sábado, 2 de julio de 2011
A la primera
Me dicen que ya era muy famosa antes de que yo me enterase de su existencia. No me extraña, pero cuando uno no ve la tele ni oye la radio ni lee las noticias de los periódicos durante tanto tiempo como yo, el asunto de la fama pasa a ser muy secundario y el asunto de la calidad pasa al primer plano.
El caso es que una persona me llamó la atención sobre este vídeo. Cuando lo vi/oí pensé: la persona que compuso esta canción para esa mujer con esa hermosa voz medio rota debería recibir bastantes premios, y el artista que creó, diseñó y dirigió el vídeo tendría que estar en el candelero.
Pues bien, la compositora es la propia Adele, en colaboración con un compositor profesional llamado Paul Richard Epworth, al que se puede ver en esta foto con las manos en la masa (aún no habían compuesto la canción cuando se tomó la foto).
El director del vídeo se llama Sam Brown y, en efecto, está bastante en el candelero en el mundillo de los vídeos musicales. También dirigió otro que, en su día, me dejó bastante impactado y que he visto docenas de veces, The Pretender, de Foo Fighters.
Me quedaba un detalle del vídeo. La persona que baila con una vara o un bastón en una habitación llena de polvo blanco, mezclando pasos de ballet con otros propios de las artes marciales. Es Jennifer White (qué nombre tan apropiado para ese papel), bailarina inglesa con experiencia en capoeira, lo cual explica lo de las artes marciales.
En fin, encandilado, entontecido, embelesado, un poco obsesionado también. Qué maravilla.
miércoles, 25 de mayo de 2011
Alegorías para dos amigos
Aunque no queda claro desde el principio, el autor hace saber a sus lectores que este libro es, en efecto, una novela. Muy avanzada la narración, en la página 145 (de menos de doscientas), dice:
La idea del espejo [de Van Eyck y El matrimonio Arnolfini] inspiró años más tarde a Diego Velázquez en la ejecución de sus Meninas. En las Meninas aparece el propio Velázquez pintando un lienzo. La infanta y sus acompañantes están mirando la escena. Al igual que en el cuadro de Van Eyck, en el de Velázquez también aparece un espejo en el fondo del cuadro. En ese espejo está reflejada la escena que está pintando el pintor, es un retrato de los reyes.El planteamiento de Uribe es original y también atrevido. En efecto, si uno lee el libro de cabo a rabo no encuentra la novela por ninguna parte, y sí se aprecia el encomiable esfuerzo de investigación y documentación que queda reflejado en sus páginas. El autor trata de contestar a una pregunta, en apariencia sencilla: ¿por qué el barco de pesca de su abuelo se llamaba "Dos amigos"? ¿Tenía su abuelo un amigo y compañero de pesca del que la familia nunca supo nada? Investigando, Uribe transita por la historia de Ondarroa, su pueblo, y las zonas aledañas en busca de pistas. Colecciona historias. Descubre personajes. Todo real. Nada de ficción. Muy interesante.
Velázquez pinta así lo que hay detrás de un cuadro, nos muestra cómo se pintaba un lienzo en su época, nos revela el artefacto. Pues bien, pensé que yo debía mostrar lo que hay detrás de una novela, enseñar todos los pasos que se dan a la hora de escribirla. Las dudas, las incertidumbres. Pero la propia novela no aparecería en la novela. Tan solo el lector podría intuirla, como intuye el espectador el retrato de los reyes que pinta Velázquez en las Meninas.
No quería construir personajes de ficción. Quería hablar de gente real.
El único problema, entonces, es llamar novela a lo que no lo es.
Pese a esta aparente decepción, uno no se aburre de leer Bilbao-Nueva York-Bilbao, sobre todo porque Uribe escribe muy bien: es un excelente narrador que no pone una palabra de más o de menos en sus párrafos. Ahí se ve que tiene oficio de poeta (he leído que es más conocido por su poesía que por su narrativa, pero no sé si es cierto). Las historias breves que nos comunica son nucleares, es decir, uno podría abrir el libro casi por cualquier parte, empezar a leer al inicio de la primera sección visible y disfrutar sin problemas del cuento o la anécdota que le haya tocado en suerte.
El conjunto de las historias compone un retrato fragmentario de la sociedad de los pueblos vascos de la costa, con un fuerte énfasis en la pesca y en el relevo generacional: vemos abuelos, padres e hijos, e incluso alcanzamos a atisbar una generación externa, la de los inmigrantes, que están ya presentes e instalados en los pueblos pesqueros del litoral vasco. También hay algunas que describen los viajes del propio Uribe, pero incluso estas guardan siempre una relación estrecha e intensa con su pueblo, su familia y su cultura, que acaban por ser los únicos referentes.
Uribe usa con frecuencia en este libro un método narrativo que a mí me resulta muy religioso: la alegoría. Nada más empezar afirma que los árboles y los peces se parecen; luego explica por qué: los anillos concéntricos de la carne de los peces marcan los años de crecimiento, igual que los anillos de los troncos de los árboles. Tanto en unos como en otros, cada anillo marca un invierno, una época de carestía o de frío. Termina estableciendo una analogía con las personas:
Lo que para los peces es el invierno, para las personas es la pérdida. Las pérdidas delimitan nuestro tiempo; el final de una relación, la muerte de un ser querido.Este estilo alegórico y metafórico de corte religioso-trascendente está presente en mayor o menor medida en toda la novela, ya sea mediante estas parábolas, ya en frases o actitudes memorables de personas destacables en la vida de Uribe. Es un recurso narrativo que le va muy bien al tipo de historias que quiere contar. La alegoría de los peces y los anillos, por cierto, es también la que cierra el libro.
Cada pérdida es un anillo oscuro en nuestro interior.
En contraste, la historia que Uribe decide usar para hilar toda su investigación y para titular su libro, a saber, un viaje de Bilbao a Nueva York con escala en Frankfurt, es la más floja de todas. En comparación con la contundencia y la citada "nuclearidad" de las que sí le tocan de cerca, resulta fría, poco convincente y, sobre todo, irrelevante. De hecho, en el mismo libro hay otra historia vehicular o transversal, que es la relación de amistad del pintor Aurelio Arteta y el arquitecto Ricardo Bastida (dos amigos), ambos vinculados indirectamente a la historia de la familia de Uribe, que sí suscita un interés inmediato e intenso. Sin embargo, diríase que queda en segundo plano.
Paradójicamente, la falta de fuerza del hilo conductor no va en detrimento del libro, sino que corrobora el cumplimiento del objetivo que el autor se había propuesto. Al terminar de leerlo me quedé con una sensación de cosa inacabada, de que aquello no podía dejarse así. Entonces pensé que era probable que los contemporáneos de Velázquez hubieran tenido la misma sensación al ver Las Meninas por primera vez. Como no hay novela, al llegar al final uno no tiene la sensación de haber llegado a ninguna parte o de haber cerrado ningún círculo. La reacción natural es volver a abrir el libro, quizá no por el principio, sino por el medio, y recorrerlo en diagonal en busca de las historias más interesantes, marcarlas y contárselas a los amigos. Eso es lo que estoy haciendo ahora mismo y eso es, creo, lo que pretendía Uribe.
En ese sentido, Bilbao-New York-Bilbao es un libro eminentemente citable. Es mucho más un poemario que una novela. Es una colección de postales en movimiento, algunas muy antiguas, otras muy modernas, algunas alegres y otras muy tristes. Es un agradable ejercicio de introspección, reflexión y memoria con una bella ejecución.
lunes, 2 de mayo de 2011
La soledad de la creatividad
Vamos contra el curso del tiempo.
Y aun así, lucho,
aun así, lucho
en esta batalla, en soledad.
Sin nadie a quien llorar,
sin un hogar al que volver.
Mi don de ser, violado.
Mi intimidad, saqueada.
Y aun así, pienso,
aun así pienso,
y me repito una y otra vez,
que si no puedo ser como soy,
prefiero estar muerto.
Traducción libre de Nutshell (Alice in Chains)
sábado, 30 de abril de 2011
La nota del suicida
Lu es una de las veinte personas de esa empresa (aproximadamente, las cifras no están claras) que se han suicidado en los últimos tres años en una de las factorías similares a la "iPod City" que ya en 2006 hizo famosa el Daily Mirror británico. Hay quien establece una cronología particularmente tétrica que hace coincidir los suicidios con los lanzamientos de ciertos modelos y productos nuevos. El portavoz de la empresa explica que se han instalado rejas en todas las ventanas de los dormitorios de la ciudad industrial para evitar que la gente siga saltando. En serio. Dice que los suicidios no tienen nada que ver con las condiciones del trabajo: hubo un suicida en el 2007 y los demás decidieron imitarlo, es un efecto de contagio. Pero el periódico inglés The Guardian ha podido ver registros de empleados con hasta 98 horas extra al mes (más de cuatro al día). Ha encontrado registros de 13 días trabajados (incluidas horas extra) con un solo día de descanso. Ha descubierto que, en los dormitorios, los empleados son objeto de escarnio público por motivos tan baladíes como haberse secado el pelo con un secador que no era suyo. Ha sabido que a partir de 2011 los nuevos trabajadores tienen la obligación de firmar, en su contrato con Foxconn, una cláusula en la que se comprometen a no suicidarse (!). Se sabe que uno de los suicidas fue castigado físicamente ante sus compañeros por dejar caer un prototipo de iPad al suelo.
Una vez más, el supervisor dice que todas las horas extra son voluntarias y que los trabajadores deciden si quieren hacer turnos o no. Los obreros, por su parte, alegan que si se niegan a trabajar los turnos extra que les proponen, se arriesgan a que solo les paguen el salario base, a saber, 1.350 yuanes (140 euros) al mes.
El caso es que los países desarrollados siguen pidiendo iPads (y otras cosas) a go-go, y que todos esos productos tienen que salir de las factorías de Foxconn donde trabajaban Lu y todos los demás suicidas sin nota (que se sepa) que han decidido saltar por las ventanas de sus dormitorios.
Mientras en China pasa todo esto, los foros de usuarios de los países desarrollados están llenos de gente indignada por los retrasos en la entrega de los equipos y de críticas a Apple y a las empresas distribuidoras como TNT, FedEx y demás por su falta de seriedad. Los consumidores presionan y presionan para que sus aparatos lleguen lo antes posible. Por supuesto, estas empresas bajan la cabeza y piden disculpas, para después dar media vuelta y presionar a su vez a sus proveedores, entre los cuales destaca Foxconn. Esa empresa, ¿a quién presiona? Es evidente: a sus empleados. El portavoz no tiene empacho en reconocer que a veces incumple la legislación laboral china, que es de lo más benevolente con los empresarios porque total, lo que importa es que los ciudadanos trabajen como chinos, pero alega (no sin razón, pero con una razón cargada de cruel hipocresía) que si quiebran los reglamentos es para calmar la sed de consumo de occidente. Así, la presión no cesa y algunos deciden saltar.
Dice Foxconn que tiene medio millón de personas trabajando en esa factoría. En ese caso, los suicidas serían "pocos" en proporción. Además, los que deciden acabar con todo son tan discretos que no dejan ni una nota (quizá la dejan, pero nunca trasciende) para sus amigos, para su familia, para sus jefes, ni tampoco para el consumismo occidental. Sencillamente se van, se quitan de enmedio, sin dramas y sin explicaciones. ¿O no? No podemos saberlo.
Otra cosa que no puedo hacer es entrar en la mente de los empresarios chinos. Reconozco que esa realidad se me escapa por completo. Ahora bien, si puedo analizar, desde dentro, el consumismo de quienes tenemos dinero suficiente para comprar productos de esos. Nuestro consumismo, tan denostado como poco mitigado (en eso me recuerda a la televisión), es mucho más ciego de lo que parece a primera vista. Tan ciego que es muy difícil exagerar cuando uno trata de explicar hasta qué punto nos tiene agarrados por ahí mismo y hasta qué punto es capaz de anular nuestra capacidad de ponderar con objetividad lo que hacemos día tras día. Por suerte, hay instituciones como Sacom y periódicos como The Guardian que todavía consideran que este tipo de monstruosidades es noticia y que hay que denunciarlas.
Al abordar este asunto me asaltan dos tentaciones un poco arriesgadas. En vista de la generosidad demostrada durante largos años por mis bienamados lectores, creo que merece la pena caer en ambas.
La primera puede parecer banal, pero creo que puede dar mucho juego: consiste en comparar esta situación con la de un niño caprichoso con mucho dinero y un tutor que, en beneficio propio, malcría al niño accediendo a todas sus peticiones y satisfaciendo todos sus caprichos. Es fácil caer en la trampa de identificar al niño caprichoso con "occidente", o con "el mundo desarrollado", y al tutor con China. No va por ahí mi analogía, ni mucho menos. El niño caprichoso es el consumidor con dinero, sea del país que sea. Considero que a ese consumidor con dinero (a mí) lo están tutelando, en efecto, pero quien ejerce la tutela no es China. «Y hasta ahí puedo leer», como decían en el Un, Dos, Tres, porque si entro a analizar a ese tutor se puede abrir la caja de Pandora. Si hay lectores interesados, los animo a que anoten sus propuestas.
La segunda tentación es comparar esta situación con la revolución industrial del siglo XIX. Esa revolución industrial fue un hito en la historia del ser humano: modificó los hábitos cotidianos y los métodos que se utilizaban para extraer y distribuir los recursos del mundo. Muchos años después, todos sabemos que ese fenómeno favoreció, en aquel tiempo, a una ínfima parte de la población mundial e hizo sufrir lo indecible a la inmensa mayoría, sobre todo a los millones de trabajadores semiesclavizados, incluidos los niños, que la impulsaron con su esfuerzo. Sabemos, por ejemplo, con qué frialdad se calculaba la "vida útil" de un niño en un telar de algodón o de un minero en una explotación de carbón. Sabemos que a principios del siglo XX existía un modelo primitivo de globalización y que un ciudadano (rico) del Imperio Británico podía dar la vuelta al mundo no ya en 80 días, sino en poco más de 48 horas, o tener en su mesa productos frescos del otro extremo del mundo.
En mi opinión, la revolución digital va por un camino muy similar. Cambia los hábitos y modifica los métodos que utilizamos para extraer y distribuir el bien más preciado de esta época, a saber, la información. Todos los que nos beneficiamos de ella, que en proporción con la población del mundo somos muy pocos, sabemos (aquí y ahora) que este fenómeno esta medio podrido por dentro, por muchos motivos y en muchas de sus dimensiones, pero ay, esos teléfonos, esas tabletas, esos portátiles tan monos... ¿Cuánto cuesta este, por favor?
Ya, ya me callo. Bueno, casi. Aunque parezca blandengue, melodramático o lo que sea, cuando he visto las edades de esas personas que han saltado por la ventana, he decidido que después de semejante mierda de vida merecían este ínfimo homenaje. Por lo menos esto. Por lo menos algo. Ojalá hubieran dejado al menos una nota.
Caídos en "acto de servicio al consumo", es decir, ensamblando iPads, portátiles y smartphones hasta la muerte, descansen en paz:
Sra. Hou (19 años)
Sr. Liu Bing (21 años)
Sr. Li (28 años)
Sr. Sun Dan-Yong (25 años)
Sr. Ma Xiang-qian (19 años)
Sr. Li (20 años)
Sr. de nombre desconocido (23 años)
Sra. Rao Shu-qin (19 años)
Sra. Ling (18 años)
Sr. Lu Xin (24 años)
Sr. Zhu Chen-ming (24 años)
Sr. Liang Chao (21 años)
Sr. Nan Gan (21 años)
Sr. Li Hai (19 años)
Sr. He (23 años)
Sr. Liu (18 años)
Sr. de nombre desconocido (30 años)
(Recordatorio: varios millones de personas siguen ensamblando aparatos electrónicos en unas condiciones laborales que ningún usuario de esos aparatos consideraría mínimamente aceptables. La inmensa mayoría de los ordenadores personales fabricados hace diez años puede funcionar bien con las tecnologías de hoy en día. La basura electrónica que producimos genera otros círculos viciosos. En muchos lugares. Y no solo la electrónica.)
miércoles, 6 de abril de 2011
Celebrando el fin de una época
Tenía que celebrarlo. Un cambio tan radical, tan fundamental en mi vida merecía una fiesta. Y sin embargo, el viernes por la tarde llegué a casa y me tumbé en el sofá, como de costumbre, sin ganas de hacer mucho excepto comer patatas fritas y beber líquidos con un contenido alcohólico sustancial. Ni siquiera puse la tele. (Algún avispado lector se apresurará a pensar: “claro, porque no tiene”, y en efecto, esa fue la razón principal, pero no la única.) Me embargaba un sentimiento feo, apagado: estás solo, me decía la conciencia. Estás más solo que la una y tus decisiones no valen nada porque no puedes compartirlas, no sabes, no quieres. Estás solo, aislado y cabreado como un mono.
Me acerqué a la computadora y, vaso en mano, busqué y escuché repetidas veces esa canción de los Chieftains que me pone tan melancólico sin motivo aparente. Claro que en este caso había motivo: la celebración en solitario y sin ganas estaba tomando un cariz muy lamentable. Consideré la posibilidad de acercarme al Angry Wade’s para ver si estaba la mafia del billar, con la que a veces lo paso bien, pero la conciencia estaba demasiado negativa y las piernas se negaban a andar sin una razón suficiente.
A la cuarta vuelta de la canción fui a la cocina para rellenar el vaso y me di cuenta de que la cantidad de líquido con contenido alcohólico sustancial era insuficiente para cometer el acto indecente que ya estaba dispuesto a cometer, es decir, emborracharme y llorar o rabiar hasta quedarme dormido en el sofá. Eché mano al bolsillo y vi que tenía un par de billetes gordos. Vino o cerveza, pensé. En la tienducha de la esquina puedo comprar seis cervezas en menos de dos minutos. Miré el reloj. La vinatería todavía está abierta, y ahí puedo comprar algo más digno para la celebración. De acuerdo, dijeron la conciencia y la voluntad: un día es un día.
Pasé por la cocina a recoger la bolsa resistente que suelo llevar a la vinatería. Hice una visita al baño para comprobar que tenía un aspecto suficientemente digno. No era el caso: me lavé la cara, me peiné, me cepillé los dientes y me enjuagué la boca. Un toque de agua de colonia en el cuello. Nunca se sabe.
Me miré en el espejo: iluso, me dijo el reflejo, lárgate ya y vuelve con buen género.
En la vinatería me conocen por el nombre: hola, Camilo. Saben también que me gusta llegar un poco antes de la hora del cierre, como hoy. Matt, el dueño, me saluda y a la vez mira el reloj que tiene colgado en la pared. Quince minutos. Más que suficiente. Lo que no sabe Matt, porque no puede saberlo, es cuál es mi debilidad. No soy de esos clientes que compran “lo de siempre”. Me gusta probar cosas distintas. Por eso vengo a la tienda de Matt: porque tiene buena variedad. Y también por la selección musical que sale de unos barriles falsos colgados del techo. A veces nos ha dado tema de conversación. Compartimos los Malbec de Mendoza y los Dire Straits, por ejemplo.
Según iba paseando por los pasillos me dieron ganas de hacerme unas tostaditas con las sardinas ahumadas marroquíes que encontré el lunes en un supermercado inesperado del MetroTech. Con sardinas, lo suyo es un buen vino. Fui al fondo de la tienda y, de rodillas frente al estante de los caldos franceses, comprobé una vez más que entre todos habíamos acabado con las existencias de Burdeos del 2005. Una auténtica tragedia, porque era un vino celestial, divino, sagrado, con un precio más que asequible. Qué añada, mon dieu, qué añada. Veo que todavía quedan Medoc de ese año, también excelentes, pero ahí ya estamos hablando de 15 a 30 dólares: demasiado.
Al incorporarme, una voz me preguntó si me gustaba el Burdeos. Me volví y vi a una chica muy linda que me ofrecía un poco de vino tinto en un vasito de plástico. Me gusta, me gusta, dije yo mientras repasaba visualmente la etiqueta de la botella, la mano que la sujetaba y la persona que iba adjunta a la mano. Claro que me gusta. Pues este es excelente, añadió ella con una amplia sonrisa, y me acercó el vaso. Al recogerlo yo, empezaron los primeros compases de Viva la vida de Coldplay, y eso (creo yo que fue eso), fue lo que me arrancó una sonrisa a mí también. Coldplay, dije haciendo un gesto significativo con las cejas. Ella sonreía nomás, haciendo su trabajo. Probé el vino. Es bueno, sí, ciertamente bueno, le dije. Añadí que se parecía bastante al Burdeos del 2005 que estaba buscando y me quejé de que ya no quedara más. Ella explicó muy seria que este era del 2009, que era otro año excepcional, y ahí mismo, en el “excepcional”, el acento la delató. Tú eres de allí, ¿verdad?, pregunté. Quiero decir, eres francesa, ¿no? Y la sonrisa volvió en todo su esplendor, quizá con más fuerza que antes, aunque era difícil de determinar. Sí, sí, soy de Burdeos, contestó.
Nos dimos cuenta a la vez de que estábamos de pie en medio de la tienda, yo con el vasito vacío y ella con la botella. Nos reímos. Nos acercamos al barril que le servía de mesa para promocionar el vino y ahí dejamos el vasito y la botella. ¿Quieres más? No, gracias. Yo soy un poco tu vecino, le dije. ¿Cómo dices?, se extrañó. Es que soy medio uruguayo, medio español, expliqué.
En ese momento se acabó Coldplay y empezó otra cosa, quién sabe qué, pero yo ya no ponía atención porque la chica se había lanzado a hablar un español que, pese al fuerte acento francés, era bastante bueno. Había vivido unos cuantos años en Barcelona y en Valladolid. Ah, contesté, Ribera del Duero, Rueda, Penedés. ¿Trabajabas allí? Pues sí, pues sí, y la conversación fluía, fluía como el vino en una fiesta, sin obstáculos, más bien todo lo contrario.
Momentos después apareció Matt, el propietario, que no habla español, y nos dijo que lamentaba interrumpir pero que era hora de cerrar. La chica dijo vale, gracias y empezó a recoger su material. Yo tomé una botella de su vino y lo subrayé con un gesto, para hacer ver que sí, que por supuesto lo compraba, y ella responde con otro gesto que, en principio, no supe muy bien cómo interpretar. ¿Que una botella no era suficiente, quizá? ¿Que debería haber comprado más? ¿O no era la botella a lo que se refería? Y así, en una décima de segundo, me aterrizó en la voluntad una certeza tan inesperada como absoluta. Tenemos que terminar esta conversación tan interesante, le dije en español. ¿No te parece? Ella asintió con la cabeza y dijo ajá. ¿Tienes tiempo hoy, esta noche, o tienes planes?, pregunté. Puedo hoy, contestó ella, probablemente demasiado rápido. Podemos ir al Char No. 4, ¿lo conoces? Sí, sí, dijo ella, y en su sonrisa se dibujaba ahora un leve trazo de ansiedad. Voy a guardar esto, me señaló las botellas, y me esperas fuera, ¿sí? Yo asentí y fui a pagar.
En el mostrador, Matt no podía resistirse. La sonrisa se le escapaba sin querer, como se escapa la arena de un puño cerrado. Yo no decía nada. Le alargué la tarjeta para pagar, él me pasó el teclado para que escribiera el número secreto y luego el recibo. Pero yo no me fui enseguida, me quedé un momento, y entonces sí, previa miradita al fondo de la tienda para comprobar que ella no escuchaba, se acodó en el mostrador para acercarse mucho y me dijo: ustedes los europeos son gente distinta. Se comportan de una manera muy rara. Hizo una pausa, volvió a mirar al fondo y añadió: ¿has leído Seize the day, de Saul Bellow? Yo asentí. Pues así, así de tristes, de dramáticos somos nosotros, los neoyorquinos. Hazme un favor, no seas nunca como Tommy Wilhelm. Ni como yo. No te conviertas en uno de nosotros, ¿de acuerdo? Yo lo escuche en silencio y, cuando terminó, le tendí la mano y él me la estrechó. Empezaba a sonar Black Swan, de Thom Yorke. Buenas noches, dijo. Buenas noches, contesté. Al salir, me estiré, miré al cielo y respiré. La luna era una sonrisa brillante, finísima, colgada apenas en el vértice del campanario de la iglesia. Intuí la posición de las estrellas, ausentes como siempre en el cielo sucio de la ciudad.
Me llamo Nadine, dijo una voz a mis espaldas. ¿Y tú?
Camilo. Encantado de conocerte, Nadine.
miércoles, 30 de marzo de 2011
¿El fin de una época?
No son las revoluciones de los países árabes ni la nueva intervención militroncha de las potencias impenitentes.
No es la fundición del reactor 2 de Fukushima ni el plutonio al aire libre.
No es la rampante crisis alimentaria que (solo) padece la parte pobre del mundo.
Es mucho peor.
Es tan grave que ni en mis más peregrinas ficciones subterráneas, esas que voy pariendo con dolor en el metro mientras disimulo poniendo cara de oficinista cansado, aburrido o disperso; ni siquiera en esas ficciones, digo, se me había ocurrido la posibilidad de que esto pudiera ocurrir.
Ocurrió el lunes pasado. Tenía que ser un lunes. Eso es lo que habría dicho Igor si hubiera estado presente. Igor es un supersticioso de marca mayor. Para muestra, un botón: siempre se tocaba los calcetines por detrás antes de salir a la calle. Decía que gracias a eso no se tropezaba nunca.
Me llamó Brian, como tantos otros días, para ir al piojoso restaurante chino de la esquina, el de las sopas memorables. Fuimos. Nos dieron asiento de ventana, todo un lujo. Había poca gente. Pedí sopa de col agria con cerdo deshebrado. Brian pidió tallarines en salsa pekinesa. Salsa picante, por favor. Gracias. Alguien pidió dumplings fritos y tuvimos que bucear en humo durante unos minutos. Tosí. Brian se rió. Le dije a Brian, no es la salsa, es el humo. Ya, ya, dijo Brian. Miramos a la chica rubia que cruzaba la calle. Nos reímos del camionero que se atascó al doblar y del policía que le gritaba para que se moviera. Tomamos la tacita de té. Nos dieron la cuenta sin pedirla, como siempre, con dos galletitas de la suerte. Aparté las galletas. Puse un billete de veinte dólares en la bandejita. Se llevaron los cuencos. Se llevaron el billete. Empujé una galletita hacia el lado de Brian y me metí la mía en el bolsillo del abrigo, que estaba colgado en el respaldo de la silla.
Horas después, camino del metro, abrí la galletita de la suerte, como es mi costumbre. Prefiero no comer nada dulce después de la sopa. Por eso la abro cuando me voy para casa. Como de merienda. Le quito el envoltorio en la segunda avenida. Rompo un trozo minúsculo y me lo como muy despacio, sin sacar el papelito. Al llegar a la tercera avenida, tiro el plástico a la papelera y me como otro trozo. Entonces queda la mitad de la galleta con el papelito asomando. Ahí es donde lo saco para leerlo. Y ahí fue, el lunes pasado, cuando sucedió lo que tenía que suceder.
Llegando a Lexington saqué el papelito y leí:
A man cannot be comfortable without his own approval.
Me quedé clavado en el sitio. Supe de inmediato que ese mensaje ya lo he leído antes. No solo eso: ese mensaje lo había guardado, lo tenía encima de la mesa de la oficina. La certeza era absoluta.
Y al mismo tiempo, era absolutamente imposible. En cinco años no había visto dos veces el mismo mensaje. Jamás. Y los chinos del restaurante me conocen por el nombre. Y me preguntan dónde he estado cuando pasan más de tres o cuatro días sin que yo aparezca por allí. Son muchas galletitas, muchísimas, pero nunca, jamás, había visto un duplicado. Hasta hoy. Y precisamente esta. La que estaba encima de la mesa. ¿O no estaba? ¿O no decía exactamente lo mismo?
Di media vuelta y regresé a la oficina. Tercera avenida, segunda avenida, cruzar, girar, entrar, saludar al poli, qué se te ha olvidado, bah, cosas, ya sabes, ay qué cabeza, pues sí, piso diecisiete, tin tan, oficina veintitrés, y ahí está, metida debajo de los cables del monitor. La saco, le quito el polvo, la leo: "A man cannot be comfortable without his own approval".
La madre que me parió, pienso, con un papelito en cada mano, mirando a uno y a otro sin acabar de creérmelo: hay dos. ¡Hay dos! ¡Y encima de éstas! La madre que me parió.
Intento recordar por qué guardé esa galletita, precisamente esa. Y de repente lo recuerdo. No voy a molestar a mis miríadas de fans y seguidores con los pormenores de mi productividad laboral, pero el caso es que tenía que ver con el trabajo, con el hecho de haber pasado los últimos años metido en una oficina, de haber abandonado la labor creativa, de haberme encerrado en mí mismo y en mis manías, etc.
Patrañas.
Me miento a mí mismo.
Tiene que ver con que no estoy cómodo sin mi propia aprobación.
Calculo, pues, que esto marca el fin de una época. No es que ahora vaya a emprender la clásica cruzada consumista en busca de mi propia aprobación, no. Todo lo contrario: me voy a dar el aprobado ipso facto para estar más cómodo.
Se lo dije a Brian el martes por la mañana y me dijo que eran imaginaciones mías, que las galletitas de la suerte nunca se repiten. Lo invité a subir a mi oficina para ver los dos papelitos, pero dijo que estaba muy ocupado (adicto a las redes sociales, quiere que nos comuniquemos por no sé qué sistema de microblogging open source).
Se lo expliqué ayer a Igor en un mensaje larguísimo al que contestó, muy dentro de su estilo: "Te pasa por no ver la tele. Que te zurzan, rilao".
Qué se puede añadir a esas dos frases tan cargadas de sabiduría. Sí, soy un "rilao" exótico y estoy cómodo. Por voluntad propia. La lucha ha terminado. Que le den a todo.
(Ya he presentado mi renuncia en el trabajo. El jefe, encantado.)
lunes, 21 de marzo de 2011
METAR y redemption
"METAR" es un informe meteorológico rutinario. Si tienes un avión, no salgas sin haberlo escuchado. Los METAR vienen codificados y tienen una pinta horrible. El que hay ahí arriba es el del aeropuerto Kennedy de Nueva York, esta misma mañana.
Esta mañana, el METAR no era el único que tenía una pinta horrible. Para quienes no saben leer esos informes, lo descodifico:
- KJFK es el nombre del aeropuerto, según la codificación de la Organización de Aviación Civil Internacional.
- 211251Z significa que este informe es del día 21 y que la observación se hizo a las 12.51 horas del tiempo universal coordinado (también llamado Zulu), o sea, a las 7.51 am de Nueva York o a la 1.51 pm de Madrid.
- 17016G27KT quiere decir que hay viento del sur (rumbo 170) a 16 nudos (30 km/h) con rachas de hasta 27 nudos (50 km/h).
- 3SM son 3 millas (5 km) de visibilidad máxima.
- RA es lluvia, lluvia, lluvia (rain).
- BKN012 significa que hay una capa de nubes con algunos claros (BKN, broken clouds) a 1.200 pies de altitud.
- OVC019 es otra capa de nubes a 1.900 pies de altitud, pero ahí ya no hay claros (OVC, overcast, cubierto).
- 03/00 significa que la temperatura es de 3 grados centígrados y que el punto de rocío es cero. En otras palabras, uno puede afirmar que hay una humedad del carajo.
- A3026 es la presión, normal tirando a un pelín alta, lo cual significa que la lluvia no puede durar mucho.
Esta lluvia marítima con viento de hasta 50 km/h me recuerda siempre a Fernando Pessoa y su poema Chuva Oblícua, epítome de la saudade portuguesa. Me gusta, como a él, mirar los techos negros de los "brownstones" de mi barrio para ver esas flechas, esas agujas diagonales que forman una especie de visillo o velo de novia y dejar que la imaginación navegue al compás. Parece que apenas llueve, pero de los codos de los árboles chorrea abundante una savia transparente que corre luego, aceitosa, hacia las bocas rayadas de las alcantarillas.
Superada la dimensión poética de esta lluvia oblícua tan atlántica, que me fascina y me trae memorias del otro lado, el METAR de esta mañana significaba que me iba a mojar, y mucho. Hace ya casi seis años que no tengo coche. Eso curte mucho ante los elementos, aunque no lo parezca. Uno se toma la mojadura con más filosofía, la acepta como parte del afán cotidiano. Y así salí, paraguas en ristre, sin saber si el viento me dejaría mantenerlo abierto y en alto, o si lo haría pedazos en la primera esquina, como ocurre con tanta frecuencia en esta ciudad.
Me respetó el viento, pero no la lluvia. En la recta final de mis quince minutos de trayecto a pie hacia el metro, la parte baja de los pantalones y la manga izquierda del abrigo se habían empapado por completo. Entonces, al girar una esquina, apareció ella.
Ella. Ni más, ni menos. Nacida en el sur de China, emigrada muy joven y llegada al Chinatown neoyorquino en los peores años de la recesión, probablemente en 1969. Nueva York era un infierno de violencia, droga y mafia. Aquella joven hizo lo que le dijeron para sobrevivir en aquel laberinto vaporoso de calles, túneles, cocinas y factorías clandestinas. Cocinó, sirvió, limpió, cosió, vendió falsificaciones, se acostó, se levantó, aprendió inglés, condujo camionetas, compró y vendió los artículos más peregrinos que las imaginativas mentes comerciales pudieran concebir. Trabajando, y nada más que trabajando, un día de repente se vio vieja. Y los demás también la vieron vieja, e inútil. Quizá también enferma. Así que el año pasado le dieron un carrito de la compra y la mandaron por las calles a buscar latas de aluminio, botellas de plástico y cartones de bric.
¿Botellas de plástico? ¿Latas de aluminio? Sí. En el estado de Nueva York, y en otros muchos, se aprobó hace tiempo la denominada "bottle bill", una ley por la que determinados establecimientos reembolsan a los consumidores cinco céntimos por cada contenedor de ese tipo que devuelvan para reciclar. Desde entonces, y gracias a ese incentivo, se han reciclado muchísimos más envases que antes.
Y así, después de este largo viaje de sesenta años y dos continentes, ella está aquí, justo delante de mí. La lluvia oblícua cae con fuerza sobre su impermeable amarillo. Esta mujer camina con parsimonia, quizá con resignación, quizá agotada, empujando un carrito lleno hasta los topes de botellas vacías, de cuyos costados cuelgan bolsas transparentes inmensas como enormes y horrorosos quistes multicolor. Va por la calzada, junto a los coches, metiéndose por los charcos con la mirada fija en el horizonte, en apariencia impasible. Con seguridad, el METAR de hoy le trae al pairo. Lo que le importa es esta lluvia oblícua que le golpetea la espalda y le enfría las canillas y las manos. Lo que le importa es llegar, a este paso quizá dentro de una hora, al "redemption center" de Atlantic Avenue, rimbombante nombre para estas dos tristes máquinas azules donde irá metiendo una por una todas las botellas y latas para recibir a cambio cinco céntimos por cada una. Puede ser que el carrito lleno, la labor de un día, le reporte $25 o $30. Suficiente para comer, sin duda. Estirando un poco, también para comprarse ropa a fin de mes.
Parado en el semáforo, la veo alejarse hacia el sur y me da por pensar en los vagabundos de Orwell (Sin blanca en París y Londres), esos que habían tomado la decisión consciente de no trabajar, de no ser productivos. Pero este no es el caso. Este caso es peor, porque es un trabajo, y muy duro, pero es indigno y reporta un ingreso insuficiente. Me pregunto si quienes escribieron la "bottle bill" evaluaron todas las consecuencias posibles de ese incentivo, más allá de la vertiente ecológica. Quizá sí pensaron en los efectos sociales e incluso consideraron que serían buenos porque mucha gente pobre tendría la oportunidad de obtener un ingreso extra sin necesidad de rebuscar en los vertederos (solo tienen que rebuscar en las bolsas y los contenedores de basura domésticos de toda la ciudad, lo cual, quieras que no, es una mejora). Quizá no lo pensaron en nada de esto. No hay forma de saberlo. Pero si no hubiera "bottle bill", esta increíble mujer del impermeable amarillo sobreviviría haciendo cualquier otro trabajo impensable para mí y para muchos como yo.
Esta vez no tengo moraleja. Pese a la mojadura, cada vez más persistente, me olvidé de la lluvia, de Pessoa y del METAR y me hundí, como una gota más, en el charco gordo que tengo enfrente.