miércoles, 6 de abril de 2011

Celebrando el fin de una época

Tenía que celebrarlo. Un cambio tan radical, tan fundamental en mi vida merecía una fiesta. Y sin embargo, el viernes por la tarde llegué a casa y me tumbé en el sofá, como de costumbre, sin ganas de hacer mucho excepto comer patatas fritas y beber líquidos con un contenido alcohólico sustancial. Ni siquiera puse la tele. (Algún avispado lector se apresurará a pensar: “claro, porque no tiene”, y en efecto, esa fue la razón principal, pero no la única.) Me embargaba un sentimiento feo, apagado: estás solo, me decía la conciencia. Estás más solo que la una y tus decisiones no valen nada porque no puedes compartirlas, no sabes, no quieres. Estás solo, aislado y cabreado como un mono.

Me acerqué a la computadora y, vaso en mano, busqué y escuché repetidas veces esa canción de los Chieftains que me pone tan melancólico sin motivo aparente. Claro que en este caso había motivo: la celebración en solitario y sin ganas estaba tomando un cariz muy lamentable. Consideré la posibilidad de acercarme al Angry Wade’s para ver si estaba la mafia del billar, con la que a veces lo paso bien, pero la conciencia estaba demasiado negativa y las piernas se negaban a andar sin una razón suficiente.

A la cuarta vuelta de la canción fui a la cocina para rellenar el vaso y me di cuenta de que la cantidad de líquido con contenido alcohólico sustancial era insuficiente para cometer el acto indecente que ya estaba dispuesto a cometer, es decir, emborracharme y llorar o rabiar hasta quedarme dormido en el sofá. Eché mano al bolsillo y vi que tenía un par de billetes gordos. Vino o cerveza, pensé. En la tienducha de la esquina puedo comprar seis cervezas en menos de dos minutos. Miré el reloj. La vinatería todavía está abierta, y ahí puedo comprar algo más digno para la celebración. De acuerdo, dijeron la conciencia y la voluntad: un día es un día.

Pasé por la cocina a recoger la bolsa resistente que suelo llevar a la vinatería. Hice una visita al baño para comprobar que tenía un aspecto suficientemente digno. No era el caso: me lavé la cara, me peiné, me cepillé los dientes y me enjuagué la boca. Un toque de agua de colonia en el cuello. Nunca se sabe.

Me miré en el espejo: iluso, me dijo el reflejo, lárgate ya y vuelve con buen género.

En la vinatería me conocen por el nombre: hola, Camilo. Saben también que me gusta llegar un poco antes de la hora del cierre, como hoy. Matt, el dueño, me saluda y a la vez mira el reloj que tiene colgado en la pared. Quince minutos. Más que suficiente. Lo que no sabe Matt, porque no puede saberlo, es cuál es mi debilidad. No soy de esos clientes que compran “lo de siempre”. Me gusta probar cosas distintas. Por eso vengo a la tienda de Matt: porque tiene buena variedad. Y también por la selección musical que sale de unos barriles falsos colgados del techo. A veces nos ha dado tema de conversación. Compartimos los Malbec de Mendoza y los Dire Straits, por ejemplo.

Según iba paseando por los pasillos me dieron ganas de hacerme unas tostaditas con las sardinas ahumadas marroquíes que encontré el lunes en un supermercado inesperado del MetroTech. Con sardinas, lo suyo es un buen vino. Fui al fondo de la tienda y, de rodillas frente al estante de los caldos franceses, comprobé una vez más que entre todos habíamos acabado con las existencias de Burdeos del 2005. Una auténtica tragedia, porque era un vino celestial, divino, sagrado, con un precio más que asequible. Qué añada, mon dieu, qué añada. Veo que todavía quedan Medoc de ese año, también excelentes, pero ahí ya estamos hablando de 15 a 30 dólares: demasiado.

Al incorporarme, una voz me preguntó si me gustaba el Burdeos. Me volví y vi a una chica muy linda que me ofrecía un poco de vino tinto en un vasito de plástico. Me gusta, me gusta, dije yo mientras repasaba visualmente la etiqueta de la botella, la mano que la sujetaba y la persona que iba adjunta a la mano. Claro que me gusta. Pues este es excelente, añadió ella con una amplia sonrisa, y me acercó el vaso. Al recogerlo yo, empezaron los primeros compases de Viva la vida de Coldplay, y eso (creo yo que fue eso), fue lo que me arrancó una sonrisa a mí también. Coldplay, dije haciendo un gesto significativo con las cejas. Ella sonreía nomás, haciendo su trabajo. Probé el vino. Es bueno, sí, ciertamente bueno, le dije. Añadí que se parecía bastante al Burdeos del 2005 que estaba buscando y me quejé de que ya no quedara más. Ella explicó muy seria que este era del 2009, que era otro año excepcional, y ahí mismo, en el “excepcional”, el acento la delató. Tú eres de allí, ¿verdad?, pregunté. Quiero decir, eres francesa, ¿no? Y la sonrisa volvió en todo su esplendor, quizá con más fuerza que antes, aunque era difícil de determinar. Sí, sí, soy de Burdeos, contestó.

Nos dimos cuenta a la vez de que estábamos de pie en medio de la tienda, yo con el vasito vacío y ella con la botella. Nos reímos. Nos acercamos al barril que le servía de mesa para promocionar el vino y ahí dejamos el vasito y la botella. ¿Quieres más? No, gracias. Yo soy un poco tu vecino, le dije. ¿Cómo dices?, se extrañó. Es que soy medio uruguayo, medio español, expliqué.

En ese momento se acabó Coldplay y empezó otra cosa, quién sabe qué, pero yo ya no ponía atención porque la chica se había lanzado a hablar un español que, pese al fuerte acento francés, era bastante bueno. Había vivido unos cuantos años en Barcelona y en Valladolid. Ah, contesté, Ribera del Duero, Rueda, Penedés. ¿Trabajabas allí? Pues sí, pues sí, y la conversación fluía, fluía como el vino en una fiesta, sin obstáculos, más bien todo lo contrario.

Momentos después apareció Matt, el propietario, que no habla español, y nos dijo que lamentaba interrumpir pero que era hora de cerrar. La chica dijo vale, gracias y empezó a recoger su material. Yo tomé una botella de su vino y lo subrayé con un gesto, para hacer ver que sí, que por supuesto lo compraba, y ella responde con otro gesto que, en principio, no supe muy bien cómo interpretar. ¿Que una botella no era suficiente, quizá? ¿Que debería haber comprado más? ¿O no era la botella a lo que se refería? Y así, en una décima de segundo, me aterrizó en la voluntad una certeza tan inesperada como absoluta. Tenemos que terminar esta conversación tan interesante, le dije en español. ¿No te parece? Ella asintió con la cabeza y dijo ajá. ¿Tienes tiempo hoy, esta noche, o tienes planes?, pregunté. Puedo hoy, contestó ella, probablemente demasiado rápido. Podemos ir al Char No. 4, ¿lo conoces? Sí, sí, dijo ella, y en su sonrisa se dibujaba ahora un leve trazo de ansiedad. Voy a guardar esto, me señaló las botellas, y me esperas fuera, ¿sí? Yo asentí y fui a pagar.

En el mostrador, Matt no podía resistirse. La sonrisa se le escapaba sin querer, como se escapa la arena de un puño cerrado. Yo no decía nada. Le alargué la tarjeta para pagar, él me pasó el teclado para que escribiera el número secreto y luego el recibo. Pero yo no me fui enseguida, me quedé un momento, y entonces sí, previa miradita al fondo de la tienda para comprobar que ella no escuchaba, se acodó en el mostrador para acercarse mucho y me dijo: ustedes los europeos son gente distinta. Se comportan de una manera muy rara. Hizo una pausa, volvió a mirar al fondo y añadió: ¿has leído Seize the day, de Saul Bellow? Yo asentí. Pues así, así de tristes, de dramáticos somos nosotros, los neoyorquinos. Hazme un favor, no seas nunca como Tommy Wilhelm. Ni como yo. No te conviertas en uno de nosotros, ¿de acuerdo? Yo lo escuche en silencio y, cuando terminó, le tendí la mano y él me la estrechó. Empezaba a sonar Black Swan, de Thom Yorke. Buenas noches, dijo. Buenas noches, contesté. Al salir, me estiré, miré al cielo y respiré. La luna era una sonrisa brillante, finísima, colgada apenas en el vértice del campanario de la iglesia. Intuí la posición de las estrellas, ausentes como siempre en el cielo sucio de la ciudad.

Me llamo Nadine, dijo una voz a mis espaldas. ¿Y tú?

Camilo. Encantado de conocerte, Nadine.

miércoles, 30 de marzo de 2011

¿El fin de una época?

No son las revoluciones de los países árabes ni la nueva intervención militroncha de las potencias impenitentes.

No es la fundición del reactor 2 de Fukushima ni el plutonio al aire libre.

No es la rampante crisis alimentaria que (solo) padece la parte pobre del mundo.

Es mucho peor.

Es tan grave que ni en mis más peregrinas ficciones subterráneas, esas que voy pariendo con dolor en el metro mientras disimulo poniendo cara de oficinista cansado, aburrido o disperso; ni siquiera en esas ficciones, digo, se me había ocurrido la posibilidad de que esto pudiera ocurrir.

Ocurrió el lunes pasado. Tenía que ser un lunes. Eso es lo que habría dicho Igor si hubiera estado presente. Igor es un supersticioso de marca mayor. Para muestra, un botón: siempre se tocaba los calcetines por detrás antes de salir a la calle. Decía que gracias a eso no se tropezaba nunca.

Me llamó Brian, como tantos otros días, para ir al piojoso restaurante chino de la esquina, el de las sopas memorables. Fuimos. Nos dieron asiento de ventana, todo un lujo. Había poca gente. Pedí sopa de col agria con cerdo deshebrado. Brian pidió tallarines en salsa pekinesa. Salsa picante, por favor. Gracias. Alguien pidió dumplings fritos y tuvimos que bucear en humo durante unos minutos. Tosí. Brian se rió. Le dije a Brian, no es la salsa, es el humo. Ya, ya, dijo Brian. Miramos a la chica rubia que cruzaba la calle. Nos reímos del camionero que se atascó al doblar y del policía que le gritaba para que se moviera. Tomamos la tacita de té. Nos dieron la cuenta sin pedirla, como siempre, con dos galletitas de la suerte. Aparté las galletas. Puse un billete de veinte dólares en la bandejita. Se llevaron los cuencos. Se llevaron el billete. Empujé una galletita hacia el lado de Brian y me metí la mía en el bolsillo del abrigo, que estaba colgado en el respaldo de la silla.

Horas después, camino del metro, abrí la galletita de la suerte, como es mi costumbre. Prefiero no comer nada dulce después de la sopa. Por eso la abro cuando me voy para casa. Como de merienda. Le quito el envoltorio en la segunda avenida. Rompo un trozo minúsculo y me lo como muy despacio, sin sacar el papelito. Al llegar a la tercera avenida, tiro el plástico a la papelera y me como otro trozo. Entonces queda la mitad de la galleta con el papelito asomando. Ahí es donde lo saco para leerlo. Y ahí fue, el lunes pasado, cuando sucedió lo que tenía que suceder.

Llegando a Lexington saqué el papelito y leí:

A man cannot be comfortable without his own approval.

Me quedé clavado en el sitio. Supe de inmediato que ese mensaje ya lo he leído antes. No solo eso: ese mensaje lo había guardado, lo tenía encima de la mesa de la oficina. La certeza era absoluta.

Y al mismo tiempo, era absolutamente imposible. En cinco años no había visto dos veces el mismo mensaje. Jamás. Y los chinos del restaurante me conocen por el nombre. Y me preguntan dónde he estado cuando pasan más de tres o cuatro días sin que yo aparezca por allí. Son muchas galletitas, muchísimas, pero nunca, jamás, había visto un duplicado. Hasta hoy. Y precisamente esta. La que estaba encima de la mesa. ¿O no estaba? ¿O no decía exactamente lo mismo?

Di media vuelta y regresé a la oficina. Tercera avenida, segunda avenida, cruzar, girar, entrar, saludar al poli, qué se te ha olvidado, bah, cosas, ya sabes, ay qué cabeza, pues sí, piso diecisiete, tin tan, oficina veintitrés, y ahí está, metida debajo de los cables del monitor. La saco, le quito el polvo, la leo: "A man cannot be comfortable without his own approval".

La madre que me parió, pienso, con un papelito en cada mano, mirando a uno y a otro sin acabar de creérmelo: hay dos. ¡Hay dos! ¡Y encima de éstas! La madre que me parió.

Intento recordar por qué guardé esa galletita, precisamente esa. Y de repente lo recuerdo. No voy a molestar a mis miríadas de fans y seguidores con los pormenores de mi productividad laboral, pero el caso es que tenía que ver con el trabajo, con el hecho de haber pasado los últimos años metido en una oficina, de haber abandonado la labor creativa, de haberme encerrado en mí mismo y en mis manías, etc.

Patrañas.

Me miento a mí mismo.

Tiene que ver con que no estoy cómodo sin mi propia aprobación.

Calculo, pues, que esto marca el fin de una época. No es que ahora vaya a emprender la clásica cruzada consumista en busca de mi propia aprobación, no. Todo lo contrario: me voy a dar el aprobado ipso facto para estar más cómodo.

Se lo dije a Brian el martes por la mañana y me dijo que eran imaginaciones mías, que las galletitas de la suerte nunca se repiten. Lo invité a subir a mi oficina para ver los dos papelitos, pero dijo que estaba muy ocupado (adicto a las redes sociales, quiere que nos comuniquemos por no sé qué sistema de microblogging open source).

Se lo expliqué ayer a Igor en un mensaje larguísimo al que contestó, muy dentro de su estilo: "Te pasa por no ver la tele. Que te zurzan, rilao".

Qué se puede añadir a esas dos frases tan cargadas de sabiduría. Sí, soy un "rilao" exótico y estoy cómodo. Por voluntad propia. La lucha ha terminado. Que le den a todo.

(Ya he presentado mi renuncia en el trabajo. El jefe, encantado.)

lunes, 21 de marzo de 2011

METAR y redemption

KJFK 211251Z 17016G27KT 3SM RA BKN012 OVC019 03/00 A3026

"METAR" es un informe meteorológico rutinario. Si tienes un avión, no salgas sin haberlo escuchado. Los METAR vienen codificados y tienen una pinta horrible. El que hay ahí arriba es el del aeropuerto Kennedy de Nueva York, esta misma mañana.

Esta mañana, el METAR no era el único que tenía una pinta horrible. Para quienes no saben leer esos informes, lo descodifico:

- KJFK es el nombre del aeropuerto, según la codificación de la Organización de Aviación Civil Internacional.

- 211251Z significa que este informe es del día 21 y que la observación se hizo a las 12.51 horas del tiempo universal coordinado (también llamado Zulu), o sea, a las 7.51 am de Nueva York o a la 1.51 pm de Madrid.

- 17016G27KT quiere decir que hay viento del sur (rumbo 170) a 16 nudos (30 km/h) con rachas de hasta 27 nudos (50 km/h).

- 3SM son 3 millas (5 km) de visibilidad máxima.

- RA es lluvia, lluvia, lluvia (rain).

- BKN012 significa que hay una capa de nubes con algunos claros (BKN, broken clouds) a 1.200 pies de altitud.

- OVC019 es otra capa de nubes a 1.900 pies de altitud, pero ahí ya no hay claros (OVC, overcast, cubierto).

- 03/00 significa que la temperatura es de 3 grados centígrados y que el punto de rocío es cero. En otras palabras, uno puede afirmar que hay una humedad del carajo.

- A3026 es la presión, normal tirando a un pelín alta, lo cual significa que la lluvia no puede durar mucho.

Esta lluvia marítima con viento de hasta 50 km/h me recuerda siempre a Fernando Pessoa y su poema Chuva Oblícua, epítome de la saudade portuguesa. Me gusta, como a él, mirar los techos negros de los "brownstones" de mi barrio para ver esas flechas, esas agujas diagonales que forman una especie de visillo o velo de novia y dejar que la imaginación navegue al compás. Parece que apenas llueve, pero de los codos de los árboles chorrea abundante una savia transparente que corre luego, aceitosa, hacia las bocas rayadas de las alcantarillas.

Superada la dimensión poética de esta lluvia oblícua tan atlántica, que me fascina y me trae memorias del otro lado, el METAR de esta mañana significaba que me iba a mojar, y mucho. Hace ya casi seis años que no tengo coche. Eso curte mucho ante los elementos, aunque no lo parezca. Uno se toma la mojadura con más filosofía, la acepta como parte del afán cotidiano. Y así salí, paraguas en ristre, sin saber si el viento me dejaría mantenerlo abierto y en alto, o si lo haría pedazos en la primera esquina, como ocurre con tanta frecuencia en esta ciudad.

Me respetó el viento, pero no la lluvia. En la recta final de mis quince minutos de trayecto a pie hacia el metro, la parte baja de los pantalones y la manga izquierda del abrigo se habían empapado por completo. Entonces, al girar una esquina, apareció ella.

Ella. Ni más, ni menos. Nacida en el sur de China, emigrada muy joven y llegada al Chinatown neoyorquino en los peores años de la recesión, probablemente en 1969. Nueva York era un infierno de violencia, droga y mafia. Aquella joven hizo lo que le dijeron para sobrevivir en aquel laberinto vaporoso de calles, túneles, cocinas y factorías clandestinas. Cocinó, sirvió, limpió, cosió, vendió falsificaciones, se acostó, se levantó, aprendió inglés, condujo camionetas, compró y vendió los artículos más peregrinos que las imaginativas mentes comerciales pudieran concebir. Trabajando, y nada más que trabajando, un día de repente se vio vieja. Y los demás también la vieron vieja, e inútil. Quizá también enferma. Así que el año pasado le dieron un carrito de la compra y la mandaron por las calles a buscar latas de aluminio, botellas de plástico y cartones de bric.

¿Botellas de plástico? ¿Latas de aluminio? Sí. En el estado de Nueva York, y en otros muchos, se aprobó hace tiempo la denominada "bottle bill", una ley por la que determinados establecimientos reembolsan a los consumidores cinco céntimos por cada contenedor de ese tipo que devuelvan para reciclar. Desde entonces, y gracias a ese incentivo, se han reciclado muchísimos más envases que antes.

Y así, después de este largo viaje de sesenta años y dos continentes, ella está aquí, justo delante de mí. La lluvia oblícua cae con fuerza sobre su impermeable amarillo. Esta mujer camina con parsimonia, quizá con resignación, quizá agotada, empujando un carrito lleno hasta los topes de botellas vacías, de cuyos costados cuelgan bolsas transparentes inmensas como enormes y horrorosos quistes multicolor. Va por la calzada, junto a los coches, metiéndose por los charcos con la mirada fija en el horizonte, en apariencia impasible. Con seguridad, el METAR de hoy le trae al pairo. Lo que le importa es esta lluvia oblícua que le golpetea la espalda y le enfría las canillas y las manos. Lo que le importa es llegar, a este paso quizá dentro de una hora, al "redemption center" de Atlantic Avenue, rimbombante nombre para estas dos tristes máquinas azules donde irá metiendo una por una todas las botellas y latas para recibir a cambio cinco céntimos por cada una. Puede ser que el carrito lleno, la labor de un día, le reporte $25 o $30. Suficiente para comer, sin duda. Estirando un poco, también para comprarse ropa a fin de mes.

Parado en el semáforo, la veo alejarse hacia el sur y me da por pensar en los vagabundos de Orwell (Sin blanca en París y Londres), esos que habían tomado la decisión consciente de no trabajar, de no ser productivos. Pero este no es el caso. Este caso es peor, porque es un trabajo, y muy duro, pero es indigno y reporta un ingreso insuficiente. Me pregunto si quienes escribieron la "bottle bill" evaluaron todas las consecuencias posibles de ese incentivo, más allá de la vertiente ecológica. Quizá sí pensaron en los efectos sociales e incluso consideraron que serían buenos porque mucha gente pobre tendría la oportunidad de obtener un ingreso extra sin necesidad de rebuscar en los vertederos (solo tienen que rebuscar en las bolsas y los contenedores de basura domésticos de toda la ciudad, lo cual, quieras que no, es una mejora). Quizá no lo pensaron en nada de esto. No hay forma de saberlo. Pero si no hubiera "bottle bill", esta increíble mujer del impermeable amarillo sobreviviría haciendo cualquier otro trabajo impensable para mí y para muchos como yo.

Esta vez no tengo moraleja. Pese a la mojadura, cada vez más persistente, me olvidé de la lluvia, de Pessoa y del METAR y me hundí, como una gota más, en el charco gordo que tengo enfrente.

viernes, 18 de marzo de 2011

La lucha continúa

Cuando yo hablaba de la lucha, la B-One me contestaba que

A mí se me ocurre otra posibilidad: flotar en lo que hay, sin etiquetarlo. «La grisura» es un concepto, una etiqueta que superponemos a la experiencia, que en sí misma no tiene color.
Y bueno, en aquel momento, me quedé con la copla y pensé que no estaba mal la propuesta. Hoy, las circunstancias me hacen ver que no, que esa alternativa no es distinta: es la c) con un traje nuevo que la hace parecer más aceptable.

En primer lugar, porque referirse a una situación como "grisura" no es poner una etiqueta. Es una descripción poética y, por lo tanto, depende tanto de mí como de mi entorno, ambos mutables de un día para otro, de una hora para otra. Una valoración no es una etiqueta: valoro cuando digo "este café me gusta o no me gusta"; etiqueto cuando digo "este café es bueno o es malo" o "menuda bazofia de café" o "el mejor café que he probado en mi vida".

En segundo lugar, porque la experiencia sí tiene color en sí misma, si uno quiere describirla con colores. El color (es decir, la calidad percibida) de la experiencia es una función, bastante compleja, de muchos factores, entre los que destacan las circunstancias personales de quien la vive y las circunstancias materiales que rodean a esa persona.

En tercer lugar, y este ya es personal, porque flotar sobre una situación que percibo como intrínsecamente negativa me resulta moralmente rechazable: siento la necesidad de hacer algo. Al mismo tiempo, estoy convencido de que yo solo no puedo hacer nada y no me siento con las fuerzas suficientes como para buscar gente y organizar algo. Tampoco logro reunir el valor suficiente para largarme y abandonar este entorno que tantos problemas me genera, como han hecho ya tres colegas en los últimos doce meses. (Aquí ya tengo que explicar que me estoy refiriendo al entorno laboral.) Por último, no veo alternativas menos grises, ni dentro, ni fuera.

En resumen, me sigo quedando con d), es decir, profundizo en el dilema. Es posible que también esté desarrollando cierta insensibilidad, cosa que me preocupa. Por eso sigo hablando de ello: porque no quiero acostumbrarme.

De colofón pongo una alegre cita de una novela de Abdulrahmán Munif titulada "Cuando dejamos el puente", que me recuerda mucho a Delibes y no tanto a "El viejo y el mar" de Hemingway, como afirman los críticos:

Me dije: [estos cazadores] no se privan de nada; disparan, disparan hasta al cuervo que grazna cuando ve aparecer una silueta. Hasta al cuervo, que hoy estaba más lento y le acertaron. Oí a uno de ellos que, mientras cobraba el cuervo y lo tiraba al estanque, decía: "Vete al infierno, cuervo del demonio". Y dije para mí: "¿Y para qué lo matas, entonces?" La vida es una fiesta de muerte sin fin, pensé. El grande mata al chico. El fuerte mata al débil. Y los puentes matan a los cobardes.

viernes, 11 de febrero de 2011

La triste historia de la televisión (I)

(Texto enviado el 31 de mayo del 2006 a una lista de literatura.)

En el bendito año de 1992 vivía yo en un pueblito de la costa mediterránea de España. Se enamoró de mí una muchacha llamada Laura, linda y cariñosa, alta y esbelta, pelo negro, grandes ojos, pocas palabras. En resumen, lo que uno anda buscando.

Una noche, cuando ya hacía un mes que nos conocíamos (en todos los sentidos), le dije que se quedara a desayunar. Se quedó, y al día siguiente llegó con su maleta. Fuimos muy felices, gozamos como era de esperar dadas la edad y las circunstancias, descuidamos nuestras respectivas labores (yo, mi trabajo; ella, sus estudios), dejamos que la casa se convirtiera en un majestuoso desorden y comimos y bebimos cualquier cosa durante un mes más.

Entonces, en un aciago día de julio, ella llegó a casa con un televisor de catorce pulgadas y una antena, los conectó y se dio a la labor de sintonizar los dos canales de la televisión nacional. Dos
horas después estábamos viendo lo que pasaba en la Ciutat Olímpica de Barcelona y en la isla de la Cartuja de Sevilla, una cosa en cada canal. Pasó una hora, no sucedió nada. Pasaron dos horas; me levanté, cansado y con la espalda dolorida. Ella seguía adherida al sofá. Era como si de repente Laura pesara ciento setenta kilos en lugar de cincuenta. Era como si no me oyera cuando le decía dale mi amor, toma un juguito, lávate la cara, levántate y vayamos a hacer esto o aquello. Poseída por la sucesión de imágenes y el cambio constante (un, dos, un, dos), me contestaba con un "sí, ahora, espera que acabe esto", o "déjame ver qué hay en la dos, mira, natación, me encanta".

Marché al bar, en solitario. Como de costumbre, Igor estaba allá, en nuestra mesa habitual, así que hablé y me desahogué. "Estás jodido, hermano", me dijo cuando terminé de explicarle. Contó que había pasado por una experiencia similar con un compañero de habitación en Italia y que se sentía capaz de predecir lo que iba a suceder. "Está infectada y no hay antídoto. Tienes que decidir cómo vas a deshacerte de ella", sentenció. Yo le pregunté si se refería al televisor o a Laura, y él me conestó lo que yo temía. "No quiero dejar a una mina como esa por un problema tan idiota", protesté. "Mira, mira", contestó él, señalando a la gente que poblaba el bar, todos ellos con el cuello torcido hacia atrás para mirar la pantalla que había en la esquina del fondo; "no subestimes a tu enemigo". Me ofreció su asistencia para eliminar el problema, pero insistí en que estaba exagerando. Nos despedimos temprano.

Al día siguiente, cuando volví del trabajo, Laura no había llegado todavía de la universidad. Desconecté el artefacto maligno, con todo y antena, lo agarré y lo saqué a la puerta de la casa, convencido de que no pasarían ni diez minutos sin que alguien lo viera y se lo llevara sin preguntar. Asunto arreglado.

Ignorante de mí. No me di cuenta de que todo el mundo tiene ya un televisor, y que aquel aparatito de 14 pulgadas no lograría llamar la atención del más pobre de los rateros del barrio. A las ocho entró Laura con el televisor en brazos, dispuesta a colocarlo de nuevo en su sitio y protestando por mi osadía. Me puse delante de la mesita y le dije, como en las películas, que eligiera: "o el televisor, o yo". Me miró, se rió, me dijo que yo era lindo y divertido y que me quería tanto, me ablandó, se colocó de lado para darme un beso, pasó por un rincón abriéndose paso con la cadera, dejó el televisor en su lugar y, antes de conectarlo, me obligó a rendir mis armas ante su ternura.

Me dejó medio dormido en una esquina de la cama, entró un momento al baño y luego volvió corriendo a la sala para conectar de nuevo aquel pozo de imágenes y sonidos. Al rato me levanté. Hice la cena solo, la llamé una vez, dos veces para empezar a comer, pero había bailes folklóricos en el pabellón de Hungría y no me escuchó. Cuando terminé, pasé a su lado para irme a la cama y ahí sí, me detuvo. Me preguntó por qué no le había avisado de la cena. Le dije. Se extrañó. Sacudí la cabeza y me fui a acostar con una Rolling Stone del año pasado que encontré tirada en el pasillo. No pude leer. No pude dormir. Cuando oí que se servía la cena, me asomé por ver de acompañarla, pero se llevó el plato al sofá y siguió mirando la pantalla mientras comía.

Me puse un pantalón y unas playeras y salí a la calle por la ventana sin hacer ruido. Tenía que hablar con Igor.

martes, 8 de febrero de 2011

Organización, organización

Estaba leyendo un artículo sobre Queequeg, el isleño tatuado de Moby Dick (Herman Melville) que tan bien representa el momento cumbre de la figura del noble salvaje en la literatura romántica, cuando me topé con una cita de The Prelude de Wordsworth que me pareció interesante:
But in the very world which is the world
Of all of us, the place in which, in the end,
We find our happiness or not at all.
y decidí seguir, pero mientras leía el poema de Wordsworth me topé con otros versos que me llamaron la atención por ser representativos de otra rama del romanticismo, en este caso la política:
When the world travels on a beaten road,
Guide faithful as is needed, I began
To think with fervour upon management
Of nations, what it is and ought to be,
And how their worth depended on their Laws
And on the Constitution of the State.
O pleasant exercise of hope and joy!
En otras palabras, el objeto de esta parte del poema es el análisis de las formas de gobierno y la redacción de las leyes y constituciones. Ahí es nada.

Ese entusiasmo por el estudio de la institucionalidad, que casi dos siglos después goza de excelente salud tanto en el Reino Unido como, sobre todo, en los Estados Unidos, no ha sabido hacerse un hueco en los países hispanohablantes que yo conozco. De hecho, creo que debe de haber pocos países en el mundo que muestren la pasión burocrática y archivística que tienen los Estados Unidos, si es que hay alguno.

Podría ponerme a contar el resto de la divagación, que me llevó a leer textos de Jovellanos, Bolívar y unos cuantos más (tenemos nuestras excepciones, como es natural), pero prefiero no ponerme pesado. Para cerrar el círculo que abrí en el primer párrafo, me atrevería a decir que toda la primera parte de Moby Dick es, en realidad, una larguísima descripción de cómo se establece, se funda (constituye) y se reglamenta una mínima nación independiente, a saber, el barco ballenero Pequod. En esa nación viven durante dos años unos cincuenta ciudadanos y es ahí, en ese microcosmos constituido por el escritor, donde se desarrolla la historia principal de la novela. Sin esas 200 o 300 páginas iniciales en las que redacta la constitución, las leyes y las jerarquías del barco y de cada uno de sus individuos, Melville no habría podido encontrar jamás a la ballena blanca.

Una de las cosas que echo en falta en la literatura actual es precisamente esta: la labor, con frecuencia tediosa, de explicar con mayor o menor detalle al lector cómo funciona el mundo en el que va a suceder todo lo demás. En la literatura clásica, esta parte de la escritura es fundamental, hasta el punto de que ciertas obras se consagran casi exclusivamente a eso, es decir, a construir y describir un sistema o una organización social o humana.

Por el contrario, en la mayor parte de las novelas actuales se sobreentiende que el lector conoce y reconoce tanto el lugar de los hechos como su organización subyacente. Pienso que esa perspectiva es un error, por dos razones: a) las diferencias sociales y culturales son, a menudo, mucho más profundas de lo que nos hacen ver los medios audiovisuales (incluso entre países desarrollados, incluso entre regiones de un mismo país); por lo tanto, la omisión empobrece el texto, y b) la explicación, e incluso la repetición, de cosas sabidas nunca ha estorbado en la literatura; más bien al contrario, en muchas ocasiones ayuda al lector a no perder el hilo o a familiarizarse con los hechos o los personajes.

En cuanto a lo que dice el autor del artículo inicial sobre la posibilidad de que Melville sea precursor de Borges, no digo nada, que yo a Borges no lo he leído.

viernes, 4 de febrero de 2011

Mundo de cristal

La lluvia helada es uno de los muchos caprichos que se permite la naturaleza. Para que se produzca, la temperatura del aire tiene que fluctuar durante bastantes horas entre 1º C y -1º C, y debe haber inversión térmica (es decir, el aire debe estar un poco más caliente a un km de altura que al nivel del suelo). En esas circunstancias, la mayor parte de la condensación (precipitación) cae en forma de líquido, o sea, lluvia, pero como la mayoría de las cosas siempre están más frías que el aire, y como el viento que traen las precipitaciones contribuye a enfriarlas un poco más, las gotas de lluvia se congelan nada más tocar las ramas, las hojas, las vallas, los coches. El resultado es un gran pastel de fondant blanco que lo cubre todo con una capa crujiente.

La lluvia helada es también una potente fábrica de maldiciones y juramentos. Imagínese la situación siguiente: el hermoso fondant cae sin pausa durante doce horas, empezando a medianoche y terminando a mediodía. Para las ocho, cuando casi todos salimos de casa rumbo al colegio, al trabajo o a lo que sea, el suelo es una pista de patinaje (para los que caminamos), el coche es un bloque compacto e irrompible (para los que van en coche), las escaleras del metro amenazan con provocarnos incapacidad permanente. La lluvia que nos va cayendo encima está, literalmente, a temperatura de congelación. Uno se resigna, pero en su fuero interno abomina de esa sensación de frío y humedad, de los pantalones empapados hasta más arriba de la rodilla, de los empujones, de los trenes que se retrasan, de los coches que salpican, de los paraguazos.

Y aun así, la ciudad está tan bella que no podemos por menos que mirarlo todo, tocarlo todo, acariciar esa tersura vidriosa, esa textura pasmosa, esa capa de cristal interminable que, durante un día, convierte nuestro mundo en una inmensa bandeja de fruta escarchada. Cada vez que nos es dado levantar la mirada, sentimos que queremos más. Que no se termine esta magia, que no salga el sol, que no llegue el deshielo, que el mundo siga siendo de cristal un minuto más. Y que nadie lo rompa.

(Fotos de E. B.)