miércoles, 27 de febrero de 2019

El libro mágico




Desde muy niño supe que era un sentimental sin remedio. O, según la cruda elocuencia de Igor, soy un ñoño de mierda. Tuve la suerte de crecer en una casa donde se apreciaban los libros, y donde siempre, siempre, siempre había dinero para comprar un cuento el fin de semana, incluso en algunos momentos tensos en los que estaba claro que no llegábamos a fin de mes.

Durante toda mi infancia me intrigaban los títulos de los libros que había en casa: Un puente sobre el Drina, Archipiélago Gulag, QB VII, El otoño del patriarca, Mortal y rosa, Tiempo de silencio, La guerra del fin del mundo... Cada libro era mágico: era un mundo empaquetado en papel, con su olor, con su forma, con su peso, y ahí agazapada había gente de todas las épocas, de todos los países, que hablaba todos los idiomas. A veces sacaba uno de la estantería, ponderaba la encuadernación, la cubierta, leía las solapas, si es que tenían algo escrito, y abría al azar por alguna página. Lo más habitual era no entender nada o encontrar una descripción mortalmente aburrida (para un niño), y así la intriga persistía año tras año. ¿Cuándo podré leer estos libros mágicos? Poco a poco una mano con criterio me fue abriendo los volúmenes adecuados, y hacia los trece años, si no me equivoco, empecé a leer aquellos libros "sin dibujos", libros de persona mayor, empezando con el realismo mágico, Orwell y Galdós.

Pero antes de que llegara ese momento leí muchos otros libros "con dibujos". Letra grande, una ilustración cada cinco o diez páginas, capitulos cortos... Ahí no había intriga: ahí lo que había era pasión y entrega absoluta a aquellos libros para niños. No teníamos muchos, pero los que teníamos eran, para mí, verdaderos tesoros. Casi todos eran de la editorial Noguer o de la colección Alfaguara Juvenil. No sé cuántas veces leí cada uno, pero debieron de ser muchas porque hasta el día de hoy puedo parafrasear descripciones y diálogos, y por supuesto nombrar a los personajes que, varias décadas después, siguen pululando por mi mente como espíritus benignos. No creo que me protejan de nada, pero me ayudan a mantener viva la ilusión.

Recuerdo en particular tres libros que me hacían suspirar, o tragar saliva, o cerrar los ojos, cuando se me ocurría mirar a la estantería. Las historias de aquellos tres libros me marcaron tanto que, en muchas ocasiones, no podía dejar de sacarlos y hojearlos un poco, revisar las ilustraciones, recordar cada detalle, cada gesto de los protagonistas, cada momento de tensión o de desenlace.

El primero y principal es La familia Mumín, de Tove Jansson. Sin abrir el libro y sin buscar en Internet puedo enumerar a los protagonistas: Mumín, Manrico, Esnif, el Esnorque, Esnorquita, Papá y Mamá Mumín, la Bu, los Jatifnatarnis, los Vocablos Extranjeros... Hojas de zarzaparrilla para todos y magia, mucha magia gracias al sombrero del mago.

El segundo es La isla de Abel, de William Steig. Abel es un ratón y Amanda es una ratona. Están muy enamorados. Un día salen a dar un paseo, pero amenaza tormenta y, en una ráfaga de viento, Amanda pierde el pañuelo que lleva al cuello. Abel, caballeroso y dispuesto, sale corriendo para recogerlo, con la mala suerte de que se ve arrastrado por la fuerza de la tormenta, cae a un río y por los pelos salva la vida agarrándose a una ramita y alcanzando una isla en mitad de la corriente. El libro describe la historia de Abel, náufrago en medio de un río que para él es como un océano, mientras trata de sobrevivir y de regresar a su pueblo de ratones  para encontrarse de nuevo con Amanda. Por supuesto, durante toda la aventura Abel lleva al cuello el pañuelo, y esa es la última frase del libro, cuando por fin llega el reencuentro: "Te he traído tu pañuelo", le dice Abel a Amanda en la última página, y yo, el un ñoño de mierda, con solo escribir eso siento que, igual que hace décadas, voy a soltar una lagrimita.

El tercero, que en realidad son dos, es Jim Botón y Lucas el maquinista y su continuación, Jim Botón y los Trece Salvajes, de Michael Ende. Ende se hizo famoso con Momo y La historia interminable. Estas dos novelitas de Jim Botón, también de fantasía, son anteriores y quizá de menor calidad literaria, pero para mí son insuperables. Personajes como el señor Tur-Tur, el gigante aparente, o Nepomuk, el dragón cobarde, me parecen auténticas genialidades y, como he dicho al principio, los llevo grabados en la memoria. Son libros de viajes y aventuras y, para mí, que soy un vicioso de los viajes (no tanto ya de las aventuras), los personajes y los países fantásticos que describe Ende eran auténticos paraísos. Recuerdo la sensación nítida de estar leyendo y pensar: "quiero, quiero, quiero estar allí, quiero aparecer allí ahora mismo y viajar con ellos". Creo que ningún escritor podría pedir más, y espero que hayamos sido muchos los que sentimos eso con las novelas de Ende.

https://pictures.abebooks.com/LALCANA/md/md22543648405.jpgComo no se me ocurre mejor manera de terminar, voy a añadir un cuarto libro a la lista, un libro que también me hace temblar por dentro cuando lo recuerdo: La guía fantástica, de Joles Sennel (seudónimo del escritor catalán Josep Albanell). Es una narración originalísima que describe un libro dentro del libro. Cuando el protagonista empieza a leer, descubre la historia del último unicórnalo (mezcla de unicornio y pegaso), llamado Nito, y de su muerte, lenta y trágica: va arrancándose las plumas de las alas y, con la sangre que sale, escribe la guía fantástica, un libro que, a ojos de la gente sin imaginación, está en blanco, pero cuando alguien imaginativo lo abre, se llena con historias, descripciones y otros textos. Obviamente, lo que pasa en este libro es que el protagonista se encuentra con la historia del unicórnalo narrada en la misma guía, con lo que se cierra el círculo narrativo. En otras palabras: una sobredosis bestial de imaginación cuyos efectos me duran hasta hoy, casi cuarenta años después. Ahí está la portada del libro que tuve, que cuidé y que veneré durante muchos años.

Ya termino. Si alguien quiere citar o comentar algún libro infantil o juvenil de esos que, al recordarlo, os hace tragar saliva, o sonreír, o cualquier otra cosa, adelante, que para eso están los comentarios. O por Twitter. O como quiera cada quién.

martes, 19 de febrero de 2019

Padres y madres

Desde hace un tiempo, todo lo que leo, todo lo que vivo, todo lo que escucho está repleto de padres y madres. Y de problemas. Y claro, suele haber cierta relación entre padres, madres, hijas, hijos y problemas. Cierta relación.

Todo el mundo tiene un padre y una madre, con independencia del estilo, el modo y la presentación que tengan ese padre y esa madre. Bueno, esta salvedad afecta sobre todo al padre, porque la madre es como más obvia, conspicua e insalvable, se ponga uno como se ponga.

Esa relación, la relación de cada quien con su padre y con su madre, tan natural, tan necesaria y, sobre todo, tan inevitable, es una fuente inagotable de todo tipo de vivencias, experiencias y sentimientos, en particular muy al principio y muy al final de la vida.

Hasta se me ocurre pensar que nuestra diferencia fundamental con los animales podría no ser la inteligencia, puesto que hay animales harto inteligentes, sino esta relación tan rara que tenemos con papá y mamá, que los animales claramente no tienen.

Si no hubiera problemas con los padres y las madres, la literatura sería un asco. Y el cine. Y sin embargo, qué bien nos iría en la vida real sin esos problemas que nos complican y nos amargan de una forma que, a veces, se parece mucho a una tortura lenta y minuciosa.

En esto se me hace que los padres y las madres se parecen al crimen, a las catástrofes naturales, a las guerras y demás desgracias. Pero no, claro. No es eso lo que quiero decir.

No, no es eso, mamá.

lunes, 11 de febrero de 2019

Dignidad o qué

 Fui a ver "The green book" con Igor. Qué puedo decir. Las películas americanas siempre transmiten el mismo mensaje, y por más que considere impresionante la actuación de Viggo Mortensen, la moraleja de la historia me deja frío. Es lo de siempre: una justificación a posteriori de uno de los temas que, a día de hoy, tienen muy mal solucionado y que no tiene, ni tuvo, justificación alguna. El país sigue siendo racista, en varios sentidos, no solo en uno, y las partes implicadas insisten siempre en ser la víctima. Así no se puede avanzar.


En la película, que aparte del drama tiene su chispa de humor muy neoyorquino, nos vimos obligados a practicar acentos de lo más florido, desde el Bronx hasta Alabama, y de todos los colores, incluido un ruso que tocaba el violonchelo. Al final de la película tuvimos una conversación (bueno, con Igor es siempre una discusión, pero se me entiende, ¿no?) sobre la dignidad.

Igor dice que eso de mantener la dignidad solo sirve para que a uno le partan la cara, tarde o temprano. Para él, la gente estirada como el músico de la película siempre acaba mal, y lo único que consigue es dar la impresión de que gana, cuando en realidad siempre pierde.

The Green Book

Yo estoy de acuerdo con él en parte: para echar por tierra la dignidad de cualquiera basta con una certera patada en la entrepierna, o un golpe bien dado, o un escupitajo con moco verde. La dignidad es frágil, muy frágil, ante la fuerza bruta. Esto se ve muy bien en la película: Mahershala Ali, el músico, lo pasa francamente mal por querer mantener la dignidad. Pero claro, ese es el objetivo de su viaje, ese es el tema central de la película: ¿sirven de algo los principios?

Yo creo que si uno sobrevive (cosa que no siempre pasa, este mundo puede ser muy cruel), la dignidad puede salir a cuenta a largo plazo. Aunque a veces no lo parezca, la mayoría de la gente tiene en cuenta la actitud de unos y otros y, cuando llega el momento, hace balance y actúa en consecuencia. Claro que también esto es un arma de doble filo porque la frontera que separa la confianza del oportunismo es tan fina que muchas veces no hay manera de distinguirlos.

La ventaja de adoptar una actitud más práctica ante la vida es que uno consigue que la inmensa mayoría de las cosas le traigan sin cuidado. Dicho de otro modo, uno sufre mucho menos cuando las expectativas están a la mínima, porque no tiene empacho en adaptar su postura a las circunstancias, con total independencia de principios o preceptos éticos. Es una protección excelente para vivir día a día, pero en el largo plazo, en la planificación para el futuro, es posible que mucha gente decida prescindir de ese tipo de personas, por muchas razones, pero en particular por la posibilidad de que esa planificación descarrile por una decisión unilateral.


En suma, Igor se apunta a la acción rápida y directa y yo a la dignidad. Los dos somos conscientes de los riesgos que conllevan nuestras respectivas posturas ante la vida: yo procuro estar atento ante potenciales patadas en los huevos, mientras que Igor hace lo posible por dejar abiertas todas las puertas posibles, para compensar todas las que se le van cerrando. Vamos bien.

viernes, 8 de febrero de 2019

El ciclo solar, la cúpula dirigente y el estrés

Todos los años pasa lo mismo. Todos los años, en las mismas fechas, sobrevienen dos momentos de tensión, de crispación, de intensa agresividad que a muchos, incluido un servidor, nos cuesta bastante superar. El primero es ahora, en lo más crudo del invierno, entre fines de enero y principios de febrero. El segundo es un poco antes del equinoccio de otoño, entre fines de agosto y principios de septiembre. Por suerte, no dura más de un mes cada vez, pero ese mes puede ser duro. Muy duro. Año tras año busco la forma de evitar esta hondonada, este bache en el normal fluir de las cosas, pero no la encuentro.

Es así: es el ciclo de la naturaleza que no se detiene. Cuando las jefas vuelven de las vacaciones, siempre vienen con ideas. Cuando empiezan a delegar la ejecución de esas ideas en los simples mortales que las rodean, la entropía del universo se dispara y no hay forma humana de sustraerse a la tracción de ese temible remolino: toca sufrir.

Según mis cálculos, para fines de marzo retornará la calma.

sábado, 26 de enero de 2019

Queneau para la cena (y más allá)

Hoy, en el trabajo, recibo un mensaje de otro continente. Es mi padre, que ya se va a la cama y me pregunta si he tenido un buen día. Yo, que estoy todavía a mitad de jornada, le digo que sí, que todo bien, y le deseo buenas noches.

Al volver del trabajo, salgo del metro y me encuentro con mi vecino Chris. Nos saludamos y él me pregunta qué tal se me ha dado el día. Contesto que bien, me despido y sigo andando hacia casa.

A las diez de la noche me llama Igor, que sigue enfrascado en su proyecto misterioso. Me cuenta que ha tenido un día de lo más productivo y me pregunta qué tal me ha ido a mí. "Bien", contesto. "Me alegro", dice él, y de inmediato cambia de tema para hablarme de su proyecto.

Horas más tarde, leyendo en el sillón de casa, me pongo a pensar en ese "bien" con el que uno resume la inmensa mayoría de los días que pasa sobre la faz de la tierra. Pierdo la concentración, dejo el libro y me pongo a escribir una descripción del día. Al tercer párrafo me detengo: ¿para quién es esta descripción, para mí padre, para Chris o para Igor? Porque no es no mismo. De hecho, al tiempo que me planteo la pregunta veo con el rabillo del ojo una frase del segundo párrafo que jamás usaría si estuviera escribiendo esto para Chris. Sin embargo, a mí padre le encantaría esa misma frase. ¿Para quién, entonces?

Decido escribir tres descripciones, una para cada uno. Mucho tiempo más tarde, lejos ya del límite razonable para acostarme, empezó a releer las tres narraciones en paralelo, comparando. Las he escrito yo, las tres, en este rato. Aun así, al leerlas me llevo unas cuantas sorpresas. Por ejemplo, a Igor, y solo a Igor, le cuento las veces que he ido al baño a lo largo del día. A los otros, no. Por ejemplo, a mí padre, y solo a mi padre, le describo con exactitud matemática lo que como y bebo. Y por ejemplo, a Chris le adorno todas las descripciones con epítetos, exageraciones y comparaciones.

Así como Kapuszinski dice que la totalidad no existe más que como concepto abstracto, yo creo que la objetividad tampoco existe. O sí, claro que existe porque nos pasamos la vida hablando de ella, pero mi objetividad no se parece a la objetividad de mi padre, ni ninguna de esas dos se parece a lo que Igor o Chris entienden por objetividad. Nos escudamos en esa objetividad, necesariamente personal y subjetiva, cuando queremos tener razón y nos negamos a aceptar que la percepción del otro puedan ser distintas. Lo irónico del caso es que, objetivamente, no tienen más remedio que ser distintas.

Es probable que esa sea la razón por la cual es imposible que una narración cualquiera, incluida la narración periodística, sea objetiva. Quien narra es un ser subjetivo que, con toda probabilidad, está pensando en otro ser subjetivo que utiliza como potencial receptor. La subjetividad de esa segunda persona es doble, puesto que a su subjetividad inherente hay que sumar la percepción subjetiva que tiene de ella el narrador.

No sé si Raymond Queneau pensaba en estas cosas cuando escribió sus Ejercicios de estilo, pero para mí esta es una de las conclusiones más claras de ese libro: es imposible escribir con objetividad. Porque no me parece que la objetividad exista como concepto común o compartido.

jueves, 24 de enero de 2019

El guerrillero del relato

Como ya expliqué en este post, hace unos días saqué de la biblioteca por azar un libro de Sergio Ramírez titulado Flores oscuras. Admito mi absoluta ignorancia: hasta ese momento ni siquiera sabía de la existencia de este autor. Habrá quien lo reconozca mejor por sus dos apellidos, Ramírez Mercado, y por su pasado guerrillero y político en la época de los sandinistas que derrocaron al dictador Anastasio Somoza y dieron un giro radical a la historia de Nicaragua. Habrá quien lo conozca también por los numerosísimos premios y reconocimientos literarios que ha recibido a lo largo de su vida, entre los que yo destacaría la Medalla Pablo Neruda de Chile, la Orden de las Artes y las Letras de Francia, el Premio Carlos Fuentes de México y el Premio Cervantes de España. Casi nada. Suficiente como para que me avergüence de no conocerlo.

Flores oscuras es una colección de doce relatos breves ambientados en muy diversos lugares, siempre con algún tipo de vínculo con la Nicaragua natal del autor o con algún otro país próximo (Costa Rica, México). Los temas y los personajes son de lo más variado: un licenciado en hostelería que se casa con una gringa en Managua y emigra con ella a los Estados Unidos, donde le espera un destino triste y desolador (El mudo de Truro); un crimen pasional en un miserable circo de provincia (Ya no estás más a mi lado corazón); un emigrante nicaragüense muerto a dentelladas por dos perros guardianes en Costa Rica (Abbott y Costello); el encuentro fortuito de dos ex guerrilleros, uno de ellos convertido en un magnate, pero inválido, y el otro pobre de solemnidad, mendigo y ladrón (La colina 155), y así sucesivamente.

El estilo de Sergio Ramírez está muy vinculado al de la crónica periodística. Tan vinculado que algunos de estos cuentos parecen exactamente eso: una crónica periodística, y en algunos casos cabe la duda de si lo que se está leyendo es ficción o realidad. Hice la prueba, y si bien ciertos datos son verídicos, de otros muchos no hay ni rastro. Tengo la impresión de que Ramírez mezcla un poco de todo y juega y se divierte con esa frontera, como hace también John M. Coetzee en sus libros supuestamente autobiográficos.

En particular, uno de los relatos (No me vayan a haber dejado solo) comienza con el propio Sergio Ramírez observando con detalle una fotografía familiar de su infancia. A partir de esa observación objetiva y de los datos reales sobre su familia, el autor va reconstruyendo escenas de aquella época de su vida y nos lleva de la mano en un recorrido por un domingo cualquiera en la Managua de los años cuarenta. Aquí no hay estilo periodístico, como es natural, sino más bien un monólogo interior que termina, como ya indica el título del cuento, con la sensación desoladora de ser el único que sigue con vida de todos los que aparecen en esa foto.

No hay relato en este libro que no me haya dejado una impresión profunda. La maestría de Sergio Ramírez no requiere mucha explicación, y no seré yo quien intente describirla: lo mejor es leerlo y disfrutarlo. Con su estilo peculiar, Ramírez demuestra que no hay una forma canónica de abordar el relato breve y que la flexibilidad, la versatilidad y la adaptabilidad de este género es poco menos que infinita. Sus técnicas narrativas, que en algunos casos pueden resultar extrañas o impropias, resultan muy eficaces, y sus historias, con pocas palabras, tocan en lo más hondo. Cada vez que terminaba una, sentía la necesidad de detenerme y reflexionar sobre lo que acababa de leer. En la mayoría de los casos releí algún pasaje que me había impresionado; en otros, me sentía tentado de continuar con la historia, de llevar a los personajes un paso más allá y sacarlos de la situación en la que se habían quedado. En todo momento me ha parecido que esas narraciones tienen vida propia. Al estar escritas así, como crónicas o como conversaciones íntimas, se hacen un hueco en la memoria como si te las hubiera contado un amigo o un conocido. Como si fueran verdad.

He buscado más libros de Sergio Ramírez en la biblioteca, pero por desgracia no hay ninguno. Un compañero me pasó dos, pero son obritas menores de la época de la revolución sandinista en las que se plantean cuestiones ideológicas y políticas. Nada que ver con estas historias tan intensas y tan sólidamente construidas. Supongo que en alguno de mis viajes podré hacerme con otros títulos. Estoy deseando leer más cosas de él.

Causa de divorcio

¿Había puesto ya la ¨canción del tipo de la taza metálica¨? Creo que no, así que ahí va.