jueves, 23 de diciembre de 2010

Regalo prenavideño



Oh, los charcos vuelven a ser líquidos después de dos semanas. Qué detalle.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Permítame que lo prevenga, joven

Ayer iba por la calle pensando en una idea estupenda para un post. Recuerdo nítidamente el entusiasmo que sentía, pero no soy capaz de reconstruir la idea estupenda. Ahora abro el blog, me dispongo a crear mi post y me encuentro con las neuronas vacías.

Puedo interpretar este acontecimiento de muchas maneras.

Pero no tengo ganas.

Mientras tanto, aprovecho para anotar aquí que en el prólogo de Vicente Blasco Ibánez a Los cuatro jinetes del apocalipsis, novela que no había leído hasta ahora y sobre la que se está pergeñando un post de padre y muy señor mío, el autor explica cómo los alemanes de la época ya manejaban con soltura el concepto de guerra preventiva, popularizado casi cien años después por el clan Bush-Blair-Bigotes. La diferencia, para mi gusto, es que en la primera guerra mundial había un entusiasmo por la conquista, la muerte y la destrucción que no están presentes en nuestros días. Todas las guerras son una basura, todas sin excepción, pero las de hoy, que no se declaran (porque conlleva obligaciones jurídicas) y que no empiezan ni acaban jamás (porque la declaración de victoria o derrota implica también mucho trabajo), tienen rasgos aún más sórdidos, oscuros y maléficos, si cabe, que las de antaño.

Le señalé el pasaje en el que Blasco Ibáñez habla de la guerra preventiva a un amigo. Como no conocía el libro, le expliqué que su autor lo había escrito en 1916 entre Argentina, España y Francia y se refería a las doctrinas de Alemania ante la primera guerra mundial. Este amigo, sefardí nacido en Grecia y criado en varios países del mediterráneo oriental antes de aterrizar en los Estados Unidos, torció el gesto inmediatamente. Le amargué el día. Me dijo que el concepto de guerra preventiva es tan antiguo como el ser humano, que se ha usado en todas las épocas y que por supuesto se seguirá usando (dispara primero y pregunta después, por si acaso). Tiene razón. Como miembro de una minoría olvidada, él ha padecido los efectos de varias guerras preventivas. Lo que pasa es que la historia se repite. Quienes no la conocemos, o quienes tenemos una cultura lacustre, como dijo cierto personaje de ficción, compramos conceptos añejos como si fueran nuevos. Un día alguien nos explica el engaño, o nos topamos con la explicación en un libro, pero ya es demasiado tarde.

Al hilo de esto último, uno ve la relevancia de explicar las cosas, de dejar por escrito una cantidad suficiente de testimonios para que a las generaciones futuras no les coloquen artículos anticuados con envoltorios de modernidad. Sobre todo cuando se trate de agresiones y vejaciones contra otros seres humanos.

Sigo leyendo a Blasco Ibáñez desde una trinchera que, por fortuna, queda muy lejos del Marne. Si llego a acordarme de lo que iba a escribir, lo escribiré. Entre tanto, este blog seguirá siendo tan lento y aburrido como siempre.

jueves, 2 de diciembre de 2010

La lucha

Dadas las circunstancias, cabe:

a) Dejarse caer, dejarse llevar, como hoja seca.
b) Tirar del carro con toda el alma, como antaño.
c) Seguir flotando en la grisura, como hasta ahora.
d) Hundirse y hundirse en el drama y el dilema.

El hecho de plantear alternativas, ya de por sí, elimina d). Y eso, aunque no lo parezca, es bastante.

Después, ya veremos. La lucha continúa.

(Bert Jansch - Angie)

jueves, 25 de noviembre de 2010

Las simples cosas

Canción de las simples cosas
(Armando Tejada Gómez, César Isella)

Uno se despide
insensiblemente
de pequeñas cosas,
lo mismo que un árbol
que en tiempo de otoño
se queda sin hojas.

Al fin la tristeza
es la muerte lenta
de las simples cosas,
esas cosas simples
que quedan doliendo
en el corazón.

Uno vuelve siempre
a los viejos sitios
donde amó la vida.
Y entonces comprende
cómo están de ausentes
las cosas queridas.

Por eso, muchacho,
no partas ahora
soñando el regreso,
que el amor es simple,
y a las cosas simples
las devora el tiempo.

Demórate aquí,
en la luz mayor
de este mediodía
donde encontrarás
con el pan al sol
la mesa tendida.

Por eso, muchacho,
no partas ahora
soñando el regreso,
que el amor es simple,
y a las cosas simples
las devora el tiempo.

Uno vuelve siempre
a los viejos sitios
donde amó la vida...

http://www.youtube.com/watch?v=Potimp3kSuM

domingo, 21 de noviembre de 2010

Reality vs realidad

En este artículo del Guardian, Elizabeth Day plantea una hipótesis de por qué los reality shows no solo no pasan de moda, sin que proliferan, se multiplican y ganan cada vez más audiencia.

Como no veo tele, reconozco que solo puedo hablar de oídas. A principios de siglo, por curiosidad, me acerqué a la pantalla y vi un par de programas que me aburrieron soberanamente, así que no he vuelto a intentarlo. Sin embargo, algunos de estos programas tienen un impacto tan profundo en ciertas sociedades que es difícil sustraerse a ellos: están en los periódicos, en la radio, en Internet y en las conversaciones del barrio, del trabajo y del metro. Así que sí, vuelvo a tener curiosidad y este artículo me desvela muchas cosas.

Por una parte, dice, nuestra sociedad está cada vez más fracturada: vivimos lejos de la familia, vivimos lejos del trabajo, no nos hablamos mucho con los vecinos, nos desplazamos en coches y, en general, nuestro contacto con las demás personas es mucho más escaso que hace veinte o treinta años. Quienes ven uno de estos programas pasan entre dos y tres horas con los concursantes, que son "gente como uno", o sea, personas de esas con las que ya no nos comunicamos directamente. Hay una clara proyección personal (quizá no identificación) del espectador con el concursante. El primero proyecta sus anhelos y sus frustraciones en el segundo, y no le cuesta porque ve a las claras que es exactamente como él. Los concursantes están viviendo una odisea personal y, por supuesto, la audiencia prefiere verlos corriendo aventuras y evitar que vuelvan a la caja del supermercado, el foso del taller o la máquina empaquetadora de la fábrica. Por eso los apoyan con un entusiasmo mucho mayor que el que mostrarían jamás por una estrella de cine o un gran deportista, en los que no pueden proyectarse porque los consideran muy superiores, y con los que no pueden identificarse salvo por conceptos abstractos (la nacionalidad, por ejemplo). Por eso lloran y se desconsuelan cuando el sueño se acaba y tienen que volver a mezclarse con la multitud. Con nosotros.

Por otra parte, esta relación con los concursantes de los reality shows nos aporta una dosis, probablemente necesaria, de interés y preocupación por nuestros semejantes: qué hacen, cómo se sienten, qué les gusta y no les gusta, cómo les va y qué tienen previsto para el futuro. La gran ventaja que tiene esa relación-reality respecto de las relaciones reales es que no tiene riesgo alguno. Los concursantes no pueden decirnos que les caemos mal, que no nos quieren o que somos feos o tontos. Es una relación que jamás se podrá estropear, porque es unilateral. Si de repente alguno nos cae mal, podemos defenestrarlo sin remordimientos. Podemos ser crueles, incluso, y no habrá represalias. De hecho, lo más probable es que coincidamos en nuestro odio y nuestra crueldad con cientos de miles de personas. Participar en linchamientos públicos (artísticos, claro) también une y también dispara las endorfinas.

Muy relacionada con este último factor de la unilateralidad está la sensación de control. Quien ve esos programas sabe que puede participar y que su opinión se tendrá en cuenta. Uno puede votar por Internet, por teléfono móvil o directamente en el estudio, como público en directo, y mostrar su amor o su odio por cada uno de los concursantes. Lo que pase es, en parte, cosa nuestra. Estamos determinando el futuro de esas personas. En realidad, somos un poco sus padres, sus madres, sus jefes, sus tutores o sus sargentos chusqueros. Ahí también se mezcla el valor melodramático de todos estos productos: solo puede ganar uno. Desde el principio sabemos que va a haber lágrimas, dolor y sufrimiento. Desde el principio sabemos que casi todos los sueños van a acabar por romperse, que todo eso no es real y que muchos de los concursantes serán flor de un día. Y aun así los apoyamos, porque nos gusta (siempre nos ha gustado) el drama, y porque es infinitamente mejor observar el drama ajeno desde el sillón, con el pañuelo en ristre, que participar de los dramas reales de la vida cotidiana, que podrían estar esperándonos detrás de la puerta. Varios de los analistas que Day entrevista en su artículo comparan estos productos con las novelas de Dickens, los programas de televisión ñoños de los años cincuenta y otros muchos tear jerkers (sacalágrimas) del pasado.

Y ahí, con Dickens, es donde me entra la vena sensible, por aquello de la literatura. Pienso cuántos autores construyen sus novelas, poemas y narraciones con las mismas premisas que utilizan los productores de televisión para hacer sus reality shows. Pienso en esos productores como ávidos lectores de literatura melodramática, de tratados de psicología y sociología, de estadísticas socioeconómicas. Tiene mérito, la cosa, aunque seamos tantos los que criticamos ciegamente el fenómeno. Tiene mérito haber encontrado un sustituto masivo, global y ecuménico (hay realities hasta de ser buen musulmán) a las novelitas de cambiar, a las radionovelas y a tantísimas otras válvulas de escape lacrimoso como ha ido inventando el ser humano a lo largo de la historia. De hoy en adelante, gracias a ese excelente artículo de esta periodista británica, me cuidaré muy mucho de denostar esos programas a la ligera.

lunes, 25 de octubre de 2010

Qué haría uno sin gente

Qué haría uno sin gente. Qué haría uno sin ti. Iba a traducir esta canción (escuchar), escrita y compuesta por el ínclito Ian Anderson, pero es tan hermosa así como está, en su forma natural, con los sonidos que le puso el poeta, que me da pena echarla a perder.

Espero que a la mayoría nos baste con disfrutarla y con saber que ahí estamos, dispuestos a ayudar para llorar menos (o para saber por qué se llora), dispuestos a organizar una noche de vino y canción. Y que todo se nos cure en una semanita.

With You There To Help Me (Jethro Tull)

In days of peace
sweet smelling summer nights
of wine and song;
dusty pavements burning feet.
Why am I crying, I want to know.
How can I smile and make it right?
For sixty days and eighty nights
and not give in and lose the fight.

I'm going back to the ones that I know,
with whom I can be what I want to be.
Just one week for the feeling to go --
and with you there to help me
then it probably will.

I won't go down
acting the same old play.
Give sixty days for just one night.
Don't think I'd make it: but then I might.

I'm going back to the ones that I know,
with whom I can be what I want to be.
Just one week for the feeling to go
and with you there to help me
then it probably will.

viernes, 22 de octubre de 2010

Vaso desechable

Uno de los hábitos de los neoyorquinos que menos aprecio es el de recorrer la ciudad por la mañana temprano con un vaso en una mano.

Esta costumbre está tan arraigada que su incidencia no disminuye ni siquiera en los días de lluvia, en los que la mano libre suele estar ocupada con un paraguas. Merece la pena contemplar el espectáculo de la típica moza esbelta y elegante que se balancea en lo alto de unos tacones excesivos, sorteando charcos, transeúntes y bolsas de basura con escasa habilidad, mientras sostiene un vaso de papel en una mano, un paraguas en la otra y un número indeterminado (siempre superior a uno) de bolsos y bolsas colgando de los brazos. Por supuesto, no va bebiendo lo que hay en el vaso: es imposible beber en esas condiciones. Lo que hace es llevarlo a la oficina, a la tienda o a donde sea que se dirija. Hay que tener en cuenta que por estos lares gusta mucho el café frío, y también el café que en realidad no es café, es decir, ese tipo de brebajes en los que el café es solo una excusa para tomar refrescos desde bien temprano, pero en fin, eso es harina de otro costal.

Lo curioso de este asunto del vaso en la mano es que transportar líquidos no es asunto baladí. Nunca lo ha sido. Uno de los objetos que más usan los antropólogos y arqueólogos para distinguir la antigüedad e identidad de un yacimiento es la vasija, el recipiente, el vaso, la jarra o cualquier otro artículo que se usara hace miles de años para guardar líquidos. Durante decenas de siglos, el ser humano ha desarrollado, mejorado, perfeccionado y afinado las artes relacionadas con la fabricación de recipientes, no solo por el interés práctico evidente, sino también como vehículo de expresión artística y cultural.

En esta ciudad, el exponente moderno de todo ese cúmulo de historia es el lamentable vaso de papel con tapa de plástico. Quiero decir que ese es el exponente más habitual, claro, no querría generalizar. Además del vaso susodicho hay todo un universo de recipientes portátiles que uno puede contemplar en el metro o en el autobús y que guardan relación con distintas escuelas estéticas: está la taza metálica, en teoría a prueba de derrames y golpes, propia de los conservadores y preferida por los bebedores de té; está también la botella plástica post-cantimplórica con tendencia aventurera y bananera; está la botella metálica de inspiración deportiva; en esa misma línea, están todos esos contenedores plásticos de formas ridículas que se adaptan a la mochila o incluso se integran en ella, con tubito succionador incluido para facilitar el trasiego. En fin, la lista es larga.

Lo que no he visto nunca es botijos. Ni uno. Y mira que he visto botijos colgados debajo de los ejes de los carros, aguantando tela por los caminos de cabra sin romperse y sin calentarse.

Hay quien dice, con mucha razón, que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura. Yo estoy de acuerdo: lo es, en varios aspectos. El primero y principal es que a mucha gente (esto no incluye a los neoyorquinos, pero sí me incluye a mí) le da asco tomar café con la boca pegada a un cacho de papel o de plástico. Por cierto, es mucho más asqueroso lo que hace cierta gente cuando se le acaba el café, a saber, pasarse el resto del trayecto en el metro mordisqueando los bordes de la tapa de plástico, para disgusto y molestia de la docena de personas que estamos a escasos centímetros de su cara y que pensábamos, pobres de nosotros, que ya teníamos suficiente desgracia con ir apretados y apestados por los vapores de un café requemado con olor artificial a vainilla, calabaza, avellana, cereza o cualquier otra repugnancia que esté de moda en esa temporada. Se dirá, con razón, que esta parte del asco no es atribuible directamente al vaso, pero por lo mismo es justo reconocer que si el susodicho vaso no existiera, o fuera de otra naturaleza, probablemente el tío cerdo mordisqueador de plasticuchos se vería obligado a ventilar sus malos hábitos en privado, y no en un vagón atestado de personal.

El segundo aspecto por el que cabe afirmar que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura es el ya mencionado de la fiabilidad: hay que ver la cantidad de veces que se abren, se despegan, se rompen, se les sale la tapa o, en general, les pasa algo que provoca un derrame en los sitios más inesperados.

El tercer aspecto, por paradójico que parezca, es la inconveniencia. Se nos dice y se nos repite que estos vasos son útiles y convenientes porque es muy práctico poder traer y llevar cafés a la oficina, a casa, a un parque o a donde nos dé la gana. En otras palabras, el mensaje que se nos transmite es que el café es como el teléfono celular, las llaves de casa o la tarjeta de crédito, es decir, que hay que ir a todas partes con él. ¡Error! Como ya se ha dicho, transportar líquidos no es un asunto sencillo y, desde luego, no es algo que uno quiera hacer todos los días a todas horas. De hecho, la cultura del café, en sitios distintos de Nueva York, implica sedentarismo, tiempo libre, relax, conversación y, en general, ir a un lugar y no moverse de él mientras dure la relación del paladar con el café. Durante todo ese tiempo, el líquido se queda estabilizado encima de una mesa. Por contraste, esta noción de ir bebiéndose un café (sin derramarlo) mientras se recorren varios kilómetros, se cruzan ríos y canales, se transita por túneles atestados de transeúntes y se aborda todo tipo de medios de transporte resulta, si bien se piensa, opuesta a la conveniencia y la utilidad. Más bien recuerda al planteamiento de uno de esos concursos televisivos (para japoneses, quizá) en los que los participantes recorren un circuito absurdo vestidos de mosca o de oso panda con un cachirulo en la mano mientras se dan trastazos y se ponen perdidos de guarrerías para solaz de los espectadores.

Un cuarto aspecto es el de la ecología, pero he de reconocer que este terreno está ya demasiado trillado. Baste decir que el asunto de los vasos de papel (se calcula un consumo de 220.000 millones de vasos al año, ahí es nada) ha generado una cantidad asombrosa de corrientes de idiotización. La primera que quiero mencionar es la de generar estadísticas absurdas: a los estadounidenses les resultan extrañamente atractivos los cálculos comparativos que implican hacer algo absurdo o imposible, como por ejemplo cubrir la línea del ecuador con vasos de papel usados o llenar de basura el Empire State Building. Es como si con ese tipo de idioteces les entraran mejor ciertas cosas en la cabeza, lo cual da que pensar. Una de las barbaridades que les gusta leer es que con todos los vasos que tiran a la basura en un año podrían dar 300 vueltas al planeta. Y los muy cerdos, en lugar de hacer algo al respecto, van y lo publican en Internet para que todos lo sepamos.

Las otras líneas de idiotización que ha desencadenado el pensamiento ecológico van por caminos muy distintos: por ejemplo, hay gente que se ha puesto a comprar jarras, vasos y otros recipientes no desechables de forma compulsiva para no usar vasos de papel o de plástico de usar y tirar. Resulta que ahora uno va a comprar una de esas a la tienda y tiene que elegir entre cientos (literalmente) de modelos distintos. El resultado idiotizante es que dejamos de comprar millones de vasos de papel para comprar millones de estas tazas de plástico o metal, cuando todos teníamos ya suficientes tazas y vasos normales en casa. También hay quien ha iniciado campañas en las que dan panfletos en el metro en contra del consumo de vasos de papel (lo juro, panfletos de papel, me han dado uno). Hay quien ha fundado empresas que recogen vasos de papel y los vuelven a convertir en pasta de papel para hacer más vasos. Ya sé que está muy de moda esto de reciclar y que en estos días ni siquiera las botellas de vidrio se reutilizan como antes. Aun así, yo encuentro idiotizante que alguien te venda como "ecológico" el proceso siguiente:

  1. Te quieres tomar un café.
  2. Compras un vaso de papel lleno de café, lo usas y lo tiras a un contenedor especial de reciclaje.
  3. Viene el camión y se lo lleva a la fábrica, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
  4. Una máquina pulveriza el vaso, lo lava con detergentes abrasivos y con desinfectantes y lo mezcla con agua para convertirlo en pasta de papel antiséptica.
  5. Otra máquina convierte la pasta en lámina de papel.
  6. Otra máquina modela la lámina y fabrica un vaso.
  7. Otra máquina apila y empaqueta el vaso.
  8. Viene el camión y se lo lleva a la cafetería, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
  9. Compras un vaso "nuevo" lleno de café...
Me cuesta creer que la cantidad de energía, agua y residuos que conlleva todo ese proceso es inferior, incluso en proporción, a la energía, el agua y el residuo que se genera por usar vasos o tazas normales y lavarlos en la cafetería. De los costos no diré nada, porque ahí no las tengo todas conmigo y sobre eso volveré después. Pero en resumidas cuentas, a lo que voy es a que me parece una parida, una auténtica parida, decirle a la gente que reciclar vasos de papel es ecológico. Reciclar vasos de papel es a todas luces un proceso industrial complejo, y el adjetivo "industrial", en general, no se compacede con el adjetivo "ecológico". Me parece además sangrante que, al decir yo esto, haya abogados del diablo que levanten la mano y digan que peor sería no hacer nada. De hecho en este caso no hacer nada (o sea, no usar vasos, ni de papel, ni de nada) sería mucho mejor en muchos aspectos.

Otra tendencia idiotizante muy extendida es organizar concursos para ver a quién se le ocurre hacer algo genial con todos esos vasos. No hay concurso, obviamente, para ver a quién se le ocurre cambiar de hábitos, es decir, dejar de transportar líquidos a lugares absurdos en horarios de trabajo. Pero como dije al principio, este terreno de la ecología está muy trillado. La revolución verde genera mucha más estupidez de la que necesitamos, lo cual demuestra que no es precisamente una revolución ecológica. A este respecto, el profesor Carlo M. Cipolla estaría orgulloso de nosotros.

Una de mis conclusiones sobre este asunto del vaso de café es que la famosa utilidad o conveniencia no puede explicar por sí sola el éxito masivo y arrollador de un producto tan poco atractivo como un vaso de papel. Es un hecho conocido que el vaso de papel se inventó como medida de higiene, sobre todo para colegios y hospitales. En su momento (primer decenio del siglo XX) y en su contexto fue, sin duda, un avance importante que contribuyó a salvar vidas. Luego fueron surgiendo las variantes de plástico y de espuma, que han ido teniendo diversos grados de éxito. Como ocurre con tantas otras cosas, el invento se salió de madre y se convirtió en un éxito comercial. Hoy en día es difícil, y no exagero, tomarse un café en Nueva York y conseguir que te lo pongan en una taza. ¿Cómo se consigue tal éxito? Eso es lo que me gustaría saber. ¿Cómo se hace para que la gente se sienta feliz y satisfecha usando todos los días de su vida un implemento propio de hospitales y colegios? Supongo que no soy el único que infiere la poderosa influencia de alguna poderosa industria capaz no solo de talar bosques sin parar, sino también de impulsar leyes y reglamentos que obliguen a grandes empresas, instituciones y demás organizaciones a utilizar determinado tipo de recipientes para dar de comer y de beber a sus miembros o empleados. Supongo que de alguna manera se ha conseguido que el costo de un vaso desechable sea inferior al costo de mantener vasos y tazas normales en restaurantes y cafeterías. Si alguien lo sabe, que me lo diga, por favor.

martes, 19 de octubre de 2010

Estado de ánimo

«Como la mayoría de las cosas, yo no soy nada. Lo mismo sucede con esta espada: no es más que un estado de ánimo.»

(Maestro Li Mu Bai en Tigre y Dragón -> script en inglés)

martes, 12 de octubre de 2010

Tormenta

¿Ha sido un trueno? Qué cosa tan discreta, más bien parecía un regüeldo de un señor elegante al fondo de la mesa. Seguimos cenando. Unos segundos más tarde llega la confirmación: las gotas de lluvia empiezan a repiquetear. Suenan sobre todo en la carcasa de un calentador que tenemos en la extensión de la cocina. También en el techo de lámina de esa misma extensión, que está detrás de mí.

El repiqueteo se convierte rápidamente en un golpeteo bastante enérgico. Es la época de las tormentas, no tiene nada de particular. Seguimos con la cena, aunque ahora, con el rumor familiar de la lluvia intensa en el exterior, hay que levantar un poco la voz al hablar.

Menos de dos minutos más tarde, ella me mira y dice o pregunta, casi en un grito: eso tiene que ser granizo. En ese preciso momento, los titanes deciden, allá arriba, rasgar los sacos de hielo y vaciarlos sobre esta parte del planeta azul. El golpeteo se convierte poco a poco en estruendo, luego en rugido, luego en alarido. Temo por los cristales de la fachada sur. ¿Se romperá alguno? ¿Se abollará la carcasa del calentador? Una de las niñas se encoge en un rincón y llora. Las otras corren hacia la ventana que da a la calle gritando hail, it's hail! En un momento, el jardín de la entrada y la acera están cubiertos por un manto de garbanzos blancos y brillantes que parecen moverse, saltar y reproducirse por sí mismos. A veces cae del cielo un chorro de garbanzos nuevos y pienso: es como si de verdad los tuvieran metidos en sacos allí arriba. A veces son grandes como alubias igualmente blancas y brillantes, algunas transparentes.

Mis flores, pienso de repente. Puré de flores, crema de plantas ornamentales. Miro en esa dirección, pero no las veo: están bajo la capa de hielo. El arce japonés se zarandea, pero aguanta erguido a duras penas, pelón y flacucho como un espantapájaros en plena oscuridad. ¿Qué será de las azaleas, allá en lo oscuro?

Cuando amaina la tormenta salgo con la cámara y hago unas fotos que no hacen justicia a la dimensión y la inmediatez de la riada. Me falla la descripción audiovisual, me falla por completo. Por momentos, la calle se va cubriendo de una pátina blancuzca: el hielo se sublima por el calor y el aire se satura de vapor de agua. Ya no llueve. Un silencio intenso domina la escena, con el rumor de fondo de las alcantarillas tragando ansiosas ese increíble exceso de agua que nos trajo la tormenta. Pobres plantitas, qué desastre. Terminemos de cenar.

viernes, 8 de octubre de 2010

Este mundo sigue sin ser el bueno

Ahora que he leído la famosa trilogía, vuelvo sobre el asunto que trataba Philip Pullman en la entrevista que cité en este post, a saber, la teoría del mundo mal creado.

La trilogía se llama His dark materials y la componen, por orden lógico, Northern Lights, The Subtle Knife y The Amber Spyglass. La idea general de la trilogía, como se decía en la entrevista, es que este mundo no es el bueno, en el sentido de que el creador (Dios o como uno lo quiera llamar) no pretendía que las cosas fuesen como son. En algún punto, ciertos intereses impidieron la evolución natural de las cosas, tomaron el control del mundo y a continuación convencieron a sus habitantes, por medios sutiles y no sutiles, de que así era como Dios había querido que fuera y que así sería ya para siempre. Vamos, lo que podríamos llamar una exitosa suplantación demiúrgica. Como esos intereses eran esencialmente malos, esa hipótesis explicaría, entre otras cosas, que el mundo sea la mierda que es y que la vida esté llena de desigualdades, sufrimientos, injusticias e iniquidades sin cuento. Implicaría también que sería cierto lo que dictan ciertas doctrinas religiosas, a saber, que el creador creó y luego se tumbó a la bartola para ver qué pasaba, a modo de experimento, sin intervenir para corregir o reorientar. En otras palabras, aprovecharía la idea de que la creación solo fue un instante en el tiempo y que después no ha vuelto a haber intervención divina.

También son fundamentales en la trilogía de Pullman la teoría de los infinitos universos paralelos y el principio de la de la navaja de Ockham. La primera dice que nuestro universo es tan solo un elemento del multiverso. El multiverso sería un conjunto compuesto por un número indeterminado de universos, similares al nuestro en su estructura general, pero muy diversos en elementos tales como las leyes físicas que los rigen. Es imposible observar un universo desde otro. El segundo, que se atribuye a Fray Guillermo de Ockham, dice que Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, o sea, que si no es necesario, no se deben multiplicar las entidades. También se llama, en filosofía, principio de economía. En una de sus formulaciones dice que si un fenómeno se puede explicar de dos maneras, casi siempre la más sencilla es la correcta. En una formulación de Bertrand Russell, dice que, si no hay necesidad, no se debe acudir a una intervención sobrenatural para explicar un fenómeno.

Por miedo a destripar la historia, me abstengo de explicar cómo se combinan estas teorías, en apariencia contradictorias. Me limitaré a aplicarlas a la situación que plantea Pullman y dejar que quien lea esto saque sus propias conclusiones:

1. Partimos de que este mundo no es el bueno. Algo ha fallado en el proceso de creación y desarrollo del mundo.

2. Digamos ahora que la primera teoría (multiverso) es cierta. Se sigue que el fracaso de la creación habrá afectado igualmente a todos los universos posibles y todos están igualmente jodidos.

3. Si vivimos en un mundo fallido y la segunda teoría también es cierta, cabe la posibilidad de que todos los problemas, las crisis y los cataclismos que sufrimos puedan deberse a una única causa, y que esa causa puede ser sobrenatural o no. Si la causa es única (que puede serlo) y no es sobrenatural, uno puede afirmar que es factible localizar a las entidades o individuos que en un momento dado desviaron el curso natural de las cosas y neutralizarlos de alguna manera para que las aguas vuelvan a su cauce y recuperen su orientación natural original. O sea, detener el curso de las cosas y refundar el mundo. Nada menos.

¿Se entiende? Supongo que no, pero vamos, lo sorprendente es cómo Pullman logra explicar todo esto a base de relatar las aventuras de dos niños de diez u once años, un oso que habla y un piloto de globos aerostáticos. Nos describe puertas espaciotemporales, universos variopintos, mezcla ángeles con demonios, brujas con osos que hablan, tribus gitanas con espectros que se zampan el alma de las personas y las dejan aleladas, todo ello con buen ritmo y un sorprendente grado de verosimilitud.

Pullman trabaja muy bien el diálogo como vehículo informativo, tanto para desarrollar la historia como para caracterizar a sus personajes. Es eficaz también en sus narraciones en tercera persona, con las que a menudo describe los antecedentes de una persona (flashback) o un hecho concreto, a modo de escena de acción, de las que hay una gran profusión a lo largo de los tres libros. Se le puede echar en cara, eso sí, un exceso de entusiasmo creativo. A veces se enfrasca demasiado en su industria de diseño y descripción de mundos de fantasía. Cuando uno está siguiendo una historia tan trepidante como esta, es arriesgado dedicar cuarenta páginas a explicar cómo crecen unos árboles alienígenas de cuyos frutos se alimentan unos animales peludos que hablan con una mano-trompa. El riesgo consiste en que un lector (como el que suscribe) pueda decidir que ha llegado el momento de leer en diagonal en busca del hilo de la historia principal. Si a Pullman le desborda su propia capacidad creativa sobre ese universo concreto, lo que debe hacer es tomar notas y preparar otra novela, o quizá un relato, con ese material, y evitar ponerse pesado.

Leí las 1.500 páginas largas de His Dark Materials en muy poco tiempo. La pluma de Pullman es ágil y sus universos son un incentivo maravilloso para seguir adelante. Mediante sus ideas, que se preocupa de plasmar en los diálogos, nos demuestra que no estamos ante un escritor de aventuras infantiles o juveniles, sino ante algo más importante, más maduro y razonado, aunque como digo se deje llevar en ocasiones por el componente meramente visual de su propia capacidad creativa. No es que esas ideas sean precisamente revolucionarias o radicales, pero sí son originales y polifacéticas, muy alejadas del típico razonamiento simplista o maniqueo que se usa en los libros de ciencia ficción (por ejemplo, en estas novelas hay ángeles, pero no todos son buenos, ni malos, e incluso hay algunos tránsfugas y otros indecisos o ambiguos, y esa ambigüedad, por cierto, tiene varias dimensiones, etc.). Por esta misma razón, es decir, por esa naturaleza polifacética de las ideas que subyacen a la novela, me parece muy sorprendente que algunas organizaciones religiosas estadounidenses hayan "prohibido" la lectura de esta trilogía. No hay duda de que ciertos best sellers recientes, como mi abominado El código Da Vinci o el no tan abominado pero sí despreciado La sombra del viento se meten con el dogma religioso cristiano-católico de una forma mucho más explícita, directa y agresiva. Pullman obliga a pensar, cosa que no está muy de moda en ciertos círculos. De hecho, por ahí leí una crítica en la que tildaban la trilogía de "ateísmo para niños" y en la que se notaba a la legua que el autor no se había leído los libros, o bien no los había entendido, lo cual es mucho peor, por supuesto. En fin, esa prohibición me haría reír si no fuera porque el pensamiento troglodítico no me hace ninguna gracia: más bien me da un poco de prevención.

Podría escribir bastante más sobre estos tres libros. Me hicieron pensar mucho, pero también los disfruté porque tienen una dimensión lúdica enorme y los recomiendo a quien quiera pasar un buen rato, descubrir formas nuevas de narrar, llevar la coordinación espacio-tiempo y reflexionar sobre lo que somos y lo que pensamos que somos. Es probable que los vuelva a leer en el futuro.

lunes, 4 de octubre de 2010

Moreliana

No me he equivocado, no quería escribir «morelliana» con dos eles. Esas eran las ocurrencias de Morelli, uno de los personajes de la Rayuela de Cortázar, que parece destinada a aparecer en todos y cada uno de mis posts. Esto que cuento ahora es una moreliana, con una sola ele, porque no es de Morelli sino de Morel.

Este verano encontré en casa de mi suegra una copia de En la vida de Ignacio Morel, novelita de Ramón J. Sender que procedí a consumir en un par de tardes de asueto. Es una especie de fábula con aires muy decimonónicos, pese a haberse escrito en 1969. Un parisino del extrarradio, descendiente de españoles, pondera su situación actual, sus planes de futuro y su relación con la comunidad en la que vive. Piensa y piensa, pero no toma la iniciativa. Un día, los acontecimientos se precipitan y, en cuestión de horas, todo se va al garete. O eso es lo que a él le parece: toda una vida que parece reducirse a escombros por una serie de circunstancias adversas.

Dos semanas después encontré en un estante de una casita de pueblo al segundo Morel, a saber, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares. La había oído citar junto con La trama celeste como una de las obras más significativas del argentino, pero no me había dado cuenta, al leer la novela de Sender, de la coincidencia de los nombres. Ahora la tenía delante de las narices en un espacio de tiempo muy corto. Dos moreles, dos libros completamente distintos.

Abrí el libro, vi que estaba prologado por la gran vaca sagrada (Jorge Luis Borges), lo cual era garantía de que el panorama se pondría denso y oscurito, y aun así decidí lanzarme a leer este texto, breve también, pero claramente más exigente que el de Sender.

El Morel de Bioy Casares es un psicodrama de 1940 que podríamos calificar de clásico: protagonista desquiciado que emprende un monólogo interior, alma torturada y percepción obtusa de la realidad, circunstancias misteriosas o poco claras, psicoanálisis a borbotones. Es probable que no hubiera tolerado bien la lectura si no hubiera sido por el entorno exótico en el que transcurre, que me intrigaba, y por el hecho de que la tal invención es un juguete mecánico (a mí me gustan mucho las máquinas en general) cuyo funcionamiento se va desvelando poco a poco a lo largo de la novela.

Los dos moreles tienen muy poco que ver. El primero pasó por la historia literaria española reciente como un best-seller (ganó el Planeta) y luego, como tantos otros, cayó en el olvido. El segundo, aupado por el sello borgiano de «libro perfecto» (eso es lo que dice de él don Jorge Luis en el prólogo), ha ido acumulando a lo largo de los años un aura trascendente que ha llegado hasta nuestros días. Tanto es así que al buscar información en Internet sobre este libro me he encontrado con la sorprendente noticia de que el elenco de una famosa serie de televisión llamada «Lost» lo han adoptado como libro de cabecera y parece que parte del contenido de la serie deriva de las ideas que plantea la novela. El Morel de Bioy Casares es, sin duda, mucho más interesante que el de Sender. Sin embargo, yo los leí ambos durante las vacaciones, en pleno dolce far niente y, la verdad, guardo mucho mejor recuerdo del español que del argentino. Eso se puede deber también a que los ejercicios psicoanalíticos siempre me han tocado un poco las narices, con independencia de lo bien o mal escritos que puedan llegar a estar.

sábado, 2 de octubre de 2010

600 páginas en un vuelo

El otro día, mientras cruzaba el Atlántico, me zumbé 600 páginas y me quedé con ganas de más. ¿Que qué leí? Un mejunje, pero un mejunje excelente.

Digamos que uno toma una coctelera y echa dentro:

  • la película Peter’s Friends (los amigos de Peter);
  • el mito del artista maldito;
  • el cuento del Mago de Oz; y
  • unas pequeñas dosis de la Rayuela de Cortázar.

Pueden salir muchas cosas, claro. En concreto, a la escritora francesa Anna Gavalda le sale la novela titulada Ensemble, c’est tout (Juntos, nada más). (Me soplan por ahí que esa novela ya tiene película, cosa que no me extraña en absoluto porque la lectura es tan audiovisual que a veces uno cree estar leyendo una película en lugar de un texto.)

Estoy seguro de que Gavalda no va a ganar el premio Nobel de literatura. Es probable que tampoco figure nunca entre los grandes de las letras francesas. Su estilo no es lo que se dice depurado desde el punto de vista estético y comete ciertos errores de cierto bulto en la linealidad de la narración, pero hay que reconocer que ese estilo agreste es de lo más eficaz para relatar, explicar y contar con un tono intenso y verosímil, muy propio de una reunión de viejos amigos. Tiene además una excelente capacidad para examinar, percibir y reflejar, sobre todo con diálogos, la forma de ser de las personas de hoy en día. Por añadidura, hace gala de un sentido del humor más ancho que largo. Por todo eso, en lo que a mí respecta Gavalda se ha ganado el premio a la escritora más entretenida y divertida de los últimos tiempos. Literatura de avión, pero buena y recomendada para todos los públicos. Chapeau, madame!

viernes, 1 de octubre de 2010

Tarde lírica

¿Por qué bebes de mi mano, si piensas que soy contagioso?
Yo podría ser sol en tus dominios.
¿Por qué me sigues a lo alto, tan segura como estás de que ando perdido?
No, no renuncies a lo tuyo: tus ambientes, tu vanidad.
No grites.
No pienses en voz alta.
Date la vuelta y vomítame.
No te tortures.
No digas que no sabes.
Date la vuelta y vomítame.
Promesas, suspiros, engaños, nubes de diciembre:
Ya no voy a cantaros más.

(Traducción libre de December, de Collective Soul)

jueves, 24 de junio de 2010

La cultura de la muerte

Hace unos días, el estado unido de Utah asesinó legalmente a una persona que había asesinado ilegalmente a otras dos personas. Leí dos artículos al respecto.

El primero, en el New York Times, explicaba este asesinato de Estado, o «ejecución», con mucho detalle. La redactora, que fue invitada a ser testigo del hecho, se concentró en describir el entorno en el que sucedió, los detalles de cada momento y sus propios sentimientos al respecto.

El segundo, en el Guardian (Reino Unido), era obra de un equipo de redactores que estaban distribuidos entre Inglaterra y Utah. En lugar de explicar lo obvio (la ejecución), este segundo artículo contaba que la familia de uno de los dos asesinados se sentía muy aliviada por esta ejecución, mientras que la familia del segundo asesinado llevaba años pidiendo que lo dejaran vivir, que no lo mataran, que no se cobraran sangre con sangre en nombre de su familiar muerto.

Para un periodista estadounidense, informar sobre un asesinato, lícito o no, es pura rutina. De hecho, lo único que era noticia en este caso era que el condenado había elegido un pelotón de fusilamiento en lugar de la inyección letal. Para un periodista europeo, no hay nada rutinario en un asesinato ordenado por el estado. De hecho, ni siquiera es rutina informar sobre un asesinato común. En toda España se denuncian cada año tantos asesinatos como en la ciudad de Washington (algo menos de 200). Aquí en Nueva York lo habitual es que se sobrepasen los 500 anuales. El total anual de los Estados Unidos suele rondar los 15.000. En números muy burdos, digamos que aquí hay un asesinato por cada 20.000 personas, mientras que en España hay uno por cada 200.000. Hablo solo de asesinatos (murder), no de homicidios (homicide or manslaughter).

Hay algo que se me agarra al estómago en todo esto. Imagino a un juez diciendo: "agarren a este tío y métanlo en prisión durante 25 años; yo me encargaré de que todas las solicitudes de perdón y conmutación, cursadas por él y por otros cientos de personas e instituciones, sean rechazadas. En un momento dado ordenaré que lo saquen de la celda, le tapen la cabeza con una bolsa negra, lo aten a una silla y le metan cuatro tiros en el pecho a bocajarro". Lo imagino y me parece obsceno, porque en lugar de un juez lo que veo es un Al Capone o un líder terrorista haciendo valer su autoridad y su sed de venganza.

Hay, en mi opinión, una obscenidad tremenda en todo el proceso. Está, por ejemplo, el tono natural y resignado con el que los periodistas estadounidenses explican el asesinato, con todos sus detalles ridículos e hipócritas. También están las observaciones del público en general que, aun siendo de todos los colores, suelen contener una gran cantidad de expresiones de apoyo e incluso de intensificación de estas ejecuciones legales. Uno tiene la sensación de estar en un país en guerra en el que prevalece un espíritu de agresión y revancha, o en uno de esos estados pobres con muy bajo desarrollo social donde la vida, por desgracia, no vale gran cosa y no es difícil morir violentamente a una edad más bien temprana.

Yo veo esta cultura obscena de la muerte por todas partes. En un día normal no es difícil toparse con ella. Los policías, que llevan siempre pistola y chaleco antibalas, rinden público homenaje a sus compañeros muertos poniendo carteles, pegatinas y todo tipo de parafernalia martiriológica en las oficinas, las comisarías, los coches y las furgonetas. Si uno mira al interior de ciertos coches de policía puede ver armas bastante sofisticadas. Los policías de barrio fundan hermandades para ayudar a viudas/os y huérfanos porque, como es sabido, aquí el Estado no ayuda ni a sus acólitos, y rememoran su muerte con todo lujo de detalle. Los malos, por su parte, tienen procesos paralelos y no es difícil ver a gente por la calle que viste una camiseta-denuncia con la cara de una persona muerta por la policía, o fiestas callejeras que celebran a uno u otro delincuente conocido y acribillado en algún tiroteo hace diez o veinte años. En el metro y el autobús hay números de teléfono a los que uno puede llamar para dar pistas sobre sospechosos de haber disparado contra policías. En este caso no es la policía la que fomenta esta campaña, sino una asociación sospechosamente anónima de "vecinos preocupados" que por algún extraño motivo me trae aromas del GAL español y de otras muchas "guerras sucias" que ha habido y hay por el mundo, guerras en las que los Estados Unidos tienen una larga experiencia. También hay campañas en las que se explica que es ilegal pintar pistolas de verdad para que parezcan de juguete, o a la inversa, pintar pistolas de juguete para que parezcan de verdad, procedimientos ambos que jamás se me habían pasado por la cabeza pero que, en apariencia, son tan habituales como para financiar una campaña pública en el metro, dirigida a ocho millones de personas.

Esta cultura en la que viven inmersos los estadounidenses tiene su fiel reflejo en las películas y series televisivas que exportan al mundo entero. Uno siempre tiene la sensación de que en esas películas y series televisivas muere demasiada gente y que debe de ser una exageración. Hasta que vive aquí, claro. Entonces se da cuenta de que si bien las películas explícitamente violentas (tipo Stallone, Seagal, Lundgren, Schwarzenegger y demás) si exageran, existe una base real muy patente. La profusión de muertes violentas que inunda los productos de entretenimiento americanos no es un invento, sino una realidad cotidiana.

Lo sorprendente es que la mayoría de las personas que, fuera de los Estados Unidos, ven esas películas y series, percibe esa violencia inherente y omnipresente, esa violencia social, como un elemento atractivo de la ficción que está consumiendo, y no como lo que es, a saber, una especie de maldición que lo empaña todo y obliga a la sociedad entera a doblegarse ante los fuertes y los bestias y bailar a su ritmo día tras día para sobrevivir.

La bonanza de las inmensas empresas de seguridad privada y la siempre creciente influencia de los colegios de abogados en la política del país son dos factores que cierran muy bien el círculo de la violencia. En primer lugar, la justifican: el mundo es un sitio peligroso, hay que protegerse (¿en cuántas películas hemos oído cosas como esa?). Si aceptamos que el mundo es un sitio peligroso, estamos dando carta de naturaleza a los delincuentes. Esto es imprescindible si uno quiere fundamentar su sociedad en la lucha contra los malos, y no en la erradicación de los problemas sociales que generan "malos". En segundo lugar, dado que "el mal existe", uno necesita a los abogados, no solo para que nos legitimen, a los buenos, cuando decidamos ejecutar a un malo, sino también para que redacten las leyes que nos separan a nosotros, los buenos, de los malos sin ningún género de dudas.

Este círculo vicioso del peligro y la protección en el que todo el mundo participa de forma muy activa es el germen de la actitud paranoica que se suele atribuir a la política exterior de los Estados Unidos (la "doctrina de la seguridad"). Es curioso observar que, hasta la legislatura de Tony Blair, los británicos nunca habían compartido esa doctrina. Véase, no, lo que pasó entre 1933 y 1939. ¿Habría visto Blair demasiadas series estadounidenses? ¿Se habría contagiado? Y lo que es más importante: ¿por qué vemos la paranoia en la política exterior de los Estados Unidos y no la vemos en las series y las películas? ¿Tan clara está la línea divisoria entre ficción y realidad para quienes no están en el ajo?

Yo no lo veo claro. Se agradecen los comentarios.