y leyendo en silencio, memorizando cada versículo, hasta que el calor de la calefacción y el vaivén del tren le hacen dormir. Sabe que, desde el momento en que instala su privado tiene entre una y cuatro horas de descanso. Los días de semana, menos. Los sábados, domingos y festivos, mucho más.
La madrugada pasada, cuando los dos guardias de seguridad lo sacaban del vagón con su privado a cuestas, se dio cuenta de que una muchacha flaca y triste lo estaba mirando. Los guardias le hicieron las preguntas de siempre y luego se marcharon escaleras arriba. Entonces la chica se le acercó y le preguntó si quería un cigarrillo. Él lo aceptó sin decir nada. Ella se sentó a su lado en el banco. Lo miraba de arriba abajo, de arriba abajo. Santiago ya está acostumbrado a que lo miren así, no le importa. Él no la miraba mucho a ella, en parte por respeto, en parte porque no era muy bonita. Fumaron en silencio. Al acabar el suyo, ella dijo «yo también estoy sola». Se levantó y se fue caminando al otro extremo del andén desierto. Poco después llegó el tren. Ella lo tomó. Él se quedó sentado, mirando, como de costumbre. Estaba sola, me dijo Santiago, pero se ve que todavía tenía a dónde ir.
Se quita entonces la mitad de la ropa que lleva. Él nota el olor, por supuesto, pero ya está acostumbrado. La gente que va en el vagón no. Por eso, cuando se quita la ropa, la mitad del pasaje se cambia al anterior o al siguiente. A él, en su privado, le da igual. Estira su manta, se apoya con comodidad en la esquina, se hurga los entresijos, se hace su higiene, que solo él sabe en qué consiste. A veces tiene un poco de perfume o jabón para paliar el hedor. En las papeleras se encuentra de todo. Cuando termina, hurga de nuevo en las bolsas de plástico y saca la Biblia. Mira el sello de la contratapa: "Placed by the Gideons, do not remove". Le gusta mirar ese sello porque trae recuerdos. Un viaje, el último, un hotel, unas cervezas, un cubo de hielo. Luego Nueva York, luego nada. Apoya la Biblia en el asiento, a su derecha, y va señalando con el dedo y leyendo en silencio, memorizando cada versículo, hasta que el calor de la calefacción y el vaivén del tren le hacen dormir. Sabe que, desde el momento en que instala su privado tiene entre una y cuatro horas de descanso. Los días de semana, menos. Los sábados, domingos y festivos, mucho más.
La madrugada pasada, cuando los dos guardias de seguridad lo sacaban del vagón con su privado a cuestas, se dio cuenta de que una muchacha flaca y triste lo estaba mirando. Los guardias le hicieron las preguntas de siempre y luego se marcharon escaleras arriba. Entonces la chica se le acercó y le preguntó si quería un cigarrillo. Él lo aceptó sin decir nada. Ella se sentó a su lado en el banco. Lo miraba de arriba abajo, de arriba abajo. Santiago ya está acostumbrado a que lo miren así, no le importa. Él no la miraba mucho a ella, en parte por respeto, en parte porque no era muy bonita. Fumaron en silencio. Al acabar el suyo, ella dijo «yo también estoy sola». Se levantó y se fue caminando al otro extremo del andén desierto. Poco después llegó el tren. Ella lo tomó. Él se quedó sentado, mirando, como de costumbre. Estaba sola, me dijo Santiago, pero se ve que todavía tenía a dónde ir.
viernes, 18 de diciembre de 2009
No sé, no sé
A veces me han llamado lunático. A veces me han dicho que estoy en las nubes. A veces me acusan de echar a volar la imaginación. Acepto todos los cargos y me declaro culpable. Lo que no me pueden pedir es que un sábado por la mañana, con un sol radiante, todavía en pijama y a medio desayunar, suene el timbre de la calle y yo me ponga a pensar en el cosmódromo de Baikonur.
Pensé varias cosas: el dueño del edificio, una amiga de mis hijas, el vecino de abajo (otra vez), el cartero, pero no pensé en el cosmódromo de Baikonur ni en los satélites de órbita baja.
Cuando bajé y vi al tipo con el mono (buzo, overol) azul pensé, eso sí, en los contadores del gas, del agua y de la electricidad, que están en el sótano, y desde que cerraron el negocio que había ahí, hace dos meses, me ha dado más de un dolor de cabeza porque los empleados de las empresas distribuidoras no pueden leerlos y me mandan lecturas ponderadas (o sea, facturas altísimas que no tienen nada que ver con mis consumos habituales). Así que vi al tipo con mono azul y no me dio por pensar en un cohete Soyuz apto para el lanzamiento de seres humanos elevándose sobre el cielo de Kazajstán.
El tipo me preguntó, como esperaba, si yo tenía llave del sótano. Cuando le dije que no, él explicó que no había ningún problema, que venía de la compañía del gas, como yo había constatado hacía un rato por el logotipo del uniforme, y que quería instalar un dispositivo nuevo para automatizar la lectura del contador. Y yo no caía todavía: no se me pasaban por la imaginación las transmisiones pasivas de datos por vía estratosférica.
—Le explico —me dijo—: acérquese más a la puerta. ¿Ve ese edificio de enfrente? ¿Ve la cajita gris que hay encima de la trampilla del sótano?
Miro y, en efecto, veo una cajita gris de unos diez centímetros de lado, con aspecto de recién instalada, en el edificio de enfrente. Digo que sí con la cabeza.
—Bueno, pues una vez al mes, esa cajita le manda la lectura del contador a un satélite que hay por aquí encima en alguna parte, y el satélite rebota la información a nuestra oficina y emitimos automáticamente la factura. Así no tenemos que andar yendo, viniendo, llamando y demás. ¿Comprende?
Y yo, que ya iba comprendiendo, visualizaba las plataformas de lanzamiento en el lejano Baikonur, los cuerpos desechables del lanzador Soyuz, las ojivas con varias etapas de satélites, el centro de control, las radiocomunicaciones, las antenas parabólicas para el seguimiento, las filas de camiones que traen toneladas y toneladas de combustible sólido a temperaturas muy por debajo de cero...
—Pero no se preocupe: dígale al dueño del edificio que nos llame, concertamos una cita y en unos días lo tenemos todo listo, ¿vale?
—Vale —contesto maquinalmente.
—Pues venga, ahí le dejo el papelito. Hasta luego y gracias.
—Gracias.
Me da la espalda y echa a andar hacia la calle. Me fijo en sus botas, en su camioneta, que también lleva el logotipo, en el aparato medidor que lleva en la mano y que no ha podido usar, en tantas y tantas cosas que van a caer en desuso en cuanto este tipo instale la cajita gris. Pienso en la maravillosa simplificación: ahora, para leer el contador, no hay que hacer nada porque un satélite lo lee y un ordenador se encarga de emitir la factura. Y me digo: ¿que no hay que hacer nada? ¿Cómo que no hay que hacer nada? ¡Hay que lanzar cohetes desde Kazajstán, hay que poner satélites en órbita baja, hay que transmitir datos por la estratosfera y hacer que un ordenador los entienda y emita facturas a mi nombre! ¡Y que las envíe a mi casa! ¿Que no hay que hacer nada? Y pienso: ¿maravillosa simplificación?
Pensé varias cosas: el dueño del edificio, una amiga de mis hijas, el vecino de abajo (otra vez), el cartero, pero no pensé en el cosmódromo de Baikonur ni en los satélites de órbita baja.
Cuando bajé y vi al tipo con el mono (buzo, overol) azul pensé, eso sí, en los contadores del gas, del agua y de la electricidad, que están en el sótano, y desde que cerraron el negocio que había ahí, hace dos meses, me ha dado más de un dolor de cabeza porque los empleados de las empresas distribuidoras no pueden leerlos y me mandan lecturas ponderadas (o sea, facturas altísimas que no tienen nada que ver con mis consumos habituales). Así que vi al tipo con mono azul y no me dio por pensar en un cohete Soyuz apto para el lanzamiento de seres humanos elevándose sobre el cielo de Kazajstán.
El tipo me preguntó, como esperaba, si yo tenía llave del sótano. Cuando le dije que no, él explicó que no había ningún problema, que venía de la compañía del gas, como yo había constatado hacía un rato por el logotipo del uniforme, y que quería instalar un dispositivo nuevo para automatizar la lectura del contador. Y yo no caía todavía: no se me pasaban por la imaginación las transmisiones pasivas de datos por vía estratosférica.
—Le explico —me dijo—: acérquese más a la puerta. ¿Ve ese edificio de enfrente? ¿Ve la cajita gris que hay encima de la trampilla del sótano?
Miro y, en efecto, veo una cajita gris de unos diez centímetros de lado, con aspecto de recién instalada, en el edificio de enfrente. Digo que sí con la cabeza.
—Bueno, pues una vez al mes, esa cajita le manda la lectura del contador a un satélite que hay por aquí encima en alguna parte, y el satélite rebota la información a nuestra oficina y emitimos automáticamente la factura. Así no tenemos que andar yendo, viniendo, llamando y demás. ¿Comprende?
Y yo, que ya iba comprendiendo, visualizaba las plataformas de lanzamiento en el lejano Baikonur, los cuerpos desechables del lanzador Soyuz, las ojivas con varias etapas de satélites, el centro de control, las radiocomunicaciones, las antenas parabólicas para el seguimiento, las filas de camiones que traen toneladas y toneladas de combustible sólido a temperaturas muy por debajo de cero...
—Pero no se preocupe: dígale al dueño del edificio que nos llame, concertamos una cita y en unos días lo tenemos todo listo, ¿vale?
—Vale —contesto maquinalmente.
—Pues venga, ahí le dejo el papelito. Hasta luego y gracias.
—Gracias.
Me da la espalda y echa a andar hacia la calle. Me fijo en sus botas, en su camioneta, que también lleva el logotipo, en el aparato medidor que lleva en la mano y que no ha podido usar, en tantas y tantas cosas que van a caer en desuso en cuanto este tipo instale la cajita gris. Pienso en la maravillosa simplificación: ahora, para leer el contador, no hay que hacer nada porque un satélite lo lee y un ordenador se encarga de emitir la factura. Y me digo: ¿que no hay que hacer nada? ¿Cómo que no hay que hacer nada? ¡Hay que lanzar cohetes desde Kazajstán, hay que poner satélites en órbita baja, hay que transmitir datos por la estratosfera y hacer que un ordenador los entienda y emita facturas a mi nombre! ¡Y que las envíe a mi casa! ¿Que no hay que hacer nada? Y pienso: ¿maravillosa simplificación?
jueves, 3 de diciembre de 2009
Abundancia
Son las siete. Hace bastante frío, casi cero grados. Ya está todo oscuro. Esta calle, que no nombraré, es oscura, estrecha y fea. De vez en cuando pasa una persona, pero a los efectos está desierta. Yo espero a una persona en esta esquina, parado, y desde aquí veo también la calle que cruza, un poco más ancha y fina, pero igualmente cochambrosa. Detrás de mí hay un bar muy ruidoso regentado por unos franceses que se llama Café Noir. Justo enfrente, al otro lado de la calle, hay otro bar, más elegante. Lo frecuenta gente mucho más selecta que el grupo de europeos que suele agolparse en el Café Noir.
Como todos los jueves, hoy hay barbacoa gratis para todos los clientes del bar elegante. A la puerta del local, dos cocineros mexicanos organizan una inmensa parrilla. El humo repta por la fachada del enorme edificio y se pierde de vista allá por el sexto piso. El olor impregna el aire. Casi diría que impregna la ropa y el pelo, incluso a esta distancia. Me pregunto, mientras miro, mientras huelo, qué pensarán de eso los vecinos.
Si uno sigue andando por esa acera de enfrente, al fondo se ven unos paneles de madera pintados de azul que bloquean el paso. Dos carteles:
En ese momento llega un Bentley a la puerta del bar. (Un Bentley, para quien no tenga el gusto, es un coche británico; en esta ciudad se venden modelos de segunda mano a partir de 130.000 dólares.) Sale él, con atuendo sport; le abre la puerta a ella y sale ella, con vestido formal, pero informal (ellas saben cómo hacer estas cosas) y muchos brillos en las muñecas y el cuello. Entran los dos juntos, rubios, altos y fascinantes, en el bar.
Mientras tanto, el primer cocinero ha cortado dos trocitos de grasa del costillar y se ha puesto en cuclillas. Alarga la mano hacia los paneles azules, muy quieto, y la rata se va acercando, con muchos rodeos, con timidez, alzando de vez en cuando las patas delanteras. El segundo cocinero lo trata de mamón y de cabrón y amaga con patearle el trasero. La rata se espanta, pero no se marcha: retrocede un poco y se queda mirando agazapada detrás de una inmensa bolsa de basura.
Las oscuras ventanas del bar se alumbran de repente con un destello; dos, y tres: alguien se está haciendo una foto con alguien. Para pasar el rato me imagino una conversación de los figurines que acaban de entrar. ¿Champán, quizá? Pero cariño, si hemos venido para la barbacoa, ¿no será mejor un Burdeos? Sí, claro, claro. Tú siempre tan atenta a estos detalles. Más fotos, más flashes. La gente importante de verdad sabe aguantar esos destellos sin pestañear, sin que se le marque ni una sola arruga en el ojo ni en la comisura.
La rata se vuelve a acercar, ahora más segura. El segundo cocinero ya se está quieto y observa. El otro no se mueve, esperando que su invitada recoja el premio. Entonces me doy cuenta de que por el panel azul pululan otras dos, tres, cuatro, cinco ratas. Mantienen la distancia, pero ahí están, acechando. El primer cocinero, impasible, aguanta con el brazo en su lugar mientras la rata original se da la vuelta, mira a sus congéneres y eriza el pelo del lomo en un movimiento espeluznante.
De repente, la rata da un salto hacia la mano del primer cocinero. Éste se incorpora, da un paso atrás y tropieza con su compañero, que a su vez topa con la barbacoa. Dos costillares caen al suelo y las cinco ratas no invitadas corren hacia ellos. Los dos cocineros se ponen a patearlas como locos hasta que consiguen espantarlas.
El segundo cocinero recupera los costillares, que han caído al pie de un árbol. Los miran. Se miran. Miran alrededor. No ven a nadie. Sí. Me ven a mí. Y me miran. Y yo los miro. No alcanzamos a vernos las caras porque está demasiado oscuro, pero por mi actitud ellos deducen que yo no voy a decir nada, que no voy a hacer nada. El segundo cocinero se da media vuelta y, con una punta del delantal, empieza a limpiar los costillares. Cuando termina, los coloca otra vez en la parrilla. El primer cocinero, que debe de tener una herida de la rata, se envuelve la mano con una servilleta y aprieta, aprieta la mano y aprieta los dientes. Se dobla. Se va para dentro.
En ese momento llega la persona que yo estaba esperando. Nos saludamos, empezamos a hablar, emprendemos la marcha y la escena se diluye, se queda atrás, atrás, como un azucarillo que se va sumergiendo en una taza de te, como un conjunto de ruidos absurdos que genera una extraña confusión. Es una confusión que aún me dura, y que me hace pensar en las múltiples, complejas e íntimas relaciones que vinculan a las ratas con los Bentleys.
Como todos los jueves, hoy hay barbacoa gratis para todos los clientes del bar elegante. A la puerta del local, dos cocineros mexicanos organizan una inmensa parrilla. El humo repta por la fachada del enorme edificio y se pierde de vista allá por el sexto piso. El olor impregna el aire. Casi diría que impregna la ropa y el pelo, incluso a esta distancia. Me pregunto, mientras miro, mientras huelo, qué pensarán de eso los vecinos.
Si uno sigue andando por esa acera de enfrente, al fondo se ven unos paneles de madera pintados de azul que bloquean el paso. Dos carteles:
- Peatones: usen la acera de enfrente
- Para reportar condiciones peligrosas en este lugar de trabajo, llame al número bla bla bla. No tiene que dar su nombre.
En ese momento llega un Bentley a la puerta del bar. (Un Bentley, para quien no tenga el gusto, es un coche británico; en esta ciudad se venden modelos de segunda mano a partir de 130.000 dólares.) Sale él, con atuendo sport; le abre la puerta a ella y sale ella, con vestido formal, pero informal (ellas saben cómo hacer estas cosas) y muchos brillos en las muñecas y el cuello. Entran los dos juntos, rubios, altos y fascinantes, en el bar.
Mientras tanto, el primer cocinero ha cortado dos trocitos de grasa del costillar y se ha puesto en cuclillas. Alarga la mano hacia los paneles azules, muy quieto, y la rata se va acercando, con muchos rodeos, con timidez, alzando de vez en cuando las patas delanteras. El segundo cocinero lo trata de mamón y de cabrón y amaga con patearle el trasero. La rata se espanta, pero no se marcha: retrocede un poco y se queda mirando agazapada detrás de una inmensa bolsa de basura.
Las oscuras ventanas del bar se alumbran de repente con un destello; dos, y tres: alguien se está haciendo una foto con alguien. Para pasar el rato me imagino una conversación de los figurines que acaban de entrar. ¿Champán, quizá? Pero cariño, si hemos venido para la barbacoa, ¿no será mejor un Burdeos? Sí, claro, claro. Tú siempre tan atenta a estos detalles. Más fotos, más flashes. La gente importante de verdad sabe aguantar esos destellos sin pestañear, sin que se le marque ni una sola arruga en el ojo ni en la comisura.
La rata se vuelve a acercar, ahora más segura. El segundo cocinero ya se está quieto y observa. El otro no se mueve, esperando que su invitada recoja el premio. Entonces me doy cuenta de que por el panel azul pululan otras dos, tres, cuatro, cinco ratas. Mantienen la distancia, pero ahí están, acechando. El primer cocinero, impasible, aguanta con el brazo en su lugar mientras la rata original se da la vuelta, mira a sus congéneres y eriza el pelo del lomo en un movimiento espeluznante.
De repente, la rata da un salto hacia la mano del primer cocinero. Éste se incorpora, da un paso atrás y tropieza con su compañero, que a su vez topa con la barbacoa. Dos costillares caen al suelo y las cinco ratas no invitadas corren hacia ellos. Los dos cocineros se ponen a patearlas como locos hasta que consiguen espantarlas.
El segundo cocinero recupera los costillares, que han caído al pie de un árbol. Los miran. Se miran. Miran alrededor. No ven a nadie. Sí. Me ven a mí. Y me miran. Y yo los miro. No alcanzamos a vernos las caras porque está demasiado oscuro, pero por mi actitud ellos deducen que yo no voy a decir nada, que no voy a hacer nada. El segundo cocinero se da media vuelta y, con una punta del delantal, empieza a limpiar los costillares. Cuando termina, los coloca otra vez en la parrilla. El primer cocinero, que debe de tener una herida de la rata, se envuelve la mano con una servilleta y aprieta, aprieta la mano y aprieta los dientes. Se dobla. Se va para dentro.
En ese momento llega la persona que yo estaba esperando. Nos saludamos, empezamos a hablar, emprendemos la marcha y la escena se diluye, se queda atrás, atrás, como un azucarillo que se va sumergiendo en una taza de te, como un conjunto de ruidos absurdos que genera una extraña confusión. Es una confusión que aún me dura, y que me hace pensar en las múltiples, complejas e íntimas relaciones que vinculan a las ratas con los Bentleys.
miércoles, 2 de diciembre de 2009
jueves, 12 de noviembre de 2009
Las tres ranas de Beckett
...Watt recordaba una distante noche de verano, en un lugar no menos distante, y Watt, joven y sano y tumbado, en absoluta soledad y completamente sobrio en la cuneta, preguntándose si sería ya el momento y el lugar y la persona amada, y las tres ranas que croaban ¡Cra! ¡Cre! y ¡Cri!, a uno, nueve, diecisiete, veinticinco, etc., y a uno, seis, once, dieciséis, etc., y a uno, cuatro, siete, diez, etc., respectivamente, y cómo las oía
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra!
¡Cre!
¡Cri!
Watt (Samuel Beckett)
------------------------
Yo, desde mi ignorancia batracia, me resisto a creer que esto sea una mera parida del autor, un exabrupto irracional y absurdo, sin pies ni cabeza. Eso es lo que parece a primera vista, y estoy seguro de que la mayoría de los lectores, a la vista de esta página y media repleta de cantos de rana, se limitará a pasar la vista por encima de las rayitas y los ruiditos y seguirá adelante para enterarse de lo que pasaba con la señora Gorman, la pescadera, que se sentaba en las rodillas de Watt los jueves por la tarde.
Así que insisto, echo una segunda mirada, detecto algunas tendencias repetitivas y entonces me pregunto si esto no será un mensaje oculto. Veo grupos de ocho elementos que pueden estar encendidos o apagados... ¿De qué me suena? ¡Anda, pero si son bytes! ¡Bytes preinformáticos, bytes anfibios de 1953 y publicados en París, con grave peligro de sucumbir en forma de platillo de ancas de rana!
Procedo a hacer una interpretación binaria, decimal, hexadecimal y en caracteres del croar de las ranas:
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F --
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F --
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F --
00100100 -- 36 -- 24 -- $
1
1
1
Pese a que la cosa de los caracteres y los valores decimales y hexadecimales resulta ser un estrepitoso fracaso, al copiar y estudiar cada una de las secuencias me doy cuenta de que aquí hay ritmo.
En otras palabras, y para entendernos, es obvio que en cada grupo hay un elemento constante (el ¡Cra! en la primera posición, inmutable), que es como el tono de fondo de la gaita irlandesa, y las otras dos ranas llevan una cadencia diferente cada una, diferente pero complementaria, como se puede observar con toda claridad a continuación (cre a la izquierda, cri a la derecha):
10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100
Por si alguien no lo ha pillado todavía, lo que hay que mirar son las escaleritas que van trazando los unos (1) en cada tabla. ¿Alguien ha hecho trenzas de ocho hilos alguna vez? Lo repito otra vez, con ayuda:
10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100
Espero que ahora queden bien claras las cadencias, la de ¡Cre! más acelerada y saltarina, la de ¡Cri! más abigarrada, pero más pausada y sistemática. Sin olvidar el bajo de ¡Cra!, constante, inmutable.
Me doy cuenta de que hago mal al insistir en usar símiles musicales porque es obvio que esto no se escribió para ser interpretado como música, puesto que usa una notación de ocho elementos (un byte, claro), y no de siete, que podrían ser las notas musicales.
¿Qué nos quiere decir Samuel Beckett con estas cadencias? Queda claro, por los resultados obtenidos, que una de dos, o usaba un mapa de caracteres diferente, o no tenía intención alguna de enviar un mensaje cifrado, pero al mismo tiempo queda claro también que existe una intención. (Morse tampoco es, como puede comprobar cualquiera que tenga un conocimiento elemental de ese código.)
Lo que quiere decirnos Beckett es que por más absurdo que pueda parecer un texto, como éste de las ranas, siempre habrá un lector imbécil dispuesto a invertir una hora de su vida en transcribirlo, analizarlo, comentarlo y, de paso, disfrutarlo.
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!
¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --
¡Cra!
¡Cre!
¡Cri!
Watt (Samuel Beckett)
------------------------
Yo, desde mi ignorancia batracia, me resisto a creer que esto sea una mera parida del autor, un exabrupto irracional y absurdo, sin pies ni cabeza. Eso es lo que parece a primera vista, y estoy seguro de que la mayoría de los lectores, a la vista de esta página y media repleta de cantos de rana, se limitará a pasar la vista por encima de las rayitas y los ruiditos y seguirá adelante para enterarse de lo que pasaba con la señora Gorman, la pescadera, que se sentaba en las rodillas de Watt los jueves por la tarde.
Así que insisto, echo una segunda mirada, detecto algunas tendencias repetitivas y entonces me pregunto si esto no será un mensaje oculto. Veo grupos de ocho elementos que pueden estar encendidos o apagados... ¿De qué me suena? ¡Anda, pero si son bytes! ¡Bytes preinformáticos, bytes anfibios de 1953 y publicados en París, con grave peligro de sucumbir en forma de platillo de ancas de rana!
Procedo a hacer una interpretación binaria, decimal, hexadecimal y en caracteres del croar de las ranas:
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F --
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F --
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
00100100 -- 36 -- 24 -- $
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
10010010 -- 146 -- 92 -- ’
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
01001001 -- 73 -- 49 -- I
10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F --
00100100 -- 36 -- 24 -- $
1
1
1
Pese a que la cosa de los caracteres y los valores decimales y hexadecimales resulta ser un estrepitoso fracaso, al copiar y estudiar cada una de las secuencias me doy cuenta de que aquí hay ritmo.
En otras palabras, y para entendernos, es obvio que en cada grupo hay un elemento constante (el ¡Cra! en la primera posición, inmutable), que es como el tono de fondo de la gaita irlandesa, y las otras dos ranas llevan una cadencia diferente cada una, diferente pero complementaria, como se puede observar con toda claridad a continuación (cre a la izquierda, cri a la derecha):
10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100
Por si alguien no lo ha pillado todavía, lo que hay que mirar son las escaleritas que van trazando los unos (1) en cada tabla. ¿Alguien ha hecho trenzas de ocho hilos alguna vez? Lo repito otra vez, con ayuda:
10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100
Espero que ahora queden bien claras las cadencias, la de ¡Cre! más acelerada y saltarina, la de ¡Cri! más abigarrada, pero más pausada y sistemática. Sin olvidar el bajo de ¡Cra!, constante, inmutable.
Me doy cuenta de que hago mal al insistir en usar símiles musicales porque es obvio que esto no se escribió para ser interpretado como música, puesto que usa una notación de ocho elementos (un byte, claro), y no de siete, que podrían ser las notas musicales.
¿Qué nos quiere decir Samuel Beckett con estas cadencias? Queda claro, por los resultados obtenidos, que una de dos, o usaba un mapa de caracteres diferente, o no tenía intención alguna de enviar un mensaje cifrado, pero al mismo tiempo queda claro también que existe una intención. (Morse tampoco es, como puede comprobar cualquiera que tenga un conocimiento elemental de ese código.)
Lo que quiere decirnos Beckett es que por más absurdo que pueda parecer un texto, como éste de las ranas, siempre habrá un lector imbécil dispuesto a invertir una hora de su vida en transcribirlo, analizarlo, comentarlo y, de paso, disfrutarlo.
lunes, 2 de noviembre de 2009
La vieja
La vieja le acaba de pedir algo al hombre que va unos veinte metros delante de mí. Lo ha increpado en voz alta, con descaro, poniéndose en su camino, pero él ha seguido caminando y apenas si se ha desviado unos centímetros, sin inmutarse. Ella ha soltado la presa con rapidez y se ha vuelto hacia mí. Ahora la tengo enfrente: si sigo andando, me chocaré con ella. Me empieza a hablar en la distancia, y aunque el ruido de la ciudad no me deja oír, entiendo que me pide algo para comer, dame algo, dame unos dólares, dice. Yo, como el otro hombre, sigo andando, pero sí me inmuto.
Tendrá setenta y muchos años. Está encorvada, sucia y enfadada. Mira a los ojos y habla a gritos. Me recuerda a mi abuela. Dame algo, dame diez dólares, dice, y a mí me da la risa. ¿Diez dólares? Me detengo y la miro de frente también. Ella, sin asomo de malicia, pero con cara de muy mala leche, me sostiene la mirada y asiente: sí, diez dólares, ¿no tienes diez dólares? Me pone una mano en el brazo izquierdo. Estoy a punto de decirle que no los tengo, pero me retracto y contesto que sí, que tengo diez dólares, pero que no son para ella. Entonces sube todavía más la voz y me pregunta por qué, por qué no le puedo dar diez dólares, y sigue lanzándome frases, diciendo dame diez dólares, algo tendré que comer, ¿no? Yo no salgo de mi asombro, pero de repente me doy cuenta de que me está sujetando el brazo con mucha fuerza. Me sobresalto, miro alrededor por si acaso tiene algún ayudante y no me he dado cuenta. No veo a nadie sospechoso. Ella me pregunta qué me pasa, es que ella me da asco o me da miedo o qué me pasa, por qué no le doy los diez dólares. Un poco aturdido ya por la insistencia (el portero del edificio de al lado nos está mirando), meto la mano al bolsillo. Ella se calla de inmediato mientras yo hablo por hablar, diciendo vamos a ver qué tenemos por aquí. Está claro que en la billetera hay más de diez dólares, pero no le voy a dar tanto, desde luego. Ella mira y dice sí tienes diez dólares, ¿ves?, dámelos. Yo la miro a los ojos y le repito que no le voy a dar diez dólares, a lo cual ella pone cara de genuina angustia y vuelve a preguntarme por qué no quiero darle diez dólares, qué va a hacer, qué va a comer si no se los doy. Saco dos billetes de a dólar y se los tiendo. Aquí hay dos dólares, ¿los quieres? Ella me suelta el brazo pero se queda inmóvil, con los ojos clavados en mi cara, como ponderando. No ha mirado los billetes.
Dame diez dólares, dice por última vez. Ahí van sus últimas tropas, avanzando en un campo de batalla que ya está decidido, abandonada ya toda esperanza de vencer si no es gracias a un milagro o a un error del enemigo. Yo reafirmo mis defensas, aguanto el envite y digo sencillamente que no. Entonces una mano muy lenta recoge los dos dólares mientras los ojos se quedan donde están. Los noto ahí, en plena cara, y los noto cuando me doy la vuelta y echo a andar calle abajo. Los noto cuando entro en el metro, ya muy lejos de ella. Los noto al llegar a casa. Los noto ahora, tres días después de no haberle dado lo que me pedía.
Tendrá setenta y muchos años. Está encorvada, sucia y enfadada. Mira a los ojos y habla a gritos. Me recuerda a mi abuela. Dame algo, dame diez dólares, dice, y a mí me da la risa. ¿Diez dólares? Me detengo y la miro de frente también. Ella, sin asomo de malicia, pero con cara de muy mala leche, me sostiene la mirada y asiente: sí, diez dólares, ¿no tienes diez dólares? Me pone una mano en el brazo izquierdo. Estoy a punto de decirle que no los tengo, pero me retracto y contesto que sí, que tengo diez dólares, pero que no son para ella. Entonces sube todavía más la voz y me pregunta por qué, por qué no le puedo dar diez dólares, y sigue lanzándome frases, diciendo dame diez dólares, algo tendré que comer, ¿no? Yo no salgo de mi asombro, pero de repente me doy cuenta de que me está sujetando el brazo con mucha fuerza. Me sobresalto, miro alrededor por si acaso tiene algún ayudante y no me he dado cuenta. No veo a nadie sospechoso. Ella me pregunta qué me pasa, es que ella me da asco o me da miedo o qué me pasa, por qué no le doy los diez dólares. Un poco aturdido ya por la insistencia (el portero del edificio de al lado nos está mirando), meto la mano al bolsillo. Ella se calla de inmediato mientras yo hablo por hablar, diciendo vamos a ver qué tenemos por aquí. Está claro que en la billetera hay más de diez dólares, pero no le voy a dar tanto, desde luego. Ella mira y dice sí tienes diez dólares, ¿ves?, dámelos. Yo la miro a los ojos y le repito que no le voy a dar diez dólares, a lo cual ella pone cara de genuina angustia y vuelve a preguntarme por qué no quiero darle diez dólares, qué va a hacer, qué va a comer si no se los doy. Saco dos billetes de a dólar y se los tiendo. Aquí hay dos dólares, ¿los quieres? Ella me suelta el brazo pero se queda inmóvil, con los ojos clavados en mi cara, como ponderando. No ha mirado los billetes.
Dame diez dólares, dice por última vez. Ahí van sus últimas tropas, avanzando en un campo de batalla que ya está decidido, abandonada ya toda esperanza de vencer si no es gracias a un milagro o a un error del enemigo. Yo reafirmo mis defensas, aguanto el envite y digo sencillamente que no. Entonces una mano muy lenta recoge los dos dólares mientras los ojos se quedan donde están. Los noto ahí, en plena cara, y los noto cuando me doy la vuelta y echo a andar calle abajo. Los noto cuando entro en el metro, ya muy lejos de ella. Los noto al llegar a casa. Los noto ahora, tres días después de no haberle dado lo que me pedía.
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